Dios y el Estado | por Mijaíl Bakunin ~ Bloghemia Dios y el Estado | por Mijaíl Bakunin

Dios y el Estado | por Mijaíl Bakunin






"La vida es fugitiva, pasajera, pero también palpitante de realidad y de, individualidad, de sensibilidad, de sufrimientos, de alegrías, de aspiraciones, de necesidades y de pasiones. Es ella la que espontáneamente crea las cosas y todos los seres reales."Mijaíl Bakunin  
 


Texto de Mijaíl Bakunin, "Dios y el Estado", escrito en 1871. Forma parte de un trabajo más amplio sobre la resistencia europea al imperialismo. En este texto, Bakunin desarrolla sus ideas sobre la naturaleza del Estado y su conexión con la religión. 


Por: Mijaíl Bakunin

¿Quiénes tienen razón, los idealistas o los materialistas? Una vez planteada así la cuestión, vacilar se hace imposible. Sin duda alguna los idealistas se engañan y/o los materialistas tienen razón. Sí, los hechos están antes que las ideas; el ideal, como dijo Proudhon, no más que una flor de la cual son raíces las condiciones materiales de existencia. Toda la historia intelectual y moral, política y social de la humanidad es un reflejo de su historia económica.




Todas las ramas de la ciencia moderna, concienzuda y seria, convergen a la proclamación de esa grande, de esa fundamental y decisiva verdad: el mundo social, el mundo puramente humano, la humanidad, en una palabra, no es otra cosa que el desenvolvimiento último y supremo -para nosotros al menos relativamente a nuestro planeta-, La manifestación más alta de la animalidad. Pero como todo desenvolvimiento implica necesariamente una negación, la de la base o del punto de partida, la humanidad es al mismo tiempo y esencialmente una negación, la negación reflexiva y progresiva de la animalidad en los hombres; y es precisamente esa negación tan racional como natural, y que no es racional más que porque es natural, a la vez histórica y lógica, fatal como lo son los desenvolvimientos y las realizaciones de todas las leyes naturales en el mundo, la que constituye y crea el ideal, el mundo de las convicciones intelectuales y morales, las ideas.

Nuestros primeros antepasados, nuestros adanes y vuestras evas, fueron, si no gorilas, al menos primos muy próximos al gorila, omnívoros, animales inteligentes y feroces, dotados, en un grado infinitamente más grande que los animales de todas las otras especies, de dos facultades preciosas: la facultad de pensar y la facultad, la necesidad de rebelarse.

Estas dos facultades, combinando su acción progresiva en la historia, representan propiamente el “factor”, el aspecto, la potencia negativa en el desenvolvimiento positivo de la animalidad humana, y crean, por consiguiente, todo lo que constituye la humanidad en los hombres.

La Biblia, que es un libro muy interesante y a veces muy profundo cuando se lo considera como una de las más antiguas manifestaciones de la sabiduría y de la fantasía humanas que han llegado hasta nosotros, expresa esta verdad de una manera muy ingenua en su mito del pecado original. Jehová, que de todos los buenos dioses que han sido adorados por los hombres es ciertamente el más envidioso, el más vanidoso, el más feroz, el más injusto, el más sanguinario, el más déspota y el más enemigo de la dignidad y de la libertad humanas, que creó a Adán y a Eva por no sé qué capricho (sin duda para engañar su hastío que debía de ser terrible en su eternamente egoísta soledad, para procurarse nuevos esclavos), había puesto generosamente a su disposición toda la Tierra, con todos sus frutos y todos los animales, y no había puesto a ese goce completo más que un límite. Les había prohibido expresamente que tocaran los frutos del árbol de la ciencia. Quería que el hombre, privado de toda conciencia de sí mismo, permaneciese un eterno animal, siempre de cuatro patas ante el Dios eterno, su creador su amo. Pero he aquí que llega Satanás, el eterno rebelde, el primer librepensador y el emancipador de los mundos. Avergüenza al hombre de su ignorancia de su obediencia animales; lo emancipa e imprime sobre su frente el sello de la libertad y de la humanidad, impulsándolo a desobedecer y a comer del fruto de la ciencia.

Se sabe lo demás. El buen Dios, cuya ciencia innata constituye una de las facultades divinas, habría debido advertir lo que sucedería; sin embargo, se enfureció terrible y ridículamente: maldijo a Satanás, al hombre y al mundo creados por él, hiriéndose, por decirlo así, en su propia creación, como hacen los niños cuando se encolerizan; y no contento con alcanzar a nuestros antepasados en el presente, los maldijo en todas las generaciones del porvenir, inocentes del crimen cometido por aquellos. Nuestros teólogos católicos y protestantes hallan que eso es muy profundo y muy justo, precisamente porque es monstruosamente inicuo y absurdo. Luego, recordando que no era sólo un Dios de venganza y de cólera, sino un Dios de amor, después de haber atormentado la existencia de algunos millares de pobres seres humanos y de haberlos condenado a un infierno eterno, tuvo piedad del resto y para salvarlo, para reconciliar su amor eterno y divino con su cólera eterna y divina siempre ávida de víctimas y de sangre, envió al mundo, como una víctima expiatoria, a su hijo único a fin de que fuese muerto por los hombres. Eso se llama el misterio de la redención, base de todas las religiones cristianas. ¡Y si el divino salvador hubiese salvado siquiera al mundo humano! Pero no; en el paraíso prometido por Cristo, se sabe, puesto que es anunciado solemnemente, que o habrá más que muy pocos elegidos. El resto, la inmensa mayoría de las generaciones presentes y del porvenir, arderá eternamente en el infierno. En tanto, para consolarnos, Dios, siempre justo, siempre bueno, entrega la tierra al gobierno de los Napoleón III, de los Guillermo I, de los Femando de Austria y de los Alejandro de todas las Rusias.

Tales son los cuentos absurdos que se divulgan y tales son las doctrinas monstruosas que se enseñan en pleno siglo XIX, en todas las escuelas populares de Europa, por orden expresa de los gobiernos. ¡A eso se llama civilizar a los pueblos! ¿No es evidente que todos esos gobiernos son los envenenadores sistemáticos, los embrutecedores interesados de las masas populares?

Me he dejado arrastrar lejos de mi asunto, por la cólera que se apodera de mí siempre que pienso en los innobles y criminales medios que se emplean para conservar las naciones en una esclavitud eterna, a fin de poder esquilmarlas mejor, sin duda alguna. ¿Qué significan los crímenes de todos los Tropmann del mundo en presencia de ese crimen de lesa humanidad que se comete diariamente, en pleno día, en toda la superficie del mundo civilizado, por aquellos mismos que se atreven a llamarse tutores y padres de pueblos? Vuelvo al mito del pecado original.

Dios dio la razón a Satanás y reconoció que el diablo o había engañado a Adán y a Eva prometiéndoles la ciencia y la libertad, como recompensa del acto de desobediencia que les había inducido a cometer; porque tan pronto como hubieron comido del fruto prohibido, Dios se dijo a sí mismo (véase la Biblia): “He aquí que el hombre se ha convertido en uno de nosotros, sabe del bien y del mal; impidámosle, pues, comer del fruto de la vida eterna, a fin de que no se haga inmortal como nosotros.”

Dejemos ahora a un lado la parte fabulesca de este mito y consideremos su sentido verdadero. El sentido es muy claro. El hombre se ha emancipado, se ha separado de la animalidad y se ha constituido como hombre; ha comenzado su historia y su desenvolvimiento propiamente humano por un acto de desobediencia y de ciencia, es decir, por la rebeldía y por el pensamiento.

Tres elementos o, si queréis, tres principios fundamentales, constituyen las condiciones esenciales de todo desenvolvimiento humano, tanto colectivo como individual, en la historia: la animalidad humana; el pensamiento, y la rebeldía. A la primera corresponde propiamente la economía social y privada; la segunda, la ciencia, y a la tercera, la libertad.

Los idealistas de todas las escuelas, aristócratas y burgueses, teólogos y metafísicos, políticos y moralistas, religiosos, filósofos o poetas, sin olvidar los economistas liberales, adoradores desenfrenados de lo ideal, como se sabe-, se ofenden mucho cuando se les dice que el hombre, con toda su inteligencia magnifica, sus ideas sublimes y sus aspiraciones infinitas, no es, como todo lo que existe en el mundo, más que materia, más que un producto de esa vil materia.

Podríamos responderles que la materia de que hablan los materialistas -materia espontánea y eternamente móvil, activa, productiva; materia química u orgánicamente determinada, y manifestada por las propiedades o las fuerzas mecánicas, físicas, animales o inteligentes que le son inherentes por fuerza- no tiene nada en común con la vil materia de los idealistas. Esta última, producto de su falsa abstracción, es efectivamente un ser estúpido, inanimado, inmóvil, incapaz de producir la menor de las cosas, un caput mortum, una rastrera imaginación opuesta a esa bella imaginación que llaman Dios, ser supremo ante el que a materia, la materia de ellos, despojada por ellos mismos de todo lo que constituye la naturaleza real, representa necesariamente la suprema Nada. Han quitado a la materia la inteligencia, la vida, todas las cualidades determinantes, las relaciones activas o las fuerzas, el movimiento mismo sin el cual la materia no sería siquiera pesada, no dejándole más que la imponderabilidad y la inmovilidad absoluta en el espacio; han atribuido todas esas fuerzas, propiedades y manifestaciones naturales, al ser imaginario creado por su fantasía abstractiva; después, tergiversando los papeles, han llamado a ese producto de su imaginación, a ese fantasma, a ese Dios que es la Nada: “Ser supremo”. Por consiguiente han declarado que el ser real, la materia, el mundo, es la Nada. Después de eso vienen a decirnos gravemente que esa materia es incapaz de reducir nada, ni aun de ponerse en movimiento por sí misma, y que, por consiguiente, ha debido ser creada por Dios.

En otro escrito he puesto al desnudo los absurdos verdaderamente repulsivos a que se es llevado fatalmente por esa imaginación de un Dios, sea personal, sea creador y ordenador de los mundos; sea impersonal y considerado como una especie de alma divina difundida en todo el universo, del que constituiría el principio eterno; o bien como idea indefinida y divina, siempre presente y activa en el mundo y manifestada siempre por la totalidad de seres materiales y finitos. Aquí me limitaré a hacer resaltar un solo punto.

Se concibe perfectamente el desenvolvimiento sucesivo del mundo material, tanto como de la vida orgánica, animal, y de la inteligencia históricamente progresiva, individual y social, del hombre en ese mundo. Es un movimiento por completo natural de lo simple a lo compuesto, de abajo arriba o de lo inferior a lo superior; un movimiento conforme a todas nuestras experiencias diarias, y, por consiguiente, conforme también a nuestra lógica natural, a las propias leyes de nuestro espíritu, que, no conformándose nunca y no pudiendo desarrollarse más que con la ayuda de esas mismas experiencias, no es, por decirlo así, más que la reproducción mental, cerebral, o su resumen reflexivo.

El sistema de los idealistas nos presenta completamente lo contrario. Es el trastorno absoluto de todas experiencias humanas y de ese buen sentido universal y común que es condición esencial de toda entente humana y que, elevándose de esa verdad tan simple tan unánimemente reconocida de que dos más dos son cuatro, hasta las consideraciones científicas más sublimes y más complicadas, no admitiendo por otra parte nunca nada que no sea severamente confirmado por la experiencia o por la observación de las cosas o de los hechos, constituye la única base seria de los conocimientos humanos.

En lugar de seguir la vía natural de abajo arriba, e lo inferior a lo superior y de lo relativamente simple a lo complicado; en lugar de acompañar prudente, racionalmente, el movimiento progresivo y real del mundo llamado inorgánico al mundo orgánico, vegetal, después animal, y después específicamente humano; de la materia química o del ser químico a la materia viva o al ser vivo, y del ser vivo al ser pensante, los idealistas, obsesionados, cegados e impulsados por el fantasma divino que han heredado de la teología, toman el camino absolutamente contrario. Proceden de arriba a abajo, de lo superior a lo inferior, de lo complicado a lo simple. Comienzan por Dios, sea como persona, sea como sustancia o idea divina, y el primer paso que dan es una terrible voltereta de las alturas sublimes del eterno ideal al fango del mundo material; de la perfección absoluta a la imperfección absoluta; del pensamiento al Ser, o más bien del Ser supremo a la Nada. Cuándo, cómo y por qué el ser divino, eterno, infinito, lo Perfecto absoluto, probablemente hastiado de sí mismo, se ha decidido al salto mortale desesperado; he ahí lo que ningún idealista, ni teólogo, ni metafísico, ni poeta ha sabido comprender jamás él mismo ni explicar a los profanos.

Todas las religiones pasadas y presentes y todos los sistemas de filosofía transcendentes ruedan sobre ese único o inicuo misterio. Santos hombres, legisladores inspirados, profetas, Mesías, buscaron en él la vida y no hallaron más que la tortura y la muerte. Como la esfinge antigua, los ha devorado, porque no han sabido explicarlo. Grandes filósofos, desde Heráclito y Platón hasta Descartes, Spinoza, Leibnitz, Kant, Fichte, Schelling y Hegel, sin hablar de los filósofos hindúes, han escrito montones de volúmenes y han creado sistemas tan ingeniosos como sublimes, en los cuales dijeron de paso muchas bellas y grandes cosas y descubrieron verdades inmortales, pero han dejado ese misterio, objeto principal de sus investigaciones trascendentes, tan insondable como lo había sido antes de ellos. Pero puesto que los esfuerzos gigantes -como de los más admirables genios que el mundo conoce y que durante treinta siglos al menos han emprendido siempre de nuevo ese trabajo de Sísifo- no han culminado sino en la mayor incomprensión aún de ese misterio, ¿podremos esperar que nos será descubierto hoy por las especulaciones rutinarias de algún discípulo pedante de una metafísica artificiosamente recalentadas y eso en una época en que todos los espíritus vivientes y serios se han desviado de esa ciencia explicable, surgida de una transacción, históricamente explicable sin duda, entre la irracionalidad de la fe y la sana razón científica?

Es evidente que este terrible misterio es inexplicable, es decir, que es absurdo, porque lo absurdo es lo único que no se puede explicar. Es evidente que el que tiene necesidad de él para su dicha, para su vida, debe renunciar a su razón y, volviendo, si puede, a la ingenua, ciega, estúpida, repetir con Tertuliano y con todos los creyentes sinceros estas palabras que resumen la quintaesencia misma de la teología: Credoquia absurdum. Entonces toda discusión cesa, y no queda más que la estupidez triunfante de la fe. Pero entonces se promueve también otra cuestión: ¿Cómo puede nacer en un hombre inteligente e instruido la necesidad de creer en ese misterio?

Que la creencia en Dios creador, ordenador y juez, maldiciente, salvador y bienhechor del mundo se haya conservado en el pueblo, y sobre todo en las poblaciones rurales, mucho más aún que en el proletariado de las ciudades, nada más natural. El pueblo desgraciadamente, es todavía muy ignorante; y es mantenido en su ignorancia por los esfuerzos sistemáticos de todos los gobiernos, que consideran esa ignorancia, no sin razón, como una de las condiciones más esenciales de su propia potencia. Aplastado por su trabajo cotidiano, privado de ocio, de comercio intelectual, de lectura, en fin, de casi todos los medios y de una buena parte de los estimulantes que desarrollan la reflexión en los hombres, el pueblo acepta muy a menudo, sin crítica y en conjunto las tradiciones religiosas que, envolviéndolo desde su nacimiento en todas las circunstancias de su vida, y artificialmente mantenidas en su seno por una multitud de envenenadores oficiales de toda especie, sacerdotes y laicos, se transforman en él en una suerte de hábito mental moral, demasiado a menudo más poderoso que su buen sentido natural.

Hay otra razón que explica y que legitima en cierto modo las creencias absurdas del pueblo. Es la situación miserable a que se encuentra fatalmente condenado por la organización económica de la sociedad en los países más civilizados de Europa. Reducido, tanto intelectual y moralmente como en su condición material al mínimo de una existencia humana, encerrado en su vida como un prisionero en su prisión, sin horizontes, sin salida, sin porvenir mismo, si se cree a los economistas, el pueblo debería tener el alma singularmente estrecha y el instinto achatado de los burgueses para no experimentar la necesidad de salir de ese estado; pero para eso no hay más que tres medios, dos de ellos ilusorios y el tercero real. Los dos primeros son el burdel y la iglesia, el libertinaje del cuerpo y el libertinaje del alma; el tercero es la revolución social. De donde concluyo que esta última únicamente, mucho más al menos que todas las propagandas teóricas de los librepensadores, será capaz de destruir hasta los mismos rastros de las creencias religiosas y de los hábitos de desarreglo en el pueblo, creencias y hábitos que están más íntimamente ligados de lo que se piensa; que, sustituyendo los goces a la vez ilusorios y brutales de ese libertinaje corporal y espiritual, por los goces tan delicados como reales de la humanidad plenamente realizada en cada uno de nosotros y en todos, la revolución social únicamente tendrá el poder de cerrar al mismo tiempo todos los burdeles y todas las iglesias.

Hasta entonces, el pueblo, tomado en masa, creerá, y si no tiene razón para creer, tendrá al menos el derecho.

Hay una categoría de gentes que, si no cree, debe menos aparentar que cree. Son todos los atormentadores, todos los opresores y todos los explotadores de la humanidad. Sacerdotes, monarcas, hombres de Estado, hombres de guerra, financistas públicos y privados, funcionarios de todas las especies, policías, carceleros y verdugos, monopolizadores, capitalistas, empresarios y propietarios, abogados, economistas, políticos de todos los colores, hasta el último comerciante, todos repetirán al unísono estas palabras de Voltaire:

Si Dios no existiese habría que inventario. Porque, comprenderéis, es precisa una religión para el pueblo. Es la válvula de seguridad.

Existe, en fin, una categoría bastante numerosa de almas honestas, pero débiles, que, demasiado inteligentes para tomar en serio los dogmas cristianos, los rechazan en detalle, pero no tienen ni el valor, ni la fuerza, ni la resolución necesarios para rechazarlos totalmente. Dejan a vuestra crítica todos los absurdos particulares de la religión, se burlan de todos los milagros, pero se aferran con desesperación al absurdo principal, fuente de todos los demás, al milagro que explica y legitima todos los otros milagros: a la existencia de Dios. Su Dios no es el ser vigoroso y potente, el Dios brutalmente positivo de la teología. Es un ser nebuloso, diáfano, ilusorio, de tal modo ilusorio que cuando se cree palparle se transforma en Nada; es un milagro, un ignis fatuus que ni calienta ni ilumina. Y, sin embargo, sostienen y creen que si desapareciese, desaparecería todo con él. Son almas inciertas, enfermizas, desorientadas en la civilización actual, que no pertenecen ni al presente ni al porvenir, pálidos fantasmas eternamente suspendidos entre el cielo y la tierra, y que ocupan entre la política burguesa y el socialismo del proletariado absolutamente la misma posición. No se sienten con fuerza ni para pensar hasta el fin, ni para querer, ni para resolver, y pierden su tiempo y su labor esforzándose siempre por conciliar lo inconciliable. En la vida pública se llaman socialistas burgueses.

Ninguna discusión con ellos ni contra ellos es posible. Están demasiado enfermos.

Pero hay un pequeño número de hombres ilustres, de los cuales nadie se atreverá a hablar sin respeto, y de los cuales nadie pensará en poner en duda ni la salud vigorosa, ni la fuerza de espíritu, ni la buena fe. Baste citar los nombres de Mazzini, de Michelet, de Quinet, de John Stuart Mill. Almas generosas y fuertes, grandes corazones, grandes espíritus, grandes escritores y, el primero, resucitador heroico y revolucionario de una gran nación, son todos los apóstoles del idealismo y los adversarios apasionados del materialismo, y por consiguiente también del socialismo, en filosofía como en política.

Es con ellos con quienes hay que discutir esta cuestión.

Comprobemos primero que ninguno de los hombres ilustres que acabo de mencionar, ni ningún otro pensador idealista un poco importante de nuestros días, se ha ocupado propiamente de la parte lógica de esta cuestión. Ninguno ha tratado de resolver filosóficamente la posibilidad del salto mortale divino de las regiones eternas y puras del espíritu al fango del mundo material. ¿Tienen temor a abordar esa insoluble contradicción y desesperan de resolverla después que han fracasado los más grandes genios de la historia, o bien a han considerado como suficientemente resuelta ya? Es su secreto. El hecho es que han dejado a un lado la demostración teórica de la existencia de un Dios, y que no han desarrollado más que las razones y las consecuencias prácticas de ella. Han hablado de ella todos como de un hecho universalmente aceptado y como tal imposible de convertirse en objeto de una duda cualquiera, limitándose, por toda prueba, a constatar la antigüedad y la universalidad misma de la creencia en Dios.

Esta unanimidad imponente, según la opinión de muchos hombres y escritores ilustres, y para no citar sino los más renombrados de ellos, según la opinión elocuentemente expresada de Joseph de Maistre y del gran patriota italiano Giuseppe Mazzini, vale más que todas las demostraciones de la ciencia; y si la idea de un pequeño número de pensadores consecuentes y aun muy poderosos, pero aislados, le es contraria, tanto peor, dicen ellos, para esos pensadores y para su lógica, porque el consentimiento general, la adopción universal y antigua de una idea han sido considerados en todos los tiempos como la prueba más victoriosa de su verdad. El sentimiento de todo el mundo, una convicción que se encuentra y se mantiene siempre y en todas partes, no podría engañarse. Debe tener su raíz en una necesidad absolutamente inherente a la naturaleza misma del hombre. Y puesto que ha sido comprobado que todos los pueblos pasados y presentes han creído y creen en la existencia de Dios, es evidente que los que tienen la desgracia de dudar de ella, cualquiera que sea la lógica que los haya arrastrado a esa duda, son excepciones anormales, monstruos.

Así, pues, la antigüedad y la universalidad de una creencia serían, contra toda la ciencia y contra toda lógica, una prueba suficiente e irreductible de su verdad. ¿Y por qué?

Hasta el siglo de Copérnico y de Galileo, todo el mundo había creído que el Sol daba vueltas alrededor de la Tierra. ¿No se engañó todo el mundo? ¿Hay cosa más antigua y más universal que la esclavitud? La antropofagia quizá. Desde el origen de la sociedad histórica hasta nuestros días hubo siempre y en todas partes explotación del trabajo forzado de las masas, esclavas, siervas o asalariadas, por alguna minoría dominante; la opresión de los pueblos por la iglesia y por el estado. ¿Es preciso concluir que esa explotación y esa opresión sean necesidades absolutamente inherentes a la existencia misma de la sociedad humana?. He ahí ejemplos que muestran que la argumentación de los abogados del buen Dios no prueba nada.

Nada es en efecto tan universal y tan antiguo como lo inicuo y lo absurdo, y, al contrario, son la verdad la justicia las que, en el desenvolvimiento de las sociedades humanas, son menos universales y más jóvenes; lo que explica también el fenómeno histórico constante de las persecuciones inauditas de que han sido y continúan siendo objeto aquellos que las proclaman, primero por parte de los representantes oficiales, patentados e interesados de las creencias “universales” y “antiguas”, y a menudo por parte también de aquellas mismas masas populares que, después de haberlos atormentado, acaban siempre por adoptar y hacer triunfar sus ideas.

Para nosotros, materialistas y socialistas revolucionarios, no hay nada que nos asombre ni nos espante en ese fenómeno histórico. Fuertes en nuestra conciencia, nuestro amor a la verdad, en esa pasión lógica que constituye por sí una gran potencia, y al margen de la cual no hay pensamiento; fuertes en nuestra pasión por la justicia y en nuestra fe inquebrantable en el triunfo de la humanidad sobre todas las bestialidades teóricas prácticas; fuertes, en fin, en la confianza y en el apoyo mutuos que se prestan el pequeño número de los que comparten nuestras convicciones, nos resignamos por nosotros mismos a todas las consecuencias de ese fenómeno histórico, en el que vemos la manifestación de una ley social tan natural, tan necesaria y tan invariable como todas las demás leyes que gobiernan el mundo.

Esta ley es una consecuencia lógica, inevitable, del origen animal de la sociedad humana; ahora bien, frente a todas las pruebas científicas, psicológicas, históricas que se han acumulado en nuestros días, tanto como frente a los hechos de los alemanes, conquistas de Francia, que dan hoy una demostración tan brillante de ello, no es posible, verdaderamente, dudar de la realidad de ese origen. Pero desde el momento que se acepta ese origen animal del hombre, se explica todo. La historia se nos aparece, entonces, como la negación revolucionaria, ya sea lenta, apática, adormecida, ya sea apasionada y poderosa del pasado. Consiste precisamente en la negación progresiva de la animalidad primera del hombre por el desenvolvimiento de su humanidad. El hombre, animal feroz, primo del gorila, ha partido de la noche profunda del instinto animal para llegar a la luz del espíritu, lo que explica de una manera completamente natural todas sus divagaciones pasadas, y nos consuela en parte de sus errores presentes. Ha partido de la esclavitud animal y después de atravesar su esclavitud divina, término transitorio entre su animalidad y su humanidad, marcha hoy a la conquista y a la realización de su libertad humana. De donde resulta que la antigüedad de una creencia, de una idea, lejos de probar algo en su favor, debe, al contrario, hacérnosla sospechosa. Porque detrás de nosotros está nuestra animalidad y ante nosotros la humanidad, y la luz humana, la única que puede calentarnos e iluminamos, la única que puede emanciparnos, nos hace dignos, libres, dichosos, y la realización de la fraternidad entre nosotros no está al principio, sino, relativamente a la época en que vive, al fin de la historia. No miremos, pues, nunca atrás, miremos siempre hacia adelante, porque adelante está nuestro sol y nuestra salvación; y si es permitido, si es útil y necesario volver nuestra vista al estudio de nuestro pasado, no es más que para comprobar lo que hemos sido y lo que no debemos ser más, lo que hemos creído y pensado, y lo que no debemos creer ni pensar más, lo que hemos hecho y lo que no debemos volver a hacer.

Esto por lo que se refiere a la antigüedad. En cuanto a la universalidad de un error, no prueba más que una cosa: la similitud, si no la perfecta identidad de la naturaleza humana en todos los tiempos y bajo todos los climas. Y puesto que se ha comprobado que los pueblos de todas las épocas de su vida han creído, y creen todavía, en Dios, debemos concluir simplemente que la idea divina, salida de nosotros mismos, es un error históricamente necesario en el desenvolvimiento de la humanidad, y preguntarnos por qué y cómo se ha producido en la historia, por qué la inmensa mayoría de la especie humana la acepta aún como una verdad.

En tanto que no podamos darnos cuenta de la manera cómo se produjo la idea de un mundo sobrenatural y divino y cómo ha debido fatalmente producirse en el desenvolvimiento histórico de la conciencia humana, podremos estar científicamente convencidos del absurdo de esa idea, pero no llegaremos a destruirla nunca en la opinión de la mayoría. En efecto: no estaremos en condiciones de atacarla en las profundidades mismas del ser humano, donde ha nacido, y, condenados una lucha estéril, sin salida y sin fin, deberemos contentamos siempre con combatirla sólo en la superficie, en sus innumerables manifestaciones, cuyo absurdo, apenas derribado por los golpes del sentido común, renacerá inmediatamente bajo una forma nueva no menos insensata. En tanto que persista la raíz de todos los absurdos que atormentan al mundo, la creencia en Dios permanecerá intacta, no cesará de echar nuevos retoños. Es así como en nuestros días, en ciertas regiones de la más alta sociedad, el espiritismo tiende a instalarse sobre las ruinas del cristianismo.

No es sólo en interés de las masas, sino también en de la salvación de nuestro propio espíritu debemos forzarnos en comprender la génesis histórica de la idea de Dios, la sucesión de las causas que desarrollaron produjeron esta idea en la conciencia de los hombres. Podremos decirnos y creernos ateos: en tanto que no hayamos comprendido esas causas, nos dejaremos dominar más o menos por los clamores de esa conciencia universal de la que no habremos sorprendido el secreto; y, vista la debilidad natural del individuo, aun del más fuerte ante la influencia omnipotente del medio social que lo rodea, corremos siempre el riesgo de volver a caer tarde o temprano, y de una manera o de otra, en el abismo del absurdo religioso. Los ejemplos e esas conversiones vergonzosas son frecuentes en la sociedad actual.

He señalado ya la razón práctica principal del poder ejercido aún hoy por las creencias religiosas sobre las masas. Estas disposiciones místicas no denotan tanto en sí una aberración del espíritu como un profundo descontento del corazón. Es la protesta instintiva y apasionada del ser humano contra las estrecheces, las chaturas, los dolores y las vergüenzas de una existencia miserable. Contra esa enfermedad, he dicho, no hay más que un remedio: la revolución social.

Entre tanto, otras veces he tratado de exponer las causas que presidieron el nacimiento y el desenvolvimiento histórico de las alucinaciones religiosas en la conciencia del hombre. Aquí no quiero tratar esa cuestión de la existencia de un Dios, o del origen divino del mundo y del hombre, más que desde el punto de vista de su utilidad moral y social, y sobre la razón teórica de esta creencia no diré más que pocas palabras, a fin de explicar mejor mi pensamiento.

Todas las religiones, con sus dioses, sus semidioses y sus profetas, sus Mesías y sus santos, han sido creadas por la fantasía crédula de los hombres, no llegados aún al pleno desenvolvimiento y a la plena posesión de sus facultades intelectuales; en consecuencia de lo cual, el cielo religioso no es otra cosa que un milagro donde el hombre, exaltado por la ignorancia y la fe, vuelve a encontrar su propia imagen, pero agrandada y trastrocada, es decir, divinizada. La historia de las religiones, la del nacimiento, de la grandeza y de la decadencia de los dioses que se sucedieron en la creencia humana, no es nada más que el desenvolvimiento de la inteligencia y de la conciencia colectiva de los hombres. A medida que, en su marcha históricamente regresiva, descubrían, sea en sí mismos, sea en la naturaleza exterior, una fuerza, una cualidad o un defecto cualquiera, lo atribuían a sus dioses, después de haberlos exagerado, ampliado desmesuradamente, como lo hacen de ordinario los niños, por un acto de su fantasía religiosa. Gracias a esa modestia y a esa piadosa generosidad de los hombres creyentes y crédulos, el cielo se ha enriquecido con los despojos de la tierra y, por una consecuencia necesaria, cuanto más rico se volvía el cielo, más miserable se volvía la tierra. Una vez instalada la divinidad, fue proclamada naturalmente la causa, la razón, el árbitro y el dispensador absoluto de todas las cosas: el mundo no fue ya nada, la divinidad lo fue todo; y el hombre, su verdadero creador, después de haberla sacado de la nada sin darse cuenta, se arrodilló ante ella, la adoró y se proclamó su criatura y su esclavo.

El cristianismo es, precisamente, la religión por excelencia, porque expone y manifiesta, en su plenitud, la naturaleza, la propia esencia de todo sistema religioso, que es el empobrecimiento, el sometimiento, el aniquilamiento de la humanidad en beneficio de la divinidad.

Siendo Dios todo, el mundo real y el hombre no son nada. Siendo Dios la verdad, la justicia, el bien, lo bello, la potencia y la vida, el hombre es la mentira, la iniquidad, el mal, la fealdad, la impotencia y la muerte. Siendo Dios el amo, el hombre es el esclavo. Incapaz de hallar por sí mismo la justicia, la verdad y la vida eterna, no puede llegar a ellas más que mediante una revelación divina. Pero quien dice revelación, dice reveladores, Mesías, profetas, sacerdotes y legisladores inspirados por Dios, mismo; y una vez reconocidos aquellos como representantes de la divinidad en la Tierra, como los santos institutores de la humanidad, elegidos por Dios mismo para dirigirla por la vía de la salvación, deben ejercer necesariamente un poder absoluto. Todos los hombres les deben una obediencia ilimitada y pasiva, porque contra la razón divina no hay razón humana y contra la justicia de Dios no hay justicia terrestre que se mantengan. Esclavos de Dios, los hombres deben serlo también de la iglesia y del Estado, en tanto que este último es consagrado por la iglesia. He ahí lo que el cristianismo comprendió mejor que todas las religiones que existen o que han existido, sin exceptuar las antiguas religiones orientales, que, por lo demás, no han abarcado más que pueblos concretos y privilegiados, mientras que el cristianismo tiene la pretensión de abarcar la humanidad entera; y he ahí lo que, de todas las sectas cristianas, sólo el catolicismo romano ha proclamado y realizado con una consecuencia rigurosa. Por eso el cristianismo es la religión absoluta, la religión última, y la iglesia apostólica y romana la única consecuente, legítima y divina.

Que no parezca mal a los metafísicos y a los idealistas religiosos, filósofos, políticos o poetas: la idea de Dios implica la abdicación de la razón humana y de la justicia humana, es la negación más decisiva de la libertad humana y lleva necesariamente a la esclavitud los hombres, tanto en la teoría como en la práctica.

A menos de querer la esclavitud y el envilecimiento de los hombres, como lo quieren los jesuitas, como lo quieren los monjes, los pietistas o los metodistas protestantes, no podemos, no debemos hacer la menor concesión ni al dios de la teología ni al de la metafísica porque en ese alfabeto místico, el que comienza por decir A deberá fatalmente acabar diciendo Z, y el que quiere adorar a Dios debe, sin hacerse ilusiones pueriles, renunciar bravamente a su libertad y a su humanidad.

Si Dios existe, el hombre es esclavo; ahora bien, el hombre puede y debe ser libre: por consiguiente, Dios no existe.

Desafío a quienquiera que sea a salir de ese círculo, y ahora, escojamos.

¿Es necesario recordar cuánto y cómo embrutecen y corrompen las religiones a los pueblos? Matan en ellos la razón, ese instrumento principal de la emancipación humana, y los reducen a la imbecilidad, condición esencial de su esclavitud. Deshonran el trabajo humano y hacen de él un signo y una fuente de servidumbre. Matan la noción y el sentimiento de la justicia humana, haciendo inclinar siempre la balanza del lado de los pícaros triunfantes, objetos privilegiados de la gracia divina. Matan la altivez y la dignidad, no protegiendo más que a los que se arrastran y a los que se humillan. Ahogan en el corazón de los pueblos todo sentimiento de fraternidad humana, llenándolo de crueldad divina.

Todas las religiones son crueles, todas están fundadas en la sangre, porque todas reposan principalmente sobre la idea del sacrificio, es decir, sobre la inmolación perpetua de la humanidad a la insaciable venganza de la divinidad. En ese sangriento misterio, el hombre es siempre la víctima, y el sacerdote, hombre también, pero hombre privilegiado por la gracia, es el divino verdugo. Eso nos explica por qué los sacerdotes de todas las religiones, los mejores, los más humanos, los más suaves, tienen casi siempre en el fondo de su corazón -y si no en el corazón en su imaginación, en espíritu (y ya se sabe la influencia formidable que una otro ejercen sobre el corazón de los hombres)- por qué hay, digo, en los sentimientos de todo sacerdote algo de cruel y de sanguinario.

Todo esto, nuestros ilustres idealistas contemporáneos lo saben mejor que nadie. Son hombres sabios e conocen la historia de memoria; y como son al mismo tiempo hombres vivientes, grandes almas penetradas por un amor sincero y profundo hacia el bien de la humanidad, han maldito y zaherido todos estos efectos, todos estos crímenes de la religión con una elocuencia sin igual. Rechazan con indignación toda solidaridad con el Dios de las religiones positivas y con sus representantes pasados y presentes sobre la Tierra.

El Dios que adoran o que creen adorar se distingue precisamente de los dioses reales de la historia, en que no es un Dios positivo, ni determinado de ningún modo, ya sea teológico, ya sea metafísicamente. No es ni el ser supremo de Robespierre y de Rousseau, ni el Dios panteísta de Spinoza, ni siquiera el Dios a la vez trascendente e inmanente y muy equívoco de Hegel. Se cuidan bien de darle una determinación positiva cualquiera, sintiendo que toda determinación lo sometería a la acción disolvente de la crítica. No dirán de él si es un Dios personal o impersonal, si ha creado o si no ha creado el mundo; no hablarán siquiera de su divina providencia. Todo eso podría comprometerlos. Se contentarán con decir: “Dios” y nada más. Pero, ¿qué es su Dios? No es siquiera una idea, es una aspiración.

Es el nombre genérico de todo lo que les parece de, bueno, bello, noble, humano. Pero, ¿por qué dicen entonces: “hombre”? ¡Ah! es que el rey Guillermo de Prusia y Napoleón III y todos sus semejantes son igualmente hombres; y he ahí lo que más les embaraza. La humildad real nos presenta el conjunto de todo lo que hay de más sublime, de más bello y de todo lo que hay de más vil y de más monstruoso en el mundo. ¿Cómo salir de ese atolladero? Llaman a lo uno divino y a lo otro bestial, representándose la divinidad y la animalidad como los dos polos entre los cuales se coloca la humanidad. No quieren o no pueden emprender que esos tres términos no forman más que uno y que si se los separa se los destruye.

No están fuertes en lógica, y se diría que la desprecian. Es eso lo que los distingue de los metafísicos y deístas, y lo que imprime a sus ideas el carácter de un idealismo práctico, sacando mucho menos sus inspiraciones del desenvolvimiento severo de un pensamiento, que de las experiencias, casi diré de las emociones, tanto históricas y colectivas como individuales de la vida. Eso da a su propaganda una apariencia de riqueza y de potencia vital, pero una apariencia solamente porque la vida misma se hace estéril cuando es paralizada por una contradicción lógica.

La contradicción es ésta: quieren a Dios y quieren a la humanidad. Se obstinan en poner juntos esos dos términos, que, una vez separados, no pueden encontrarse de nuevo más que para destruirse recíprocamente. Dicen de un tirón: “Dios y la libertad del hombre”; “Dios y la dignidad, la justicia, la igualdad, la fraternidad y la prosperidad de los hombres”, sin preocuparse de la lógica fatal conforme a la cual, si Dios existe todo queda condenado a la no-existencia. Porque si Dios existe es necesariamente el amo eterno, supremo, absoluto, y si amo existe el hombre es esclavo; pero si es esclavo, no hay para él ni justicia ni igualdad ni fraternidad ni prosperidad posibles. Podrán, contrariamente al buen sentido y a todas las experiencias de la historia, reventarse a su Dios animado del más tierno amor por la libertad humana: un amo, haga lo que quiera y por liberal que quiera mostrarse, no deja de ser un amo y su existencia implica necesariamente la esclavitud de todo lo que se encuentra por debajo de él.

Por consiguiente, si Dios existiese, no habría para él más que un solo medio de servir a la libertad humana: dejar de existir.

Como celoso amante de la libertad humana y considerándolo como la condición absoluta de todo lo que adoramos y respetamos en la humanidad, doy vuelta a la frase de Voltaire y digo: si Dios existiese realmente, habría que hacerlo desaparecer.

La severa lógica que me dicta estas palabras es demasiado evidente para que tenga necesidad de desarrollar más esta argumentación. Y me parece imposible que los hombres ilustres a quienes mencioné, tan célebres y tan justamente respetados, no hayan sido afectados por ella y no se hayan percatado de la contradicción en que caen al hablar de Dios y de la libertad humana a la vez. Para que lo hayan pasado por alto, a sido preciso que hayan pensado que esa inconsecuencia o que esa negligencia lógica era necesaria prácticamente para el bien mismo de la humanidad.

Quizá también, al hablar de la libertad como de una cosa que es para ellos muy respetable y muy querida, la comprenden de distinto modo a como nosotros la entendemos, nosotros, materialistas y socialistas revolucionarios. En efecto; no hablan de ella sin añadir inmediatamente otra palabra, la de autoridad, una palabra y una cosa que detestamos de todo corazón.

¿Qué es la autoridad? ¿Es el poder inevitable de las leyes naturales que se manifiestan en el encadenamiento y en la sucesión fatal de los fenómenos, tanto del mundo físico como del mundo social? En efecto; contra esas leyes, la rebeldía no sólo está prohibida, sino que es imposible. Podemos desconocerlas o no conocerlas siquiera, pero no podemos desobedecerlas, porque constituyen la base y las condiciones mismas de nuestra existencia; nos envuelven, nos penetran, regulan todos nuestros movimientos, nuestros pensamientos y nuestros actos; de manera que, aun cuando las queramos desobedecer, no hacemos más que manifestar su omnipotencia.

Sí, somos absolutamente esclavos de esas leyes. Pero no hay nada de humillante en esa esclavitud. Porque la esclavitud supone un amo exterior, un legislador que se encuentre al margen de aquel a quien ordena; mientras que estas leyes no están fuera de nosotros, nos son inherentes, constituyen nuestro ser, todo nuestro ser, tanto corporal como intelectual y moral; no vivimos, no respiramos, no obramos, no pensamos, no queremos sino mediante ellas. Fuera de ellas no somos nada, no somos. ¿De dónde procedería, pues, nuestro poder y nuestro querer rebelamos contra ellas?.

Frente a las leyes naturales no hay para el hombre más que una sola libertad posible: la de reconocerlas y de aplicarlas cada vez más, conforme al fin de la emanación o de la humanización, tanto colectiva como individual que persigue. Estas leyes, una vez reconocidas, ejercen una autoridad que no es discutida por la masa de los hombres. Es preciso, por ejemplo, ser loco o teólogo, o por lo menos un metafísico, un jurista, o un economista burgués para rebelarse contra esa ley según a cual dos más dos suman cuatro. Es preciso tener fe para imaginarse que no se quemará uno en el fuego y que no se ahogará en el agua, a menos que se recurra a algún subterfugio fundado aun sobre alguna otra ley natural. Pero esas rebeldías, o más bien esas tentativas esas locas imaginaciones de una rebeldía imposible no forman más que una excepción bastante rara; porque, en general, se puede decir que la masa de los hombres, en su vida cotidiana, se deja gobernar de una manera casi absoluta por el buen sentido, lo que equivale a decir por la suma de las leyes generalmente reconocidas.

La gran desgracia es que una gran cantidad de leyes naturales ya constadas como tales por la ciencia, permanezcan desconocidas para las masas populares, gracias a los cuidados de esos gobiernos tutelares que no existen, como se sabe, más que para el bien de los pueblos... Hay otro inconveniente: la mayor parte de las leyes naturales inherentes al desenvolvimiento de la sociedad humana, y que son también necesarias, invariables, fatales, como las leyes que gobiernan el mundo físico, no han sido debidamente comprobadas y reconocidas por la ciencia misma.

Una vez que hayan sido reconocidas primero por la ciencia y que la ciencia, por medio de un amplio sistema de educación y de instrucción populares, las hayan hecho pasar a la conciencia de todos, la cuestión de la libertad estará perfectamente resuelta. Los autoritarios más recalcitrantes deben reconocer que entonces no habrá necesidad de organización política ni de dirección ni de legislación, tres cosas que, ya sea que emanen de la voluntad del soberano, ya que resulten de los votos de un parlamento elegido por sufragio universal y aun cuando estén conformes con el sistema de las leyes naturales -lo que no tuvo lugar jamás y no tendrá jamás lugar-, son siempre igualmente funestas y contrarias a la libertad de las masas, porque les impone un sistema de leyes exteriores y, por consiguiente, despóticas.

La libertad del hombre consiste únicamente en esto, que obedece a las leyes naturales, porque las ha reconocido él mismo como tales y no porque le hayan sido impuestas exteriormente por una voluntad extraña, divina o humana cualquiera, colectiva o individual.

Suponed una academia de sabios, compuesta por los representantes más ilustres de la ciencia; suponed que esa academia sea encargada de la legislación, de la organización de la sociedad y que, sólo inspirándose en el puro amor a la verdad, no le dicte más que leyes absolutamente conformes a los últimos descubrimientos de la ciencia. Y bien, yo pretendo que esa legislación y esa organización serán una monstruosidad, y esto por dos razones: La primera, porque la ciencia humana es siempre imperfecta necesariamente y, comparando lo que se ha descubierto con lo que queda por descubrir, se puede decir que está todavía en la cuna. De suerte que si quisiera forzar la vida práctica de los hombres, tanto colectiva como individual, a conformarse estrictamente, exclusivamente con los últimos datos de la ciencia, se condenaría a la sociedad y a los individuos a sufrir el martirio sobre el lecho de Procusto, que acabaría pronto por dislocarlos y por sofocarlos, pues la vida es siempre infinitamente más amplia que la ciencia.

La segunda razón es ésta: una sociedad que obedeciere a la legislación de una academia científica, no porque hubiere comprendido su carácter racional por sí misma (en cuyo caso la existencia de la academia sería inútil), sino porque una legislación tal, emanada de esa academia, se impondría en nombre de una ciencia venerada sin comprenderla, sería, no una sociedad de hombres, sino de brutos. Sería una segunda edición de esa pobre república del Paraguay que se dejó gobernar tanto tiempo por la Compañía de Jesús. Una sociedad semejante no dejaría de caer bien pronto en el más bajo grado del idiotismo.

Pero hay una tercera razón que hace imposible tal gobierno: es que una academia científica revestida de esa soberanía digamos que absoluta, aunque estuviere compuesta por los hombres más ilustres, acabaría infaliblemente y pronto por corromperse moral e intelectualmente. Esta es hoy, ya, con los pocos privilegios que se les dejan, la historia de todas las academias. El mayor genio científico, desde el momento en que se convierte en académico, en sabio oficial, patentado, cae inevitablemente y se adormece. Pierde su espontaneidad, su atrevimiento revolucionario, y esa energía incómoda y salvaje que caracteriza la naturaleza de los grandes genios, llamados siempre a destruir los mundos caducos y a echar los fundamentos de mundos nuevos. Gana sin duda en cortesía, sabiduría utilitaria y práctica, lo que pierde en potencia de pensamiento. Se corrompe, en una palabra.

Es propio del privilegio y de toda posición privilegiada el matar el espíritu y el corazón de los hombres. El hombre privilegiado, sea política, sea económicamente, es un hombre intelectual y moralmente depravado. He ahí una ley social que no admite ninguna excepción, y que se aplica tanto a las naciones enteras como a las clases, a las compañías como a los individuos. Es la ley de la igualdad, condición suprema de la libertad y de la humanidad. El objetivo principal de este libro es precisamente desarrollarla y demostrar la verdad en todas las manifestaciones de la vida humana.

Un cuerpo científico al cual se haya confiado el gobierno de la sociedad, acabará pronto por no ocuparse absolutamente nada de la ciencia, sino de un asunto distinto; y ese asunto, como sucede con todos los poderes establecidos, será el de perpetuarse a sí mismo, haciendo que la sociedad confiada a sus cuidados se vuelva cada vez más estúpida, y por consiguiente más necesitada de su gobierno y de su dirección.

Pero lo que es verdad para las academias científicas es verdad igualmente para todas las asambleas constituyentes y legislativas, aunque hayan salido del sufragio universal. Este puede renovar su composición, es verdad, pero eso no impide que se forme en unos pocos años un cuerpo de políticos, privilegiados de hecho, o de derecho, y que, al dedicarse exclusivamente a la dirección de los asuntos públicos de un país, acaban formar una especie de aristocracia o de oligarquía política. Ved si no los Estados Unidos de América y Suiza.

Por tanto, nada de legislación exterior y de legislación interior, pues por otra parte una es inseparable de la otra, y ambas tienden al sometimiento de la sociedad y al embrutecimiento de los legisladores mismos.

¿Se desprende de esto que rechazo toda autoridad? Lejos de mí ese pensamiento. Cuando se trata de zapatos, prefiero la autoridad del zapatero; si se trata de una casa, de un canal o de un ferrocarril, consulto la del arquitecto o del ingeniero. Para esta o la otra, ciencia especial me dirijo a tal o cual sabio. Pero no dejo que se impongan a mí ni el zapatero, ni el arquitecto ni el sabio. Les escucho libremente y con todo el respeto que merecen su inteligencia, su carácter, su saber, pero me reservo mi derecho incontestable de crítica y de control. No me contento con consultar una sola autoridad especialista, consulto varias; comparo sus opiniones, y elijo la que me parece más justa. Pero no reconozco autoridad infalible, ni aun en cuestiones especiales; por consiguiente, no obstante el respeto que pueda tener hacia la honestidad y la sinceridad de tal o cual individuo, no tengo fe absoluta en nadie. Una fe semejante sería fatal a mi razón, la libertad y al éxito mismo de mis empresas; me transformaría inmediatamente en un esclavo estúpido y en un instrumento de la voluntad y de los intereses ajenos.

Si me inclino ante la autoridad de los especialistas si me declaro dispuesto a seguir, en una cierta medida durante todo el tiempo que me parezca necesario sus indicaciones y aun su dirección, es porque esa autoridad no me es impuesta por nadie, ni por los hombres ni por Dios. De otro modo la rechazaría con honor y enviaría al diablo sus consejos, su dirección y su ciencia, seguro de que me harían pagar con la pérdida de mi libertad y de mi dignidad los fragmentos de verdad humana, envueltos en muchas mentiras, que podrían darme.

Me inclino ante la autoridad de los hombres especiales porque me es impuesta por la propia razón. Tengo conciencia de no poder abarcar en todos sus detalles y en sus desenvolvimientos positivos más que una pequeña parte de la ciencia humana. La más grande inteligencia no podría abarcar el todo. De donde resulta para la ciencia tanto como para la industria, la necesidad de la división y de la asociación del trabajo. Yo recibo y doy, tal es la vida humana. Cada uno es autoridad dirigente y cada uno es dirigido a su vez. Por tanto no hay autoridad fija y constante, sino un cambio continuo de autoridad y de subordinación mutuas, pasajeras y sobre todo voluntarias.

Esa misma razón me impide, pues, reconocer una autoridad fija, constante y universal, porque no hay hombre universal, hombre que sea capaz de abarcar con esa riqueza de detalles (sin la cual la aplicación de la ciencia a la vida no es posible), todas las ciencias, todas las ramas de la vida social. Y si una tal universalidad pudiera realizarse en un solo hombre, quisiera prevalerse de ella para imponemos su autoridad, habría que expulsar a ese hombre de la sociedad, porque su autoridad reduciría inevitablemente a todos los demás a la esclavitud y a la imbecilidad. No pienso que la sociedad deba maltratar a los hombres de genio como ha hecho hasta el presente. Pero no pienso tampoco que deba engordarlos demasiado, ni concederles sobre todo privilegios o derechos exclusivos de ninguna especie; y esto por tres razones: primero, porque sucedería a menudo que se tomaría a un charlatán por un hombre de genio; luego, porque, por este sistema de privilegios, podría transformar en un charlatán a un hombre de genio, desmoralizarlo y embrutecerlo, y en fin, porque se daría uno a sí mismo un déspota.

Resumo. Nosotros reconocemos, pues, la autoridad absoluta de la ciencia, porque la ciencia no tiene otro objeto que la reproducción mental, reflexiva y todo lo sistemática que sea posible, de las leyes naturales inherentes a la vida tanto material como intelectual y moral del mundo físico y del mundo social; esos dos mundos no constituyen en realidad más que un solo y mismo mundo natural. Fuera de esa autoridad, la única legítima, porque es racional y está conforme a la naturaleza humana, declaramos que todas las demás son mentirosas, arbitrarias, despóticas y funestas.

Reconocemos la autoridad absoluta de la ciencia, pero rechazamos la infabilidad y la universalidad de los representantes de la ciencia. En nuestra iglesia -séame permitido servirme un momento de esta expresión que por otra parte detesto; la iglesia y el Estado mis dos bestias negras-, en nuestra iglesia, como en la iglesia protestante, nosotros tenemos un jefe, un Cristo invisible, la ciencia; y como los protestantes, consecuentes aún que los protestantes, no quieren sufrir ni papas ni concilios, ni cónclaves de cardenales infalibles, ni obispos, ni siquiera sacerdotes, nuestro Cristo se distingue del Cristo protestante y cristiano en que este último es un ser personal, y el nuestro es impersonal; el Cristo cristiano, realizado ya en un pasado eterno, se presenta como un ser perfecto, mientras que la realización y el perfeccionamiento de nuestro Cristo, de la ciencia, están siempre en el porvenir, lo que equivale a decir que no se realizarán jamás. No reconociendo la autoridad absoluta más que ciencia absoluta, no comprometemos de ningún momento nuestra libertad.

Entiendo por las palabras “ciencia absoluta”, la única verdaderamente universal que reproduciría idealmente el universo, en toda su extensión y en todos sus detalles infinitos, el sistema o la coordinación de todas las leyes naturales que se manifiestan en el desenvolvimiento incesante de los mundos. Es evidente que esta ciencia, objeto sublime de todos los esfuerzos del espíritu humano, no se realizará nunca en su plenitud absoluta. Nuestro Cristo quedará, pues, eternamente inacabado, lo cual debe rebajar mucho el orgullo de sus presentantes patentados entre nosotros. Contra ese Dios hijo, en nombre del cual pretenderían imponernos autoridad insolente y pedantesca, apelaremos al Dios padre, que es el mundo real, la vida real de lo cual El no es más que una expresión demasiado imperfecta y de quien nosotros somos los representantes inmediatos, los seres reales, que viven, trabajan, combaten, aman, aspiran, gozan y sufren.

Pero aun rechazando la autoridad absoluta, universal e infalible de los hombres de ciencia, nos inclinamos voluntariamente ante la autoridad respetable, pero relativa, muy pasajera, muy restringida, de los representantes de las ciencias especiales, no exigiendo nada mejor que consultarles en cada caso y muy agradecidos por las indicaciones preciosas que quieran darnos, a condición de que ellos quieran recibirlas de nosotros sobre cosas y en ocasiones en que somos más sabios que ellos; y en general, no pedimos nada mejor que ver a los hombres dotados de un gran saber, de una gran experiencia, de un gran espíritu y de un gran corazón sobre todo, ejercer sobre nosotros una influencia natural y legítima, libremente aceptada, y nunca impuesta en nombre de alguna autoridad oficial cualquiera que sea, terrestre o celeste. Aceptamos todas las autoridades naturales y todas las influencias de hecho, ninguna de derecho; porque toda autoridad o toda influencia de derecho, y como tal oficialmente impuesta, al convertirse pronto en una opresión y en una mentira, nos impondría infaliblemente, como creo haberío demostrado suficientemente, la esclavitud y el absurdo.

En una palabra, rechazamos toda legislación, toda autoridad y toda influencia privilegiadas, patentadas, oficiales y legales, aunque salgan del sufragio universal, convencidos de que no podrán actuar sino en provecho de una minoría dominadora y explotadora, contra los intereses de la inmensa mayoría sometida.

He aquí en qué sentido somos realmente anarquistas.

Los idealistas modernos entienden la autoridad de una manera completamente diferente. Aunque libre de las supersticiones tradicionales de todas las religiones as existentes, asocian, sin embargo, a esa idea de autoridad un sentido divino, absoluto. Esta autoridad no es la de una verdad milagrosamente revelada, ni la de una verdad rigurosa y científicamente demostrada. La fundan sobre un poco de argumentación casi filosófica, y sobre mucha fe vagamente religiosa, sobre mucho sentimiento ideal, abstractamente poético. Su religión es como un último ensayo de divinización de lo que constituye la humanidad en los hombres. Eso es todo lo contrario de la obra que nosotros realizamos. En vista de la libertad humana, de la dignidad humana y de la prosperidad humana, creemos deber quitar al cielo los bienes que ha robado a la tierra, para devolverlos a la tierra; mientras que esforzándose por cometer un nuevo latrocinio religiosamente heroico, ellos querrían al contrario, restituir de nuevo al cielo, a ese divino ladrón hoy desenmascarado -pasado a su vez a saco por la impiedad audaz y por el análisis científico de los librepensadores-, todo lo que la humanidad contiene de más grande, de más bello, de más noble.

Les parece, sin duda, que, para gozar de una mayor autoridad entre los hombres, las ideas y las cosas humanas deben ser investidas de alguna sanción divina. ¿Cómo se anuncia esa sanción? No por un milagro o en las religiones positivas, sino por la grandeza o por la santidad misma de las ideas y de las cosas: lo que es grande, lo que es bello, lo que es noble, lo que es justo, es reputado divino. En este nuevo culto religioso, todo hombre que se inspira en estas ideas, en estas cosas, se transforma en un sacerdote, inmediatamente consagrado por Dios mismo. ¿Y la prueba? Es la grandeza misma de las ideas que expresa, y de las cosas que realiza: no tiene necesidad de otra. Son tan santas que no pueden haber sido inspiradas más que por Dios.

He ahí, en pocas palabras, toda su filosofía: filosofía de sentimientos, no de pensamientos reales, una especie e pietismo metafísico. Esto parece inocente, pero no lo es, y la doctrina muy precisa, muy estrecha y muy seca que se oculta bajo la ola intangible de esas formas poéticas, conduce a los mismos resultados desastrosos que todas las religiones positivas; es decir, a la negación más completa de la libertad y de la dignidad humanas.

Proclamar como divino todo lo que haya de grande, justo, noble, bello en la humanidad, es reconocer, implícitamente, que la humanidad habría sido incapaz por sí misma de producirlo; lo que equivale a decir que abandonada a sí misma su propia naturaleza es miserable, inicua, vil y fea. Henos aquí vueltos a la esencia de toda religión, es decir, a la denigración de la humanidad para mayor gloria de la divinidad. Y desde el momento que son admitidas la inferioridad natural del hombre y su incapacidad profunda para elevarse por sí, fuera de toda inspiración divina, hasta las ideas justas y verdaderas, se hace necesario admitir también todas las consecuencias ideológicas, políticas y sociales de las religiones positivas. Desde el momento que Dios, el ser perfecto y supremo se pone frente a la humanidad, los intermediarios divinos, los elegidos, los inspirados de Dios salen de la tierra para ilustrar, dirigir y para gobernar en su nombre a la especie humana especie humana.

¿No se podría suponer que todos los hombres son igualmente inspirados por Dios? Entonces no habría necesidad de intermediarios, sin duda. Pero esta suposición es imposible, porque está demasiado contradicha por los hechos. Sería preciso entonces atribuir a la inspiración divina todos los absurdos y los errores que se manifiestan, y todos los horrores, las torpezas, las cobardías y las tonterías que se cometen en el mundo humano. Por consiguiente, no hay en este mundo más que pocos hombres divinamente inspirados. Son los grandes hombres de la historia, los genios virtuosos como dice el ilustre ciudadano y profeta italiano Giuseppe Mazzini. Inmediatamente inspirados por Dios mismo y apoyándose en el consentimiento universal, expresado por el sufragio popular -Dio e Popo-, están llamados a gobernar la sociedad humana.

Henos aquí de nuevo en la iglesia y en el Estado. Es verdad que en esa organización nueva, establecida, como todas las organizaciones políticas antiguas, por la gracia de Dios, pero apoyada esta vez, al menos en la forma, a guisa de concesión necesaria al espíritu moderno, y como en los preámbulos de los decretos imperiales de Napoleón III, sobre la voluntad (ficticia) del pueblo; la iglesia no se llamará ya iglesia, se llamará escuela. Pero sobre los bancos de esa escuela no se sentarán solamente los niños: estará el menor eterno, el escolar reconocido incapaz para siempre de sufrir sus exámenes, de elevarse a la ciencia de sus maestros y de pasarse sin su disciplina: el pueblo. El Estado no se llamará ya monarquía, se llamará república, pero no dejará de ser Estado, es decir, una tutela oficial y relarmente establecida por una minoría de hombres competentes, de hombres de genio o de talento, virtuosos, para vigilar y para dirigir la conducta de ese gran incorregible y niño terrible: el Pueblo. Los profesores de la escuela y los funcionarios del Estado se harán republicanos; pero no serán por eso menos tutores, pastores, y el pueblo permanecerá siendo lo que ha sido eternamente hasta aquí: un rebaño. Cuidado entonces con los esquiladores; porque allí donde hay un rebaño, habrá necesariamente también esquiladores y aprovechadores del rebaño.

El pueblo, en ese sistema, será el escolar y el pupilo eterno. A pesar de su soberanía completamente ficticia, continuará sirviendo de instrumento a pensamientos, a voluntades y por consiguiente también a intereses que no serán los suyos. Entre esta situación y la que llamamos de libertad, de verdadera libertad, hay un abismo. Habrá, bajo formas nuevas, la antigua opresión y la antigua esclavitud, y allí donde existe la esclavitud, están la miseria, el embrutecimiento, la verdadera materialización de la sociedad, tanto de las clases privilegiadas, como de las masas.

Al divinizar las cosas humanas, los idealistas llegan siempre al triunfo de un materialismo brutal. Y esto por una razón muy sencilla: lo divino se evapora y sube hacia su patria, el cielo, y en la tierra queda solamente lo brutal.

Si, el idealismo en teoría tiene por consecuencia necesaria el materialismo más brutal en la práctica; o, sin duda, para aquellos que lo predican de buena fe -el resultado ordinario para ellos es ver atacado, de esterilidad todos sus esfuerzos-, sino para los que se esfuerzan por realizar sus preceptos en la vida, para la sociedad entera, en tanto ésta se deja dominar por las doctrinas idealistas.

Para demostrar este hecho general y que puede parecer extraño al principio, pero que se explica generalmente cuando se reflexiona más, las pruebas históricas no faltan.

Comparad las dos últimas civilizaciones del mundo antiguo, la civilización griega y la civilización romana. ¿Cuál es la civilización más materialista, la más natural por su punto de partida y la más humana e ideal en sus resultados? La civilización griega.

¿Cuál es al contrario la más abstractamente ideal en su punto de partida que sacrifica la libertad material del hombre a la libertad ideal del ciudadano, representada por la abstracción del derecho jurídico, y el desenvolvimiento natural de la sociedad a la abstracción del Estado, y cuál es la más brutal en sus consecuencias. La civilización romana, sin duda. La civilización griega, como todas las civilizaciones antiguas, comprendida la de Roma, ha sido exclusivamente nacional y ha tenido por base la esclavitud. Pero a pesar de estas dos grandes faltas históricas, no ha concebido menos y realizado la idea de la humanidad, y ennoblecido y realmente idealizado la vida de los hombres; ha transformado los rebaños humanos en asociaciones libres de hombres libres; ha creado las ciencias, las artes, una poesía, una filosofía inmortales y las primeras nociones el respeto humano por la libertad. Con la libertad política y social ha creado el libre pensamiento. Y al final de la Edad Media, en la época del Renacimiento, ha bastado que algunos griegos emigrados aportasen algunos de sus libros inmortales a Italia para que resucitaran la vida, la libertad, el pensamiento, la humanidad, enterrados en el sombrío calabozo del catolicismo. La emancipación humana, he ahí el nombre de la civilización griega. ¿Y el nombre de la civilización romana? Es la conquista con todas sus brutales consecuencias. ¿Y su última palabra? La omnipotencia de los Césares. Es el envilecimiento y la esclavitud de las naciones y de los hombres.

Y hoy aún, ¿qué es lo que mata, qué es lo que aplasta brutalmente, materialmente, en todos los países de Europa, la libertad y la humanidad? Es el triunfo del principio cesarista o romano.

Comparad ahora dos civilizaciones modernas: la civilización italiana y la civilización alemana. La primera representa, sin duda, en su carácter general, el materialismo; la segunda representa, al contrario, todo lo que hay de más abstracto, de más puro y de más trascendente en idealismo. Veamos cuáles son los frutos prácticos de una y de otra.

Italia ha prestado ya inmensos servicios a la causa de la emancipación humana. Fue la primera que resucitó y que aplicó ampliamente el principio de la libertad en Europa y que dio a la humanidad sus títulos de nobleza: la industria, el comercio, la poesía, las artes, las ciencias positivas, el libre pensamiento. Aplastada después por tres siglos de despotismo imperial y papas, y arrastrada al lodo por su burguesía dominante, aparece hoy, es verdad, muy decaída en comparación con lo que ha sido. Y sin embargo, ¡qué diferencia si se la compara con Alemania! En Italia, a pesar de esa decadencia, que esperamos pasajera, se puede vivir y respirar humanamente, libremente, rodeado de un pueblo que parece haber nacido para la libertad. Italia -aun su burguesía- puede mostrados con orgullo hombres como Mazzini y Garibaldi. En Alemania se respira la atmósfera de una inmensa esclavitud política y social, filosóficamente explicada y aceptada por un gran pueblo con una resignación y una buena voluntad reflexivas. Sus héroes -hablo siempre de la Alemania presente, no de la Alemania del porvenir; de la Alemania nobiliaria, burocrática, política y burguesa, no de la Alemania proletaria- son todo lo contrario de Mazzini y de Garibaldi: son hoy Guillermo I, el feroz e ingenuo representante del dios protestante, son los señores Bismarck y Moltke, los generales Manteufel Werder. En todas sus relaciones internacionales, Alemania desde que existe, ha sido lenta, sistemáticamente invasora, conquistadora, ha estado siempre dispuesta a extender sobre los pueblos vecinos su propio sometimiento voluntario; y después que se ha constituido en potencia unitaria, se convirtió en una amenaza, en un peligro para la libertad de toda Europa. El nombre de Alemania, hoy, es la servilidad brutal y triunfante.

Para mostrar cómo el idealismo teórico se transforma incesante y fatalmente en materialismo práctico, no hay más que citar el ejemplo de todas las iglesias cristianas, y naturalmente, y ante todo, el de la iglesia apostólica y romana. ¿Qué hay de más sublime, en el sentido ideal, de más desinteresado, de más apartado de todos los intereses de esta tierra que la doctrina de Cristo predicada por esa iglesia, y qué hay de más brutalmente materialista que la práctica constante de esa misma iglesia desde el siglo octavo, cuando comenzó a constituirse como potencia? ¿Cuál ha sido y cuál es aún el objeto principal de todos sus litigios contra los soberanos de Europa? Los bienes temporales, las rentas de la iglesia, primero, y luego la potencia temporal, los privilegios políticos de la iglesia. Es preciso hacer justicia a esa iglesia, que ha sido la primera en descubrir en la historia moderna la verdad incontestable, pero muy poco cristiana, de que la riqueza y el poder económico y la opresión política de las masas son los dos términos inseparables del reino de la idealidad divina sobre la tierra: la riqueza que consolida y aumenta el poder que descubre y crea siempre nuevas fuentes de riquezas, y ambos que aseguran mejor que el martirio y la fe de los apóstoles, y mejor que la gracia divina, el éxito de la propaganda cristiana. Es una verdad histórica que las iglesias protestantes no desconocen tampoco. Hablo naturalmente de las iglesias independientes de Inglaterra, de Estados Unidos y de Suiza, no de las iglesias sometidas de Alemania. Estas no tienen iniciativa propia; hacen lo que sus amos, sus soberanos temporales, que son al mismo tiempo sus jefes espirituales, les ordenan hacer. Se sabe que la propaganda protestante, la de Inglaterra y la de Estados Unidos sobre todo, se relaciona de una manera estrecha con la propaganda de los intereses materiales, comerciales, de esas dos grandes naciones; y se sabe también que esta última propaganda no tiene por objeto de ningún modo el enriquecimiento y la prosperidad material de los países en los que penetra, en compañía de la palabra de Dios, sino más bien la explotación de esos países, en vista del enriquecimiento y de la prosperidad material creciente de ciertas clases, muy explotadoras y muy piadosas a la vez, en su propio país.

En una palabra, no es difícil probar, con la historia en la mano, que la iglesia, que todas las iglesias, cristianas y no cristianas, junto a su propaganda espiritualista, y probablemente para acelerar y consolidar su éxito, no han descuidado jamás la organización de grandes compañías para la explotación económica de las masas, del trabajo de las masas bajo la protección con la bendición directas y especiales de una divinidad cualquiera; que todos los Estados que, en su origen, como se sabe, no han sido, con todas sus instituciones políticas y jurídicas y sus clases dominantes y privilegiadas, nada más que sucursales temporales de esas iglesias, no han tenido igualmente por objeto principal mas que esa misma explotación en beneficio de las minorías laicas, indirectamente legitimadas por la iglesia; y que en general la acción del buen Dios y de todos los idealistas divinos sobre la tierra ha culminado por siempre y en todas partes, en la fundación del materialismo próspero del pequeño número sobre el idealismo fanático y constantemente excitado de las masas.

Lo que vemos hoy es una prueba nueva. Con excepción de esos grandes corazones y de esos grandes espíritus extraviados que he nombrado, ¿quiénes son hoy los defensores más encarnizados del idealismo? Primeramente todas las cortes soberanas. En Francia fueron Napoleón III y su esposa Eugenia; son todos sus ministros de otro tiempo, cortesanos y ex-mariscales, desde Rouher y Bazaine hasta Fleury y Pietri; son los hombres y las mujeres de ese mundo imperial, que han idealizado también y salvado a Francia. Son esos periodistas y esos sabios: los Cassagnac, los Girardin, los Duvemois, los Veuillot, los Leverrier, los Dumas. Es en fin la negra falange de los y de las jesuitas de toda túnica; es toda la nobleza y toda la alta y media burguesía de Francia. Son los doctrinarios liberales y los liberales sin doctrina: los Guizot, los Thiers, los Jules Favre, los Jules Simon, todos defensores encarnizados de la explotación burguesa. En Prusia, en Alemania, es Guillermo I, el verdadero demostrador actual del buen Dios sobre la tierra; son todos los generales, todos sus oficiales pomeranos y de los otros, todo su ejército que, fuerte en su fe religiosa, acaba de conquistar Francia de la manera ideal que se sabe. En Rusia es el zar y toda su corte; son los Muravief y los Berg, todos los degolladores y los piadosos convertidores de Polonia. En todas partes, en una palabra, el idealismo, religioso o filosófico -el uno no es sino la traducción más o menos libre del otro-, sirve de bandera a la fuerza sanguinaria y brutal, a la explotación material desvergonzada; mientras que, al contrario, la bandera del materialismo teórico, la bandera roja de la igualdad económica y de la justicia social, ha sido levantada por el idealismo práctico de las masas oprimidas y hambrientas, que tienden a realizar la más grande libertad y el derecho humano de cada uno en la fraternidad de todos los hombres sobre la tierra.

¿Quiénes son los verdaderos idealistas -no los idealistas de la abstracción, sino de la vida; no del cielo, sino de la tierra- y quiénes son los materialistas?

Es evidente que el idealismo teórico o divino tiene condición esencial el sacrificio de la lógica, de la razón humana, la renunciación a la ciencia. Se ve, por otra parte, que al defender las doctrinas idealistas se halla uno forzosamente arrastrado al partido de los opresores y de los explotadores de las masas populares. He ahí dos grandes razones que parecían deber bastar para alejar del idealismo todo gran espíritu, todo gran corazón. ¿Cómo es que nuestros ilustres idealistas contemporáneos, a quienes, ciertamente, no es el espíritu, ni el corazón, ni la buena voluntad lo les falta, y que han consagrado su existencia entera al servicio de la humanidad, cómo es que se obstinan en permanecer en las filas de los representantes de una doctrina en lo sucesivo condenada y deshonrada?

Es preciso que sean impulsados a ello por una razón muy poderosa. No pueden ser ni la lógica ni la ciencia, porque la ciencia y la lógica han pronunciado su veredicto contra la doctrina idealista. No pueden ser tampoco los intereses personales, porque esos hombres infinitamente por encima de todo lo que tiene nombre de interés personal. Es preciso que sea una poderosa razón moral. ¿Cuál? No puede haber más una: esos hombres ilustres piensan, sin duda, que las teorías o las creencias idealistas son esencialmente necesarias para la dignidad y la grandeza moral del hombre, y que las teorías materialistas, al contrario, lo rebajan al nivel de los animales.

¿Y si la verdad fuera todo lo contrario?

Todo desenvolvimiento, he dicho, implica la negación del punto de partida. El punto de partida, según la escuela materialista, es material, y la negación debe ser necesariamente ideal. Partiendo de la totalidad del mundo real, o de lo que se llama abstractamente la materia, se llega lógicamente a la idealización real, es decir, a la humanización, a la emancipación plena y entera de la sociedad. Al contrario, y por la misma razón, siendo ideal el punto de partida de la escuela idealista, esa escuela llega forzosamente a la materialización de sociedad, a la organización de un despotismo brutal y de una explotación inicua e innoble, bajo la forma de la iglesia y del Estado. El desenvolvimiento histórico del hombre, según la escuela materialista, es una ascensión progresiva; en el sistema idealista, no puede haber más que una caída continua.

En cualquier cuestión humana que se quiera considerar, se encuentra siempre esa misma contradicción esencial entre las dos escuelas. Por tanto, como hice observar ya, el materialismo parte de la animalidad para constituir la humanidad; el idealismo parte de la divinidad para constituir la esclavitud y condenar a las masas a una animalidad sin salida. El materialismo niega el libre albedrío y llega a la constitución de la libertad; el idealismo, en nombre de la dignidad humana, proclama el libre albedrío y sobre las ruinas de toda libertad funda la autoridad. El materialismo rechaza el principio de autoridad porque lo considera, con mucha razón, como el corolario de la animalidad y, al contrario, el triunfo de la humanidad, que según él es el fin y el sentido principal de la historia, no es realizable más que por la libertad. En una palabra, en toda cuestión hallaréis a los idealistas en flagrante delito siempre de materialismo práctico, mientras que, al contrario, veréis a los materialistas perseguir y realizar las aspiraciones, los pensamientos más ampliamente ideales.

La historia, en el sistema de los idealistas, he dicho ya, no puede ser más que una caída continua. Comienzan con una caída terrible, de la cual no se vuelven a levantar jamás: por el salto mortale divino de las regiones sublimes de la idea pura, absoluta, a la materia. Observad aun en qué materia: no en una materia eternamente activa y móvil, llena de propiedades y fuerzas, de vida y de inteligencia, tal como se presenta a nosotros en el mundo real; sino en la materia abstracta, empobrecida, reducida a la miseria absoluta por el saqueo en regla de esos prusianos del pensamiento, es decir, de esos teólogos y metafísicos que la desproveyeron de todo para dárselo a su emperador, a su Dios; en esa materia que, privada de toda propiedad, de toda acción y de todo movimiento propios, no representa ya, en oposición a la idea divina, más que la estupidez, la impenetrabilidad, la inercia y la inmovilidad absolutas.

La caída es tan terrible que la divinidad, la persona o la idea divina, se aplasta, pierde la conciencia de sí misma y no se vuelve a encontrar jamás. ¡Y en esa situación desesperada, es forzada aún a hacer milagros! Porque desde el momento en que la materia es inerte, todo movimiento que se produce en el mundo, aun en el material, es un milagro, no puede ser sino el efecto de una intervención divina, de la acción de Dios sobre la materia. Y he ahí que esa pobre divinidad, desgraciada y casi anulada por su caída, permanece algunos millares de siglos en ese estado de desvanecimiento, después se despierta lentamente, esforzándose siempre en vano por recuperar algún vago recuerdo de sí misma; y cada movimiento que hace con ese fin en la materia se transforma en una creación, en una formación nueva, en un milagro nuevo. De este modo pasa por todos los grados de la materialidad y de la bestialidad; primero gas, cuerpo químico simple o compuesto, mineral, se difunde luego por la tierra como organismo vegetal y animal, después se concentra en el hombre. Aquí parece volver a encontrarse a sí misma, porque en cada ser humano arde una chispa angélica, una partícula de su propio ser divino, el alma inmortal.

¿Cómo ha podido llegar a alojarse una cosa absolutamente inmaterial en una cosa absolutamente material?, ¿Cómo ha podido el cuerpo contener, encerrar, paralizar, limitar el espíritu puro? He ahí una de esas cuestiones que sólo la fe, esa afirmación apasionada estúpida de lo absurdo, puede resolver. Es el más grande de los milagros. Aquí, no tenemos sino que constatar los efectos, las consecuencias prácticas de ese milagro.

Después de millares de siglos de vanos esfuerzos para volver a sí misma, la divinidad, perdida y esparcida en la materia que anima y que pone en movimiento, encuentra un punto de apoyo, una especie de hogar para su propio recogimiento. Es el hombre, es su alma mortal aprisionada singularmente en un cuerpo mortal. Pero cada hombre considerado individualmente es infinitamente restringido, demasiado pequeño para encerrar la inmensidad; no puede contener más que una pequeña partícula, inmortal como el todo, pero infinitamente más pequeña que el todo. Resulta de ahí que el ser divino, el ser absolutamente inmaterial, el espíritu, es divisible como la materia. He ahí un misterio del que es preciso dejar la solución a la fe.

Si Dios entero puede alojarse en cada hombre, entonces cada hombre sería Dios. Tendríamos una inmensa cantidad de dioses, limitado cada cual por todos los otros y, sin embargo, siendo infinito cada uno; contradicción que implicaría necesariamente la destrucción mutua de los hombres, la imposibilidad de que hubiese más que uno. En cuanto a las partículas, esto es otra cosa: nada más racional, en efecto, que a partícula sea limitada por otra, y que sea más pequeña que el todo. Sólo que aquí se presenta otra contradicción. Ser limitado, ser más grande o más pequeño, son atributos de la materia, no del espíritu. Del espíritu tal como lo entienden los materialistas, sí, sin duda, porque, según los materialistas, el espíritu real no es más que el funcionamiento del organismo por completo material del hombre; y entonces la grandeza o la pequeñez del espíritu dependen en absoluto de la mayor o menor perfección material del organismo humano. Pero estos mismos atributos de limitación y de grandeza relativa no pueden ser atribuidos al espíritu tal como lo entienden los idealistas, al espíritu absolutamente inmaterial, al espíritu que existe fuera de toda materia. En él no puede haber ni más grande ni más pequeño, ni ningún límite entre los espíritus, porque no hay más que un espíritu: Dios. Si se añade que las partículas infinitamente pequeñas y limitadas que constituyen las almas humanas son al mismo tiempo inmortales, se colmará la contradicción. Pero ésta es una cuestión de fe. Pasemos a otra cosa.

He ahí, pues, a la divinidad desgarrada, y arrojada por partes infinitamente pequeñas en una inmensa cantidad de seres de todo sexo, de toda edad, de todas las razas y de todos los colores. Esa es una situación excesivamente incómoda y desgraciada para ella porque las partículas divinas se conocen unas a otras poco, al principio de su existencia humana, que comienzan por devorarse mutuamente. Por tanto, en medio de este estado de barbarie y de brutalidad por completo animal, las partículas divinas, las almas humanas, conservan como un vago recuerdo de su divinidad primitiva, son invenciblemente arrastradas hacia su Todo; se buscan, lo buscan. Esa es la divinidad misma, difundida y perdida en el mundo material, que se busca en los hombres está de tal modo destruida por esa multitud de prisiones humanas en que se encuentra repartida, que al buscarse comete un montón de tonterías.

Comenzando por el fetichismo, se busca y se adora a sí misma, tan pronto en una piedra, como en un trozo de madera, o en un trapo. Es muy probable también que no hubiese salido nunca del trapo si la otra divinidad que no se ha dejado caer en la materia, y que se ha conservado en el estado de espíritu puro en las alturas sublimes del ideal absoluto, o en las regiones celestes, no hubiese tenido piedad de ella.

He aquí un nuevo misterio. Es el de la divinidad que se escinde en dos mitades, pero igualmente totales e infinitas ambas, y de las cuales una -Dios padre- se conserva en las puras regiones inmateriales; mientras que la otra -Dios hijo- se ha dejado caer en la materia. Vamos a ver al momento establecerse relaciones continuas de arriba a abajo y de abajo a arriba entre estas dos divinidades, separada una de otra; y estas relaciones, consideradas como un solo acto eterno y constante, constituirán el Espíritu Santo.

Tal es, en su verdadero sentido teológico y metafísico, el grande, el terrible misterio de la trinidad cristiana. Pero dejemos lo antes posible estas alturas y veamos lo que pasa en la tierra.

Dios padre, viendo, desde lo alto de su esplendor eterno, que ese pobre Dios hijo, achatado y pasmado por su caída, se sumergió y perdió de tal modo en la que, aun llegado al estado humano, no consigue encontrarse, se decide, por fin, a ayudarlo. Entre esa inmensa cantidad de partículas a la vez inmortales, divinas e infinitamente pequeñas en que el Dios hijo se diseminó hasta el punto de no poder volver a reconocerse, el Dios padre eligió las que le agradaron más y las hizo sus inspirados, sus profetas, sus “hombres de genio virtuosos”, los grandes bienhechores y legisladores de la humanidad: Zoroastro, Buda, Moisés, Confucio, Licurgo, Solón, Sócrates, el divino Platón, y Jesucristo, sobre todo, la completa realización de Dios hijo, en fin, recogida y concentrada en una sola persona humana; todos los apóstoles, San Pedro, San Pablo y San Juan, sobre todo; Constantino el Grande, Mahoma; después Carlomagno, Gregorio Vll, Dante; según unos Lutero también, Voltaire y Rousseau, Robespierre y Dantón, y muchos otros grandes y santos personajes históricos de los que es imposible recapitular todos los nombres, pero entre los cuales, como ruso, ruego que no se olvide a San Nicolás.

Henos aquí, pues, llegados a la manifestación de Dios sobre la tierra. Pero tan pronto como Dios aparece, el hombre se anula. Se dirá que no se anula del todo, puesto que él mismo es una partícula de Dios. ¡Perdón! Admito que una partícula, una parte de un todo determinado, limitado, por pequeña que sea la parte, sea una cantidad, un tamaño positivo. Pero una parte, una partícula de lo infinitamente grande, comparada con él, es, necesariamente, infinitamente pequeña. Multiplicad los millones y millones por millones y millones; su producto, en comparación con lo infinitamente grande, será infinitamente pequeño, lo infinitamente pequeño es igual a cero. Dios es todo, por consiguiente el hombre y todo el mundo real con él, el universo, no son nada. No saldréis de ahí.

Dios aparece, el hombre se anula; y cuanto más grande se hace la divinidad, más miserable se vuelve la humanidad. He ahí toda la historia de todas las religiones; he ahí el efecto de todas las inspiraciones y de todas las legislaciones divinas. En historia el nombre de Dios es la terrible maza histórica con la cual los hombres divinamente inspirados, los grandes “genios virtuosos” han abatido la libertad, la dignidad, la razón y la prosperidad de los hombres.

Hemos tenido primeramente la caída de Dios. Tenemos ahora una caída que nos interesa mucho más: la del hombre, causada por la sola aparición o manifestación de Dios en la tierra.

Ved, pues, en qué error profundo se encuentran nuestros queridos e ilustres idealistas. Hablándonos de Dios, creen, quieren elevarnos, emanciparnos, ennoblecernos y, al contrario, nos aplastan y nos envilecen. Con el nombre de Dios se imaginan poder establecer la fraternidad entre los hombres, y, al contrario, crean el orgullo, el desprecio; siembran la discordia, el odio, la guerra, fundan la esclavitud. Porque con Dios vienen necesariamente los diferentes grados de inspiración divina; la humanidad se divide en muy inspirados, menos inspirados y en no inspirados de ningún modo. Todos son igualmente nulos ante Dios, es verdad; pero comparados entre sí, los unos son más grandes que los otros; y no solamente de hecho -lo que no sería nada, porque una desigualdad de hecho se pierde por sí misma en la colectividad, cuando no encuentra nada, ninguna ficción o institución legal a cual pueda engancharse-; no, los unos son más grandes que los otros por el derecho divino de la inspiración: lo que constituye de inmediato una desigualdad fija, constante, petrificada. Los más inspirados deben ser escuchados y obedecidos por los menos inspirados. He ahí al fin el -principio de autoridad bien establecido, y con él las dos instituciones fundamentales de la esclavitud: la Iglesia y el Estado.

De todos los despotismos el de los doctrinarios o de los inspirados religiosos es el peor. Son tan celosos de la gloria de su Dios y del triunfo de su idea, que no les queda corazón ni para la libertad, ni para la dignidad, ni aun para los sufrimientos de los hombres vivientes, de los hombres reales. El celo divino, la preocupación por la idea acaban por desecar en las almas más tiernas, en los corazones más solidarios, las fuentes del amor humano. Considerando todo lo que es, todo lo que se hace en el mundo, desde el punto vista de la eternidad o de la idea abstracta, tratan con desdén las cosas pasajeras; pero toda la vida de los hombres reales, de los hombres de carne y hueso, no está compuesta más que de cosas pasajeras; ellos mismos no son más que seres que pasan y que, una vez pasados, son reemplazados por otros igualmente pasajeros, pero que no vuelven jamás en persona. Lo que hay de permanente o de relativamente eterno en los hombres reales, es el hecho de la humanidad que, al desenvolverse constantemente, pasa, cada vez más rica, de una generación a otra. Digo relativamente eterno, porque una vez destruido nuestro planeta -y puede por menos de perecer tarde o temprano, pues do lo que ha comenzado debe necesariamente terminar-, una vez descompuesto nuestro planeta, para servir sin duda de elemento a alguna formación nueva en el sistema del universo, el único realmente eterno, ¿quién sabe lo que pasará con todo nuestro desenvolvimiento humano? Por consiguiente, como el momento de esa disolución está inmensamente lejos de nosotros, podemos considerar a la humanidad como eterna, dada en relación a la vida humana, tan corta. Pero este mismo hecho de la humanidad progresiva no es real y viviente más que en tanto que se manifiesta y se realiza en tiempos determinados, en lugares determinados, en hombres realmente vivos, y no en su ideal general.

La idea general es siempre una abstracción y por eso mismo, en cierto modo, una negación de la vida real. En mi Apéndice Consideraciones filosóficas he comprobado esta propiedad del pensamiento humano, y por consiguiente, también de la ciencia, de no poder aprehender y nombrar en los hechos reales más que su sentido general, sus relaciones generales, sus leyes generales; en una palabra, lo que es permanente en sus transformaciones continuas, pero jamás su aspecto material, individual, y, por decirlo así, palpitante de realidad y de vida, pero por eso mismo fugitivo, no la realidad misma; el pensamiento de la vida, no la vida. He ahí su límite, el único límite verdaderamente infranqueable para ella, porque está fundado sobre la naturaleza misma del pensamiento humano, que es el único órgano de la ciencia.

Sobre esta naturaleza se fundan tres derechos incontestables y la gran misión de la ciencia, pero también su impotencia vital y su acción malhechora siempre que, por sus representantes oficiales, patentados, se atribuye el derecho de gobernar la vida. La misión de la ciencia es ésta: Al constatar las relaciones generales de las cosas pasajeras y reales y al reconocer las leyes generales inherentes al desenvolvimiento de los fenómenos, tanto del mundo físico como del mundo social, planta, por decirlo así, los jalones inmutables de la marcha progresiva de la humanidad, indicando a los hombres las condiciones generales cuya observación rigurosa es necesaria y cuya ignorancia u olvido serán siempre fatales. En una palabra, la ciencia es la brújula de la vida, pero no es la vida. La ciencia es inmutable, impersonal, general, abstracta, insensible, como las leyes de que no es más que la reproducción ideal, reflexiva o mental, es decir, cerebral (para recordamos que la ciencia misma no es más que un producto material de un órgano material, de la organización material del hombre, del cerebro). La vida es fugitiva, pasajera, pero también palpitante de realidad y de, individualidad, de sensibilidad, de sufrimientos, de alegrías, de aspiraciones, de necesidades y de pasiones. Es ella la que espontáneamente crea las cosas y todos los seres reales. La ciencia no crea nada, constata y reconoce solamente las creaciones de la vida. Y siempre que los hombres de ciencia, saliendo de su mundo abstracto, se mezclan a la creación viviente en el mundo real, todo lo que proponen o lo que crean es pobre, ridículamente abstracto, privado de sangre y de vida, muerto nonato, semejante al humunculus creado por Wagner, el discípulo pedante del inmortal doctor Fausto. Resulta de ello que la ciencia tiene por misión única esclarecer la vida, no gobernarla.

El gobierno de la ciencia y de los hombres de ciencia aunque se llamen positivistas, discípulos de Auguste Comte, o discípulos de la escuela doctrinaria del comunismo alemán, no puede ser sino impotente, ridículo, inhumano y cruel, opresivo, explotador, malhechor. Se puede decir que los hombres de ciencia, como tales, lo que he dicho de los teólogos y de los metafísicos: no tienen ni sentido ni corazón para los seres individuales y vivientes. No se les puede hacer siquiera un reproche por ello, porque es la consecuencia natural de su oficio. En tanto que hombres de ciencia no se preocupan, no pueden interesarse más que por las generalidades, por las leyes...

[Faltan tres páginas del manuscrito de Bakunin]

... no son exclusivamente hombres de ciencia, son también más o menos hombres de la vida.

Pero no hay que fiarse demasiado, y si se puede estar seguro poco más o menos de que ningún sabio se atreverá a tratar hoy a un hombre como se trata a un conejo, es de temer siempre que el gobierno de los sabios, si se le deja hacer, querrá someter a los hombres vivos a experiencias científicas, sin duda menos crueles pero que no serían menos desastrosas para sus víctimas humanas. Si los sabios no pueden hacer experiencias sobre el cuerpo de los hombres, no querrán nada mejor que hacerlas sobre el cuerpo social, y he ahí lo que hay que impedir a toda cosa.

En su organización actual, monopolistas de la ciencia y que quedan, como tales, fuera de la vida social, los sabios forman ciertamente una casta aparte que ofrece mucha analogía con la casta de los sacerdotes. La abstracción científica es su Dios, las individualidades vivientes y reales son las víctimas, y ellos son los inmoladores consagrados y patentados.

La ciencia no puede salir de la esfera de las abstracciones. Bajo este aspecto, es infinitamente inferior al arte, -el cual tampoco tiene propiamente que ver más que con los tipos generales y las situaciones generales, pero que, por un artificio que le es propio, sabe encarnar en formas que aunque no sean vivas, en el sentido de la vida real, no provocan menos en nuestra imaginación el sentimiento o el recuerdo de esa vida; individualiza en cierto modo los tipos y las acciones que concibe y, por esas individualidades sin carne y sin hueso, y como tales permanentes e inmortales, que tiene el poder de crear, nos recuerda las individualidades vivientes, reales, que aparecen y que desaparecen ante nuestros ojos. El arte es, pues, en cierto modo la vuelta de la abstracción a la vida. La ciencia es, al contrario, la inmolación perpetua de la vida fugitiva, pasajera, pero real, sobre el altar de las abstracciones eternas.

La ciencia es tan poco capaz de aprehender la individualidad de un hombre como la de un conejo. Es decir, es tan indiferente para una como para otra. No es que ignore el principio de la individualidad. La concibe perfectamente como principio, pero no como hecho. Sabe muy bien que todas las especies animales, comprendida la especie humana, no tienen existencia real más que en un número indefinido de individuos que nacen y que mueren, haciendo lugar a individuos nuevos igualmente pasajeros. Sabe que a medida que se eleva de las especies animales a las especies superiores, el principio de la individualidad se determina más, los individuos aparecen más completos y más libres. Sabe en fin que el hombre, el último y el más perfecto animal de esta tierra, presenta la individualidad más completa y más digna de consideración, a causa de su capacidad de concebir y de concretar, de personificar en cierto modo en sí mismo, y en su existencia tanto social como privada, la ley universal. Sabe, cuando no está viciada por el doctrinarismo teológico, metafísico, político o jurídico, o aun por un orgullo estrictamente científico, y cuando no es sorda a los instintos y a las aspiraciones espontáneas de la vida, sabe (y ésa es su última palabra), que el respeto al hombre es la ley suprema de la humanidad, y que el grande, el verdadero fin de la historia, el único legítimo, es la humanización y la emancipación, es la libertad, la prosperidad real, la felicidad de cada individuo que vive en sociedad. Porque, al fin de cuentas, a menos de volver a caer en la ficción liberticida del bien público representado por el Estado, ficción fundada siempre sobre la inmolación sistemática de las masas populares, es preciso reconocer que la libertad y la prosperidad colectivas no son reales más que cuando representan la suma de las libertades y de las prosperidades individuales.

La ciencia sabe todo eso, pero no va, no puede ir más allá. Al constituir la abstracción su propia naturaleza, puede muy bien concebir el principio de la individualidad real y viva, pero no puede tener nada que ver con individuos reales y vivientes. Se ocupa de los individuos en general, pero no de Pedro o de Santiago, no de tal o cual otro individuo, que no existen, que no pueden existir para ella. Sus individuos no son, digámoslo aún, más que abstracciones.

Por consiguiente, no son esas individualidades abstractas, sino los individuos reales, vivientes, pasajeros, los que hacen la historia. Las abstracciones no tienen piernas para marchar, no marchan más que cuando son llevadas por hombres reales. Para esos seres reales, compuestos no sólo de ideas sino realmente de carne y sangre, la ciencia no tiene corazón. Los considera a lo sumo como carne de desenvolvimiento intelectual y social. ¿Qué le importan las condiciones particulares y la suerte fortuita de Pedro y de Santiago? Se haría ridícula, abdicaría, se aniquilaría si quisiese ocuparse de ellas de otro modo que como de un ejemplo en apoyo de sus teorías eternas. Y sería ridículo querer que lo hiciera, porque no es ésa su misión. No puede percibir lo concreto; no puede moverse más que en abstracciones. Su misión es ocuparse de la situación y de las condiciones generales de la existencia y del desenvolvimiento, sea de la especie humana en general, sea de tal raza, de tal pueblo, de tal clase o categoría de individuos; de las causas generales de su prosperidad o de su decadencia, y de los medios generales para hacerlos avanzar en toda suerte de progresos. Siempre que realice amplia y racionalmente esa labor, habrá cumplido todo su deber, y sería verdaderamente ridículo e injusto exigirle más.

Pero sería igualmente ridículo, sería desastroso confiarle una misión que es incapaz de ejecutar. Puesto que su propia naturaleza la obliga a ignorar la existencia y la suerte de Pedro y de Santiago, no hay que permitirle, ni a ella ni a nadie en su nombre, gobernar a Pedro y a Santiago. Porque sería muy capaz de tratarlos poco más o menos que como trata a los conejos. O más bien, continuaría ignorándolos; pero sus representantes patentados, hombres de ningún modo abstractos, sino al contrario muy vivientes, que tienen intereses muy reales, cediendo a la influencia perniciosa que ejerce fatalmente el privilegio sobre los hombres, acabarían por esquilmarlos en nombre de la ciencia como los han esquilmado hasta aquí los sacerdotes, los políticos de todos los colores y los abogados, en nombre de Dios, del estado y del derecho jurídico.

Lo que predico es, pues, hasta un cierto punto, la rebelión de la vida contra la ciencia, o más bien contra el gobierno de la ciencia. No para destruir la ciencia -eso sería un crimen de lesa humanidad-, sino para ponerla en su puesto, de manera que no pueda volver a salir de él. Hasta el presente toda la historia humana no ha sido más que una inmolación perpetua y sangrienta de millones de pobres seres humanos a una abstracción despiadada cualquiera: Dios, patria, poder el estado, honor nacional, derechos históricos, derechos jurídicos, libertad política, bien público. Tal ha sido hasta hoy el movimiento natural, espontáneo y fatal de las sociedades humanas. No podemos hacer nada ahí, debemos aceptarlo en cuanto al pasado, como aceptamos todas las fatalidades naturales. Es preciso creer que, ésa era la única ruta posible para la educación de la especie humana. Porque no hay que engañarse: aun cediendo la parte más grande a los artificios maquiavélicos de las clases gobernantes, debemos reconocer que ninguna minoría hubiese sido bastante poderosa para imponer todos esos terribles sacrificios a las masas, si no hubiese habido en esas masas mismas un movimiento vertiginoso, espontáneo, que las llevase a sacrificarse siempre de nuevo a una de esas abstracciones devoradoras que, como los vampiros de la historia, se alimentaron siempre de sangre humana.

Que los teólogos, los políticos y los juristas hallen eso muy bien, se concibe. Sacerdotes de esas abstracciones, no viven más que de esa continua inmolación de las masas populares. Que la metafísica dé también su consentimiento a ello, no debe asombramos tampoco. No tiene otra misión que la de legitimar y racionalizar todo lo posible lo que es inicuo y absurdo. Pero que la ciencia positiva misma haya mostrado hasta aquí idénticas tendencias, he ahí lo que debemos constatar y deplorar. No ha podido hacerlo más que por dos razones: primero, porque, constituida al margen de la vida popular, está representada por un cuerpo privilegiado; y además porque se ha colocado ella misma, hasta aquí, como el fin absoluto y último de todo desenvolvimiento humano; mientras que, mediante una crítica juiciosa, de que es capaz y que en última instancia se verá forzada a ejecutar contra sí misma, habría debido comprender que es realmente un medio necesario para la realización de un fin mucho más elevado: el de la completa humanización de la situación real de todos los individuos reales que nacen, viven y mueren sobre la tierra.

La inmensa ventaja de la ciencia positiva sobre la teología, la metafísica, la política y el derecho jurídico, consiste en esto: que en lugar de las abstracciones mentirosas y funestas predicadas por esas doctrinas, plantea abstracciones verdaderas que experimentan la naturaleza general o la lógica misma de las cosas, sus relaciones generales y las leyes generales de su desenvolvimiento. He ahí lo que la separa profundamente de todas las doctrinas precedentes y lo que le asegurará siempre una gran posición en la sociedad humana. Constituirá en cierto modo su conciencia colectiva. Pero hay un aspecto por el que se asocia absolutamente a todas esas doctrinas: que no tiene y no puede tener por objeto más que las abstracciones, y es forzada, por su naturaleza misma, a ignorar los individuos reales, al margen de los cuales, aun las abstracciones más verdaderas no tienen existencia real. Para remediar este defecto radical, he aquí la diferencia que deberá establecerse entre la acción práctica de las doctrinas precedentes y la ciencia positiva. Las primeras se han prevalido de la ignorancia de las masas para sacrificarlas con voluptuosidad a sus abstracciones, por lo demás siempre muy lucrativas para sus representantes corporales. La segunda, reconociendo su incapacidad absoluta para concebir los individuos reales e interesarse en su suerte, debe definitiva y absolutamente, renunciar al gobierno de la sociedad; porque, si se mezclase en él, no podría obrar de otro modo que sacrificando siempre los hombres vivientes, que ignora, a sus abstracciones que forman el único objeto de sus preocupaciones legítimas.

La verdadera ciencia de la historia, por ejemplo, no existe todavía, y apenas si se comienzan hoy a entrever las condiciones inmensamente complicadas de esa ciencia. Pero supongámosla en fin realizada: ¿qué podrá darnos? Reproducirá el cuadro razonado y fiel del desenvolvimiento natural de las condiciones generales, tanto materiales como ideales, tanto económicas como políticas, de las sociedades que han tenido una historia. Pero ese cuadro universal de la civilización, por detallado que sea, no podrá nunca contener más que apreciaciones generales y por consiguiente abstractas. En este sentido, los millares de millones de individuos que han formado la materia viva y sufriente de esa historia -a la vez triunfal y lúgubre desde el punto de vista de la inmensa hecatombe de víctimas “aplastadas bajo su carro”, los millares de millones de individuos oscuros, pero sin los cuales no habría sido obtenido ninguno de los grandes resultados abstractos de la historia -y que, notadlo bien, no aprovecharon jamás ninguno de esos resultados- esos individuos no encontrarán la más humilde plaza en la historia. Han vivido, han sido inmolados, en bien de la humanidad abstracta; he ahí todo.

¿Habrá que reprocharle eso a la ciencia de la historia? Sería ridículo e injusto. Los individuos son inapercibibles por el pensamiento, por la reflexión, aun por la palabra humana, que no es capaz de expresar más que abstracciones; inapercibibles en el presente lo mismo que en el pasado. Por tanto, la ciencia social misma, la ciencia del porvenir, continuará ignorándolos forzosamente. Todo lo que tenemos el derecho a exigir de ella es que nos indique, con una mano firme y fiel, las causas generales de los sufrimientos individuales; entre esas causas no olvidará, sin duda, la inmolación y la subordinación, demasiado habituales todavía, de los individuos vivientes a las generalidades abstractas; y que al mismo tiempo nos muestre las condiciones generales necesarias para la emancipación real de los individuos que viven en la sociedad. He ahí su misión, he ahí también sus límites, más allá de los cuales la acción de la ciencia social no podría ser sino impotente y funesta. Porque más allá de esos límites comienzan las pretensiones doctrinarias y gubernamentales de sus representantes patentados, de sus sacerdotes. Y es tiempo de acabar con todos los papas y todos los sacerdotes: no los queremos ya aunque se llamen demócratas-socialistas.

Otra vez más, la única misión de la ciencia es iluminar la ruta. Pero sólo la vida, liberada de todos los obstáculos gubernamentales y doctrinarios y devuelta a la plenitud de su acción espontánea, puede crear.

¿Cómo resolver esta antinomia?

Por una parte la ciencia es indispensable a la organización racional de la sociedad; por otra, incapaz de interesarse por lo que es real y viviente, no debe mezclarse en la organización real o práctica de la sociedad. Esta contradicción no puede ser resuelta más que de un solo modo: la liquidación de la ciencia como ser moral existente al margen de la vida social de todo el mundo, y representada, como tal, por un cuerpo de patentados, y su difusión entre las masas populares. Estando llamada la ciencia en lo sucesivo a representar la conciencia colectiva de la sociedad, debe realmente convertirse en propiedad de todo el mundo. Por eso, sin perder nada de su carácter universal -del que no podrá jamás apartarse, bajo pena de cesar de ser ciencia, y aun continuando ocupándose exclusivamente de las causas generales, de las condiciones reales y de las relaciones generales, de los individuos y de las cosas-, se fundirá en la realidad con la vida inmediata y real de todos los individuos humanos. Este era un movimiento análogo a aquél que ha hecho decir a los protestantes, al comienzo de la Reforma religiosa, que no había necesidad de sacerdotes, pues el hombre se convertiría en adelante en su propio sacerdote y gracias a la intervención invisible, única, de Jesucristo, había llegado a tragarse en fin su propio Dios. Pero no se trata aquí ya ni de nuestro señor Jesucristo, ni del buen Dios, ni de la libertad política, ni del derecho jurídico, todas cosas reveladas, sea teológica, sea metafísicamente, y todas igualmente indigestas, como se sabe. El mundo de las abstracciones científicas no es revelado; es inherente al mundo real, del cual no es más que la expresión y la representación general o abstracta. En tanto que forma una región separada, representada especialmente por el cuerpo de los sabios, ese mundo ideal nos amenaza con ocupar, frente al mundo real, el puesto del buen Dios y con reservar a sus representantes patentados el oficio de sacerdotes. Por esa razón, por la instrucción general, igual para todos y para todas, hay que disolver la organización social separada de la ciencia, a fin de que las masas, cesando de ser rebaños dirigidos y esquilmados por los pastores privilegiados, puedan tomar en sus manos sus propios destinos históricos.

Pero en tanto que las masas no hayan llegado a ese grado de instrucción, ¿será necesario que se dejen gobernar por los hombres de ciencia? ¡No lo quiera Dios! Sería mejor que vivieran sin la ciencia antes de dejarse gobernar por los sabios. El gobierno de los sabios tendría por primera consecuencia hacer inaccesible al pueblo la ciencia y sería necesariamente un gobierno aristocrático, porque la institución actual de la ciencia es una institución aristocrática. ¡La aristocracia de la inteligencia! Desde el punto de vista práctico la más implacable, desde el punto de vista social la más arrogante y la más insultante: tal sería el poder constituido en nombre de la ciencia. Ese régimen sería capaz de paralizar la vida y el movimiento la sociedad. Los sabios, siempre presuntuosos, siempre llenos de suficiencia, y siempre impotentes, querrían mezclarse en todo, y todas las fuentes de la vida se secarían bajo su soplo abstracto y sabio.

Una vez más, la vida, no la ciencia, crea la vida; la acción espontánea del pueblo mismo es la única que puede crear la libertad popular. Sin duda, sería muy bueno que la ciencia pudiese, desde hoy, iluminar la marcha espontánea del pueblo hacia su emancipación pero más vale la ausencia de luz que una luz vertida con parsimonia desde afuera con el fin evidente de extraviar al pueblo. Por otra parte, el pueblo no carecerá absolutamente de luz. No en vano ha recorrido la larga carrera histórica y ha pagado sus errores con siglos de sufrimientos horribles. El resumen práctico de esas dolorosas experiencias constituye una especie de ciencia tradicional que, bajo ciertos aspectos, equivale perfectamente a la ciencia teórica. En fin, una parte de la juventud estudiosa, aquellos de entre los burgueses estudiosos que sienten bastante odio contra la mentira, contra la hipocresía, contra la iniquidad y contra la cobardía de la burguesía, para encontrar en sí el valor de volverle las espaldas, y bastante pasión para abrazar sin reservas la causa justa y humana del proletariado, esos serán, como lo he dicho ya, los instructores fraternales del pueblo; aportándole conocimientos que le faltan aún, harán perfectamente inútil el gobierno de los sabios.

Si el pueblo debe preservarse del gobierno de los sabios, con mayor razón debe premunirse contra el de los idealistas inspirados. Cuanto más sinceros son esos creyentes y esos poetas del cielo, más peligrosos se vuelven. La abstracción científica, lo he dicho ya, es una abstracción racional, verdadera en su esencia, necesaria a la vida de la que es representación teórica, conciencia. Puede, debe ser absorbida y digerida por la vida. La abstracción idealista, Dios, es un veneno corrosivo que destruye y descompone la vida, que la falsea y la mata. El orgullo de los idealistas, no siendo personal, sino un orgullo divino, es invencible e implacable. Puede, debe morir, pero no cederá nunca, y en tanto que le quede un soplo, tratará de someter el mundo al talón de su Dios, como los lugartenientes de Prusia, esos idealistas prácticos de Alemania, quisieran verlo aplastado bajo la bota con espuelas de su rey. Es la misma fe -los objetivos no son siquiera y diferentes- y el mismo resultado de la fe: la esclavitud.

Es al mismo tiempo el triunfo del materialismo más craso y más brutal: no hay necesidad de demostrarlo por lo que se refiere a Alemania, porque habría que estar verdaderamente ciego para no verlo, en los tiempos que corren. Pero creo necesario aun demostrarlo con relación al idealismo divino.

El hombre, como todo el resto del mundo, es un ser completamente material. El espíritu, la facultad de pensar, de recibir y de reflejar las diversas sensaciones, tanto exteriores como interiores, de recordarlas después de haber pasado y de reproducirlas por la imaginación, de compararlas y distinguirlas, de abstraer determinaciones comunes y de crear por eso mismo generales o abstractas, a fin de formar las ideas agrupando y combinando las nociones según modos diferentes, la inteligencia en una palabra, el único creador de todo nuestro mundo ideal, es una propiedad del cuerpo animal y principalmente de la organización completamente material del cerebro.

Lo sabemos de una manera muy segura, por la experiencia universal, que no ha desmentido nunca hecho alguno y que todo hombre puede verificar a cada instante de su vida. En todos los animales, sin exceptuar las especies más inferiores, encontramos un cierto grado de inteligencia y vemos que en la serie de las especies la inteligencia animal se desarrolla tanto más cuanto más la organización de una especie se aproxima a la del hombre; pero que en el hombre solamente llega a esa potencia de abstracción que constituye propiamente el pensamiento.

La experiencia universal, que en definitiva es el único origen, la fuente de todos nuestros conocimientos, nos demuestra, pues: 1º), que toda inteligencia está siempre asociada a un cuerpo animal cualquiera, y 2º), que la intensidad, la potencia de esa función animal depende de la perfección relativa de la organización animal. Este segundo resultado de la experiencia universal no es aplicable solamente a las diferentes especies animales; lo comprobamos igualmente en los hombres, cuyo poder intelectual y moral depende, de una manera demasiado evidente, de la mayor o menor perfección de su organismo, como raza, como nación, como clase y como individuos, para que sea necesario insistir demasiado sobre este punto.

Por otra parte, es cierto que ningún hombre ha visto nunca ni podido ver el espíritu puro, separado de toda forma material, existiendo independientemente de un cuerpo animal cualquiera. Pero si nadie lo ha visto, ¿cómo han podido los hombres llegar a creer en su existencia? Porque el hecho de esa creencia es notorio y, si no universal, como lo pretenden los idealistas, al menos es muy general; y como tal es digno de nuestra atención respetuosa, porque una creencia general, por tonta que sea, ejerce siempre una influencia demasiado poderosa sobre los destinos humanos para que esté permitido ignorarla o hacer abstracción de ella.

El hecho de esa creencia histórica se explica, por otra parte, de una manera natural y racional. El ejemplo que nos ofrecen los niños y los adolescentes, incluso muchos hombres que han pasado la edad de la mayoría, nos prueba que el hombre puede ejercer largo tiempo sus facultades mentales antes de darse cuenta la manera cómo las ejerce, antes de llegar a la conciencia clara de ese ejercicio. En ese período del funcionamiento del espíritu inconsciente de sí mismo, de esa acción de la inteligencia ingenua o creyente, el hombre, obsesionado por el mundo exterior e impulsado por ese aguijón interior que se llama la vida, crea cantidad de imaginaciones, de nociones y de ideas, necesariamente muy imperfectas al principio, muy poco conformes a la realidad de las cosas y de los hechos que se esfuerzan por expresar. Y como no tiene la conciencia de su propia acción inteligente, como no sabe todavía que es él mismo el que ha producido y el que continúa produciendo esas imaginaciones, esas nociones, esas ideas, como ignora su origen subjetivo, es decir, humano, las considera naturalmente, necesariamente, como seres objetivos, como seres reales, en absoluto independientes de él, que existen por sí y en sí. Es así cómo los pueblos primitivos, al salir lentamente de su inocencia animal, han creado sus dioses habiéndolos creado, no pensando que fuesen ellos mismos los creadores únicos, los han adorado; considerándolos como seres reales, infinitamente superiores ellos mismos, les han atribuido la omnipotencia y se han reconocido sus criaturas, sus esclavos. A medida e las ideas humanas se desenvolvían más, los dioses, que como hice observar ya, no fueron nunca más que la reverberación fantástica, ideal, poética o la imagen trastornada, se idealizaban también. Primero fetiches groseros, se hicieron poco a poco espíritus puros, con existencia fuera del mundo visible, y en fin, a continuación de un largo desenvolvimiento histórico, acabaron por confundirse en un solo ser divino, espíritu puro, eterno, absoluto, creador y amo de los mundos.

En todo desenvolvimiento, justo o falso, real o imaginario, colectivo o individual, es siempre el primer paso el que cuesta, el primer acto el más difícil. Una vez franqueado ese paso y realizado ese primer acto, el resto transcurre naturalmente, como una consecuencia necesaria. Lo que era difícil en el desenvolvimiento histórico de esa terrible locura religiosa que continúa obsesionándonos y aplastándonos, era poner un mundo divino tal cual, fuera del mundo real. Ese primer acto de locura, tan natural desde el punto de vista fisiológico y por consiguiente necesario en la historia la humanidad, no se realiza de un solo golpe. Han sido necesarios no sé cuántos siglos para desarrollar y para hacer penetrar esa creencia en los hábitos mentales de los hombres. Pero, una vez establecida, se ha vuelto omnipotente, como lo es necesariamente toda cura que se apodera del cerebro humano. Considerad un loco: cualquiera que sea el objeto especial de su locura, hallaréis que la idea oscura y fija que le obsesiona le parece la más natural del mundo, y al contrario, las cosas naturales y reales que están en contradicción con esa idea, le parecerán locuras ridículas y odiosas. Y bien, la religión es una locura colectiva, tanto más poderosa cuanto que es una locura tradicional y que su origen se pierde en una antigüedad excesivamente lejana. Como locura colectiva, ha penetrado en todos los detalles, tanto públicos como privados de la existencia social de un pueblo, se ha encarnado en la sociedad, se ha convertido por decirlo así en el alma el pensamiento colectivos. Todo hombre es envuelto desde su nacimiento en ella, la mama con la leche de la madre, la absorbe con todo lo que oye, en todo lo ve. Ha sido tan alimentado, tan envenenado, tan penetrado en todo su ser por ella, que más tarde, por poderoso que sea su espíritu natural, tiene necesidad de hacer esfuerzos inauditos para libertarse y no lo consigue nunca de una manera completa. Nuestros idealistas modernos son una demostración de esto y nuestros materialistas doctrinarios, los comunistas alemanes, son otra. No han sabido deshacerse de la religión del Estado.

Una vez bien establecido el mundo sobrenatural, el mundo divino en la imaginación tradicional de los pueblos, el desenvolvimiento de los diversos sistemas religiosos ha seguido su curso natural y lógico, siempre conforme, por otra parte, al desenvolvimiento contemporáneo y real de las relaciones económicas y políticas que han sido en todo tiempo, en el mundo de la fantasía religiosa, la reproducción fiel y la consagración divina. Es así como la locura colectiva e histórica que se llama religión se ha desarrollado desde el fetichismo, pasando por todos los grados del politeísmo, basta el monoteísmo cristiano.

El segundo paso, en el desenvolvimiento de las creencias religiosas y el más difícil sin duda después del establecimiento de un mundo divino separado, fue precisamente esa transición del politeísmo al monoteísmo, del materialismo religioso de los paganos a la fe espiritualista de los cristianos. Los dioses paganos -y éste fue su carácter principal-, eran ante todo dioses exclusivamente nacionales. Después, como eran numerosos, conservaron necesariamente, más o menos, un carácter material o, más bien, es porque eran materiales por lo que fueron tan numerosos, pues la diversidad es uno de los atributos principales del mundo real. Los dioses paganos no eran aún propiamente la negación de las cosas reales: no eran más que su exageración fantástica.

Hemos visto cuánto costó esa transición al pueblo judío, del que constituyó, por decirlo así, toda la historia. Moisés y los profetas se complacían en predicarle el Dios único; el pueblo volvía a caer en su idolatría primitiva, en la fe antigua, comparativamente mucho más natural, más cómoda en muchos buenos dioses, más materiales, más humanos, más palpables. Jehová mismo, su dios único, el dios de Moisés y de los profetas, era un dios excesivamente nacional aunque no se servía, para recompensar y castigar a sus fieles, a su pueblo elegido, más que de argumentos materiales, a menudo estúpidos y siempre brutales y feroces. No parece que la fe en su existencia haya implicado la negación de la existencia de los dioses primitivos.

El dios judío no renegaba de la existencia de esos rivales, sólo que no quería que su pueblo los adorase a su lado, porque ante todo Jehová era un dios muy envidioso y su primer mandamiento fue éste:

“Soy el señor tu Dios y no adorarás a otros dioses más que a mí.”

Jehová no fue más que un esbozo primero, muy material, muy grosero del idealismo moderno. No era, por lo demás, sino un dios nacional, como el dios ruso que adoran los generales rusos súbditos del zar y patriotas del imperio de todas las Rusias, como el dios alemán que, sin duda, van a proclamar bien pronto los pietistas y los generales alemanes súbditos de Guillermo I, en Berlín. El ser supremo no puede ser un Dios nacional, debe ser el de la humanidad entera. El ser supremo no puede ser tampoco un ser material, debe ser la negación de toda materia, el espíritu puro. Para la realización del culto del ser supremo han sido necesarias dos cosas: 1º) una realización de la humanidad por la negación de las nacionalidades y de los cultos nacionales; 2º) un desenvolvimiento ya muy avanzado de las ideas metafísicas para espiritualizar al Jehová tan grosero de los judíos.

La primera condición fue cumplida por los romanos de una manera muy negativa, sin duda: por la conquista de la mayor parte de los países conocidos de los antiguos y por la destrucción de sus instituciones nacionales. Gracias a ellos el altar de un dios único y supremo pudo establecerse sobre las ruinas de otros millares de altares nacionales. Los dioses de todas las naciones vencidas, reunidos en el Panteón, se anularon mutuamente. Ese fue el primer esbozo, muy tosco y por completo negativo, de la humanidad. En cuanto a la segunda condición, la espiritualización de Jehová, fue realizada por los griegos mucho antes de la conquista de su país por los romanos. Ellos fueron los creadores de la metafísica. Grecia, en su cuna histórica, había encontrado un mundo divino que se estableció definitivamente en la fe tradicional de sus pueblos; ese mundo le había sido legado y materialmente aportado por el Oriente. En su período instintivo, anterior a su historia política, lo había desarrollado y humanizado prodigiosamente por sus poetas, y cuando comenzó propiamente su historia tenía una religión hecha, la más simpática y la más noble de todas las religiones que hayan existido jamás, en cuanto una religión, es decir, una mentira, pueda ser noble y simpática. Sus grandes pensadores -y ningún pueblo los tuvo mayores que Grecia- al encontrar el mundo divino establecido, no sólo fuera del pueblo, sino también en él mismo como hábito de sentir y de pensar, lo tomaron necesariamente por punto de partida. Fue ya mucho que no hicieran teología, es decir, que no perdieran el tiempo en reconciliar la razón naciente con los absurdos de tal o cual otro Dios, como lo hicieron en la Edad Media los escolásticos. Dejaron a los dioses fuera de sus especulaciones y se asociaron directamente a la idea divina, una, invisible, omnipotente, eterna y absolutamente espiritualista, pero no personal. Desde el punto de vista del espiritualismo, los metafísicos griegos fueron, mucho más que los judíos, los creadores del dios cristiano. Los judíos no han añadido más que la brutal personalidad de su Jehová.

Que un genio sublime como el gran Platón haya podido estar absolutamente convencido de la realidad de la idea divina, eso nos demuestra cuán contagiosa es, cuán omnipotente es la tradición de la locura religiosa, aun en relación con los más grandes espíritus. Por lo demás, no hay que, asombrarse, pues aún en nuestros días, el mayor genio que ha existido después de Aristóteles y Platón, Hegel, a pesar de la crítica por lo demás imperfecta y muy metafísica de Kant, que había demolido la objetividad o la realidad de las ideas divinas, se ha esforzado por reinstaurarlas de nuevo sobre su trono trascendente o celeste. Es verdad que procedió de una manera tan poco cortés que ha matado definitivamente al buen dios, ha quitado a esas ideas su corona divina, mostrando a quien supo leerlo que no fueron nunca más que una pura creación del espíritu humano que recorrió la historia en busca de sí mismo. Para poner fin a todas las locuras religiosas y al milagro divino, no le hacía falta más que pronunciar una gran definición que fue dicha después de él, casi al mismo tiempo, por otros dos grandes espíritus, sin ningún acuerdo mutuo y sin que hubiesen nunca oído hablar uno del otro: por Ludwig Feuerbach, el discípulo y el demoledor de Hegel, en Alemania, y por August Comte, el fundador de la filosofía positiva, en Francia. He aquí esa definición:

“La metafísica se reduce a la sicología.”

Todos los sistemas de metafísica no han sido más que la sicología humana que se desarrolla en la historia.

Ahora ya no nos es difícil comprender cómo han nacido las ideas divinas, cómo han sido creadas sucesivamente por la facultad abstractiva del hombre. Pero en la época de Platón ese conocimiento era imposible. El espíritu colectivo, y por consiguiente también el espíritu individual, aun el del mayor genio, no estaba maduro para eso. Apenas había dicho con Sócrates: “Conócete a ti mismo”. Ese conocimiento de sí mismo no existía más que en el estado de intuición; en realidad era nulo. Era imposible que el espíritu humano imaginase que era él el único creador del mundo divino. Lo encontró ante él, lo encontró como historia, como sentimiento, como hábito de pensar, e hizo necesariamente de él un objeto de sus más elevadas especulaciones. Así es como nació la metafísica y como las ideas divinas, bases del espiritualismo, fueron desarrolladas y perfeccionadas.

Es verdad que después de Platón hubo en el desenvolvimiento del espíritu como un movimiento inverso. Aristóteles, el verdadero padre de la ciencia y de la filosofía positiva, no negó el mundo divino, sino que se ocupó de él lo menos posible. Fue el primero que estudió como un analista y un experimentador que era, la lógica, las leyes del pensamiento humano, y al mismo tiempo el mundo físico, no en su esencia ideal, ilusoria, sino en su aspecto real. Sus seguidores, los griegos de Alejandría, establecieron la primera escuela de científicos positivos. Fueron ateos. Pero su ateísmo quedó sin influencia en sus contemporáneos. La ciencia tendió más y más a aislarse de la vida. Después de Platón la idea divina fue rechazada de la metafísica misma; eso hicieron los epicúreos y los escépticos, dos sectas que contribuyeron mucho a depravar la aristocracia humana pero que permanecieron sin influencia alguna sobre las masas.

Otra escuela infinitamente más influyente sobre las asas se formó en Alejandría. Fue la escuela de los neoplatónicos. Confundiendo en una mezcolanza impura las imaginaciones monstruosas de Oriente con las ideas e Platón, ellos fueron los verdaderos preparadores y más tarde los elaboradores de los dogmas cristianos.

Por consiguiente, el egoísmo personal y grosero de Jehová, la dominación no menos brutal y grosera de los romanos y la ideal especulación metafísica de los griegos, materializada por el contacto del Oriente, tales fueron los tres elementos históricos que constituyeron a religión espiritualista de los cristianos.

Para establecer sobre las ruinas de sus altares tan numerosos el altar de un dios único y supremo, amo del mundo, ha sido preciso que fuera destruida primero la existencia autónoma de las diferentes naciones que imponían el mundo pagano o antiguo. Es lo que hicieron brutalmente los romanos que, al conquistar la mayor parte del mundo conocido de los antiguos, crean en cierto modo el primer esbozo, sin duda por completo negativo y burdo, de la humanidad.

Un dios que se levantaba así por encima de todas las diferencias nacionales, tanto materiales como sociales, de todos los países, que era como su negación directa debía ser necesariamente un ser inmaterial y abstracto. Pero la fe tan difícil en la existencia de un ser semejante no ha podido nacer de un solo golpe. Por tanto, como lo he demostrado en el mencionado Apéndice Consideraciones filosóficas, fue largamente preparada y desarrollada por la metafísica griega, la primera en establecer de una manera filosófica la noción de la idea divina, modelo eternamente creador y siempre reproducido por el mundo visible. Pero la divinidad concebida y creada por la filosofía griega era una divinidad impersonal, pues ninguna metafísica, si es consecuente y seria, se podía elevar, o más bien rebajar, a la idea de un dios personal. Ha sido preciso encontrar, pues, un dios que fuese único y que fuese muy personal a la vez. Se encontró en la persona, muy brutal, muy egoísta, muy cruel de Jehová, el dios nacional de los judíos. Pero los judíos, a pesar de ese espíritu nacional exclusivo que los distingue aún hoy, se habían convertido de hecho, mucho antes del nacimiento de Cristo, en el pueblo más internacional del mundo. Arrastrados en parte como cautivos, pero mucho más aún por esa pasión mercantil que constituye uno de los rasgos principales de su carácter nacional, se habían esparcido por todos los países, llevando a todas partes el culto a Jehová, al que se volvían tanto más fieles cuanto más los abandonaba.

En Alejandría, ese Dios terrible de los judíos conoció personalmente la divinidad metafísica de Platón, ya muy corrompida por el contacto con el Oriente y que se corrompió más aún después por el suyo. A pesar de su exclusivismo nacional, envidioso y feroz, no pudo resistir a la larga los encantos de esa divinidad ideal e impersonal de los griegos. Se casó con ella, y de ese matrimonio nació el dios espiritualista -no espiritual- de los cristianos. Se sabe que los neoplatónicos de Alejandría fueron los principales creadores de la teología cristiana.

Pero la teología no constituye todavía la religión, como los elementos históricos no bastan para crear la historia. Yo llamo elementos históricos a las disposiciones y condiciones generales de un desenvolvimiento real cualquiera: por ejemplo, en este caso, la conquista de los romanos y el encuentro del dios de los judíos con la divinidad ideal de los griegos. Para fecundar los elementos históricos, para hacerles producir una serie de transformaciones históricas nuevas, es preciso un hecho vivo, espontáneo, sin el cual harían podido quedar muchos siglos aún en estado de elementos, sin producir nada. Este hecho no faltó al cristianismo: fue la propaganda, el martirio y la muerte de Jesús.

No sabemos casi nada de ese grande y santo personaje; todo lo que los evangelios nos dicen es tan contradictorio y tan fabuloso que apenas podemos tomar de allí algunos rasgos reales y vivientes. Lo que es cierto es que fue el predicador del pobre pueblo, el amigo, el consolador de los miserables, de los ignorantes, de los esclavos y de las mujeres, y que fue muy amado por éstas. Prometió a todos los que eran oprimidos, a todos los que sufrían aquí abajo -y el número es inmenso-, la vida eterna. Fue, como es natural, crucificado por los representantes de la moral oficial y del orden público de la época. Sus discípulos, y los discípulos de sus discípulos, pudieron esparcirse, gracias a la conquista de los romanos, que habían destruido las barreras nacionales y llevaron, en efecto, la propaganda del evangelio a todos los países conocidos de los antiguos. En todas partes fueron recibidos con los brazos abiertos por los esclavos y por las mujeres, las dos clases más oprimidas, las que más sufrían y naturalmente también las más ignorantes del mundo antiguo. Si hicieron algunos prosélitos en el mundo privilegiado e instruido, no lo debieron, en gran parte, mas que a la influencia de las mujeres. Su propaganda más amplia se ejerció casi exclusivamente en el pueblo, tan desgraciado como embrutecido por la esclavitud. Ese fue el primer despertar, la primera rebelión del proletariado.

El gran honor del cristianismo, su mérito incontestable y todo el secreto de su triunfo inaudito y por otra parte en absoluto legítimo, fue el de haberse dirigido a ese público doliente e inmenso, a quien el mundo antiguo, que constituía una aristocracia intelectual y política estrecha y feroz, negaba hasta los últimos atributos y los derechos más elementales de la humanidad. De otro modo no habría podido nunca difundirse. La doctrina que enseñaban los apóstoles de Cristo, por consoladora que haya podido aparecer a los desgraciados, era demasiado repulsiva, demasiado absurda desde el punto de vista de la razón humana, para que los hombres ilustrados hubieran podido aceptarla. ¡Con qué triunfo habla el apóstol San Pablo del escándalo de la fe y del triunfo de esa divina locura rechazada por los poderosos y los sabios del siglo, pero tanto más apasionadamente aceptada por los sencillos, por los ignorantes y por los pobres de espíritu!

En efecto, era preciso un profundo descontento de la vida, una gran sed del corazón y una pobreza poco menos que absoluta de espíritu para aceptar el absurdo cristiano, el más atrevido y monstruoso de todos los absurdos religiosos.

No era sólo la negación de todas las instituciones políticas, sociales y religiosas de la antigüedad: era el derrumbamiento absoluto del sentido común y de toda razón humana. El ser efectivamente existente, el mundo real, fue considerado en lo sucesivo como la nada; producto de la facultad abstracta del hombre, la última, la suprema abstracción, en la que esa facultad, habiendo superado todas las cosas existentes y hasta las determinaciones más generales del ser real, tales como las ideas del espacio y del tiempo, no teniendo nada que superar ya, se reposa en la contemplación de su vacío y de la inmovilidad absoluta; esta abstracción, este caput mortuum absolutamente vacío de todo contenido, el verdadero nada, Dios, es proclamado el único real, eterno, omnipotente. El Todo real es declarado nulo, y el nulo absoluto, es declarado el Todo. La sombra se convierte en el cuerpo y el cuerpo se desvanece como una sombra.

Eso fue de una audacia y un absurdo inauditos, el verdadero escándalo de la fe, el triunfo de la tontería creyente sobre el espíritu, para las masas; y para algunos, la ironía triunfante de un espíritu fatigado, corrompido, desilusionado y disgustado de la investigación honesta y seria de la verdad; la necesidad de aturdirse y de embrutecerse, necesidad que se encuentra a menudo en los espíritus extenuados: Credo quod absurdum.

Creo lo absurdo; y no creo sólo lo absurdo; creo precisamente y sobre todo en ello porque es absurdo. Es así como muchos espíritus distinguidos y esclarecidos de nuestros días creen en el magnetismo animal, en el espiritismo, en las mesas móviles -y ¿por qué ir tan lejos?-: creen en el cristianismo, en el idealismo, en Dios.

La creencia del proletariado antiguo, lo mismo que la de las masas modernas después, era más robusta, de gusto menos elevado y más sencillo. La propaganda cristiana se había dirigido a su corazón, no a su espíritu; a sus aspiraciones eternas, a sus sufrimientos, a su esclavitud, no a su corazón que dormía aún y para la cual las contradicciones lógicas, la evidencia del absurdo, no podían existir, por consiguiente. La sola cuestión que le interesaba era saber cuándo sonaría la hora de la liberación prometida, cuándo llegaría el reino de Dios. En cuanto a los dogmas teológicos, no se preocupaba de ellos, porque no los comprendía de ningún modo. El proletariado convertido al cristianismo constituía la potencia material ascendente, no el pensamiento teórico.

En cuanto a los dogmas cristianos, fueron elaborados, como se sabe, en una serie de trabajos teológicos, literarios, y en los concilios, principalmente por los neoplatónicos convertidos del Oriente. El espíritu griego había caído tan bajo que en el cuarto siglo de la Era Cristiana, época del primer concilio, ya encontramos la idea de un Dios personal, espíritu puro, eterno absoluto, creador y señor supremo del mundo, con existencia fuera del mundo, unánimemente aceptada por todos los padres de la Iglesia; y como consecuencia lógica de este absurdo absoluto, la creencia desde entonces natural y necesaria en la inmaterialidad y en la inmortalidad del alma humana, alojada y aprisionada en un cuerpo mortal, pero mortal sólo en parte; porque en ese cuerpo mismo hay una parte que, aun siendo corporal, es inmortal como el alma y debe resucitar como el alma. ¡Tan difícil ha sido, aun para los padres de la Iglesia, representarse el espíritu puro al margen de toda forma corporal!

Es preciso observar que, en general, el carácter de o razonamiento teológico y metafísico también, es tratar de explicar un absurdo por otro.

Ha sido una dicha para el cristianismo haber hallado el mundo de los esclavos. Tuvo otra dicha: la invasión de los bárbaros. ¡Los bárbaros eran buenas gentes, llenas de fuerza natural y sobre todo animadas e impulsadas por una gran necesidad y por una gran capacidad de vivir; bandidos a toda prueba, capaces de devastarlo todo y de arrasarlo todo, lo mismo que sus sucesores, los alemanes actuales; mucho menos sistemáticos y pedantes en su bandolerismo que estos últimos, mucho menos morales, menos sabios; pero por el contrario, mucho más independientes y más altivos, capaces de ciencia y no incapaces de libertad, como los burgueses de la Alemania moderna. Pero con todas estas grandes cualidades, no eran nada más que bárbaros, es decir, tan indiferentes como los esclavos antiguos -de los cuales muchos, por lo demás, pertenecían a su raza- con respecto a todas las cuestiones de la teología y de la metafísica. De suerte que una vez rota su repugnancia práctica, no fue difícil convertirlos teóricamente al cristianismo.

Durante diez siglos consecutivos, el cristianismo, armado de la omnipotencia de la Iglesia y del Estado, y sin concurrencia alguna de parte de unos o de otros, pudo depravar, bastardear y falsear el espíritu de Europa. No tuvo concurrentes, puesto que fuera de la Iglesia no había pensadores, ni aun gentes instruidas. Si se levantaron herejías en su seno, no atacaron nunca más que los desenvolvimientos teológicos prácticos del dogma fundamental, no el dogma mismo. La creencia en Dios, espíritu puro y creador del mundo, y la creencia en la inmaterialidad del alma permanecieron intactas. Esta doble creencia se convirtió en la base ideal de toda la civilización occidental y oriental de Europa, y penetró, se encarnó en todas las instituciones, en todos los detalles de la vida, tanto pública como privada de todas las clases como de las masas.

¿Se puede uno asombrar, después de esto, que se haya mantenido esa creencia hasta nuestros días, y que continúe ejerciendo su influencia desastrosa aun sobre espíritus escogidos como Mazzini, Michelet, Quinet, y tantos otros? Hemos visto que el primer ataque fue promovido contra ella por el Renacimiento, que produjo héroes y mártires como Vanini, como Giordano Bruno y como Galileo y que, bien que ahogado pronto por el ruido, el tumulto y las pasiones de la reforma religiosa, continuó silenciosamente su trabajo invisible legando a los más nobles espíritus de cada generación nueva esa obra de la emancipación humana mediante la instrucción de lo absurdo, hasta que, en fin, en la segunda mitad del siglo XVIII reaparece de nuevo a la luz del día, levantando atrevidamente la bandera del ateísmo y del materialismo.

Se pudo creer entonces que el espíritu humano iba, por fin, a libertarse, una vez por todas, de todas las obsesiones divinas. Fue un error. La mentira divina, de que se había alimentado la humanidad -para no hablar más que del mundo cristiano- durante dieciocho siglos, debía mostrarse, una vez más, más poderosa que la humana verdad. No pudiendo ya servirse de la gente negra, de los cuervos consagrados de la iglesia, de los sacerdotes católicos o protestantes que habían perdido todo crédito, se sirvió de los sacerdotes laicos, de los mentirosos y de los sofistas de túnica corta, entre los cuales el papel principal fue dado a dos hombres fatales: uno, el espíritu más falso, el otro, la voluntad más doctrinariamente despótica del siglo pasado: a J. J. Rousseau y a Robespierre.

El primero representa el verdadero tipo de la estrechez de la mezquindad sombría, de la exaltación, sin otro objeto que su propia persona, del entusiasmo en frío de la hipocresía a la vez sentimental e implacable, de la mentira forzada del idealismo moderno. Se le puede considerar como el verdadero creador de la reacción moderna. En apariencia el escritor más democrático del siglo XVIII, incuba en sí el despotismo despiadado del estadista. Fue el profeta del Estado doctrinario, como Robespierre, su digno y fiel discípulo, que trató de convertirse en el gran sacerdote. Habiendo oído decir a Voltaire que si no hubiese existido Dios habría sido necesario inventarlo, J. J. Rousseau inventó el ser supremo, el dios abstracto y estéril de los deístas. Y en nombre de ese ser supremo y de la virtud hipócrita ordenada por el ser supremo, Robespierre guillotinó a los hebertistas primero, luego al genio mismo de la revolución, a Dantón, en cuya persona asesinó la república, preparando así el triunfo, desde entonces necesario, de la dictadura de Bonaparte l. Después de este gran triunfo, la reacción idealista buscó y encontró servidores menos fanáticos, menos terribles, medidos por la talla considerablemente empequeñecida de la burguesía de nuestro siglo. En Francia fueron Chateaubriand, Lamartine y -¿es preciso decirlo? ¿Y por qué no? hay que decirlo todo, cuando es verdad- fue Víctor Hugo mismo, el demócrata, el republicano, el casi socialista de hoy, y tras él toda la cohorte melancólica y sentimental de espíritus flacos y pálidos, quienes constituyeron, bajo la dirección de esos maestros, la escuela del romanticismo moderno. En Alemania fueron los Schlegel, los Tieck, los Novalis, los Werner, fue Schellíng, y tantos otros aun cuyos nombres no merecen siquiera ser mencionados.

La literatura creada por esa escuela fue el verdadero reino de los espectros y de los fantasmas. No soportaban la Iuz del día, pues el claroscuro era el único elemento en que podía vivir. No soportaba tampoco el contacto brutal de las masas; era la literatura de las almas tiernas, delicadas, distinguidas, que aspiraban al cielo, a su patria, y que vivían como a su pesar sobre a tierra. Tenía horror y desprecio a la política, a las cuestiones del día; pero cuando hablaba por azar de ellas, se mostraba francamente reaccionaria, tomando partido de la Iglesia contra la insolencia de los librepensadores, de los reyes contra los pueblos, y de todas las aristocracias contra la vil canalla de las calles. Por lo demás, como acabo de decir, lo que dominaba en la escuela era una indiferencia casi completa ante las cuestiones políticas. En medio de las nubes en que vivían, no podía distinguir más que dos puntos reales: el desenvolvimiento rápido del materialismo burgués y el desencadenamiento desenfrenado de las vanidades individuales.

Para comprender esa literatura es preciso buscar la razón de ser en la transformación que se había operado en el seno de la clase burguesa desde la revolución de 1793.

Desde el Renacimiento y la Reforma hasta esa revolución, la burguesía, si no en Alemania, al menos en Italia, en Francia, en Suiza, en Inglaterra, en Holanda, fue el héroe y representó el genio revolucionario de la historia. De su seno salieron en su mayoría los librepensadores del siglo XV, los grandes reformadores religiosos de los dos siglos siguientes y los apóstoles de la emancipación humana del siglo pasado, comprendidos esta vez también los de Alemania. Ella sola, naturalmente apoyada en las simpatías y en los brazos del pueblo que tenía fe en ella, hizo la revolución del 89 y la del 93. Había proclamado la decadencia de la realeza y de la iglesia, la fraternidad de los pueblos, los derechos del hombre y del ciudadano. He ahí sus títulos de gloria: son inmortales.

Desde entonces se escindió. Una parte considerable de adquirentes de bienes nacionales, enriquecidos y apoyándose esta vez no sobre el proletariado de las ciudades, sino sobre la mayor parte de los campesinos de Francia que se habían hecho igualmente propietarios agrícolas, aspiraba a la paz, al restablecimiento del orden público, a la fundación de un gobierno regular y poderoso. Aclamó, pues, con felicidad la dictadura del primer Bonaparte y, aunque se mantuviese volteriana, no vio con malos ojos su Concordato con el Papa y el restablecimiento de la iglesia oficial en Francia: “¡La religión es tan necesaria para el pueblo!”; lo que quiere decir que, ya saciada, esa parte de la burguesía comenzó desde entonces a comprender que era urgente, en interés de la conservación de su posición y de sus bienes adquiridos, engañar el hambre no satisfecha del pueblo con las promesas de un maná celeste. Fue entonces cuando comenzó a predicar Chateaubriand.

Napoleón cayó. La Restauración devolvió a Francia, con la monarquía legítima, la potencia de la iglesia y de la aristocracia nobiliario, que se rehicieron, si no con todo, al menos con una considerable parte de su antiguo poder. Esta reacción arrojó a la burguesía a la revolución; y con el espíritu revolucionario se despertó otra vez en ella también la incredulidad. Con Chateauriand a un lado, volvió a comenzar a leer a Voltaire. No legó hasta Diderot: sus nervios debilitados no soportaban ya un alimento tan fuerte. Voltaire, a la vez incrédulo y teísta, le convenía, al contrario, mucho. Béranger Paul Louis Courier expresaron perfectamente esta tenencia nueva. El “Dios de las buenas gentes” y el ideal del rey burgués, a la vez liberal y democrático, dibujado sobre el fondo majestuoso y en lo sucesivo inofensivo de las victorias gigantescas del imperio, tal fue en esa época, el alimento intelectual cotidiano de la burguesía de Francia.

Lamartine, aguijoneado por la envidia vanidosamente ridícula de elevarse a la altura del gran poeta inglés Byron, había comenzado sus himnos fríamente delirantes en honor del dios de los gentiles hombres y de la monarquía legítima. Pero sus cantos no repercutían más que en los salones aristocráticos. La burguesía no los oía. Su poeta era Béranger, y Courier, su escritor político.

La revolución de julio tuvo por consecuencia el ennoblecimiento de sus gustos. Se sabe que todo burgués de Francia lleva en sí el tipo imperecedero del burgués gentilhombre, que no deja nunca de aparecer tan pronto como adquiere un poco de riqueza y de poder. En 1830, la rica burguesía había reemplazado definitivamente a la antigua nobleza en el poder. Tendió naturalmente a fundar una nueva aristocracia: aristocracia del capital, sin duda, ante todo, pero también aristocracia de inteligencia, de buenas maneras y de sentimientos delicados. La burguesía comenzó a sentirse religiosa.

No fue por su parte una simple imitación de las costumbres aristocráticas, sino que era al mismo tiempo una necesidad de posición. El proletariado le había hecho un último servicio, ayudándola a derribar una vez más a la nobleza. Ahora, la burguesía no tenía necesidad de su ayuda, porque se sentía sólidamente sentada a la sombra del trono de junio, y la alianza con el pueblo, desde entonces inútil, comenzaba a hacérsele incómoda. Era preciso devolverlo a su lugar, lo que no podía hacerse naturalmente sin provocar una gran indignación en las masas. Se hizo necesario contenerlas. ¿Pero en nombre de qué? ¿En nombre del interés burgués crudamente confesado? Eso hubiese sido demasiado cínico. Cuanto más injusto e inhumano es un interés, más necesidad tiene, de ser sancionado, y ¿dónde hallar la sanción, sino en la religión, esa buena protectora de todos los hartos, y esa consoladora tan útil de todos los que tienen hambre? Y más que nunca, la burguesía triunfante sintió que la religión era absolutamente necesaria para el pueblo.

Después de haber ganado sus títulos imperecederos de gloria en la oposición, tanto religiosa y filosófica como política, en la protesta y en la revolución se había convertido en -fin en la clase dominante, y por eso mismo en la defensora y la conservadora del Estado, pues este último se había convertido a su vez en la institución regular de la potencia exclusiva de esa clase. El Estado es la fuerza y tiene para sí ante todo el derecho de la fuerza, el argumento triunfante del fusil. Pero el hombre está hecho tan singularmente que esa argumentación, por elocuente que parezca, no le basta a la larga. Para imponerle respeto, es preciso una sanción moral cualquiera. Es preciso, además, que esa sanción sea de tal modo evidente y sencilla que pueda convencer a las masas, que, después de haber sido reducidas por la fuerza del Estado, deben ser inducidas luego al reconocimiento moral de su derecho.

No hay más que dos medios para convencer a las masas de la bondad de una institución social cualquiera. El primero, el único real, pero también el más difícil, porque implica la abolición del Estado -es decir la abolición de la explotación políticamente organizada e la mayoría por una minoría cualquiera-, sería la satisfacción directa y completa de todas las necesidades, de todas las aspiraciones humanas de las masas; lo que equivaldría a la liquidación completa de la existencia tanto política como económica de la clase, burguesa, y como acabo de decirlo, a la abolición del Estado. Este medio sería, sin duda, saludable para las masas, pero funesto para los intereses burgueses. Por consiguiente, no hay ni que hablar de él.

Hablemos de otro medio, que, funesto para el pueblo solamente, es, al contrario, precioso para la salvación de los -privilegios burgueses. Este otro medio no puede ser más que la religión. Es ese milagro eterno el que arrastra a las masas a la busca de los tesoros divinos, mientras que, mucho más moderada, la clase dominante se contenta con compartir, muy desigualmente por otra parte y dando siempre más al que más posee, entre sus propios miembros, los miserables bienes de la tierra y los despojos humanos del pueblo, comprendida su libertad política y social.

No existe, no puede existir Estado sin religión. Tomad los Estados más libres del mundo, los Estados Unidos de América o la Confederación Helvética, por ejemplo, y ved qué papel tan importante desempeña la providencia divina, esa sanción suprema de todos los Estados, en todos los discursos oficiales.

Pero siempre -que un jefe de Estado habla de Dios, sea Guillermo I, emperador knutogermánico, o Grant, presidente de la gran república, estad seguros que se prepara de nuevo a esquilmar a su pueblo-rebaño.

La burguesía francesa, liberal, volteriana e impulsada por su temperamento a un positivismo, por no decir a un materialismo, singularmente estrecho y brutal, convertida, por su triunfo de 1830 en la clase del Estado, -ha debido, pues, darse necesariamente una religión oficial. La cosa no era fácil. No podía ponerse francamente bajo el yugo del catolicismo romano. Había entre ella y la Iglesia de Roma un abismo de sangre y de odio y, por práctica y prudente que se hubiese vuelto, no llegaría nunca a reprimir en su seno una pasión desarrollada por la historia. Por lo demás, la burguesía francesa se habría cubierto de ridículo si hubiera vuelto a la iglesia para tomar parte en las piadosas ceremonias del culto divino, condición esencial de una conversión meritoria y sincera. Muchos lo han tratado de hacer, pero su heroísmo no tuvo otro resultado que el escándalo estéril. En fin, la vuelta al catolicismo era imposible a causa de la contradicción insoluble que existe entre la política invariable de Roma y el desenvolvimiento de los intereses económicos y políticos de la clase media.

Bajo este aspecto, el protestantismo es mucho más cómodo. Es la religión burguesa por excelencia. Concede justamente tanta libertad como es necesaria para los burgueses, y ha encontrado el medio de conciliar las aspiraciones celestes con el respeto que reclaman los intereses terrestres. Así vemos que es sobre todo en los países protestantes donde se desarrollaron el comercio y la industria. Pero era imposible para la burguesía de Francia hacerse protestante. Para pasar de una religión a otra -al menos que sea por cálculo, como proceden alguna vez los judíos en Rusia y en Polonia, que se hacen bautizar tres, cuatro veces, a fin de recibir remuneraciones nuevas-, para cambiar de religión, hay que tener una gran fe religiosa. Y bien, en el corazón exclusivamente positivo del burgués francés, no hay lugar para ese grano. Profesa la indiferencia más profunda para todas las cuestiones, exceptuada la de la bolsa ante todo, y la de su vanidad social después. Es tan indiferente ante el protestantismo como ante el catolicismo. Por otra parte, la burguesía francesa no habría podido abrazar el protestantismo sin ponerse en contradicción con la rutina católica de la mayoría del pueblo francés, lo que hubiese constituido una gran imprudencia de parte de una clase que quería gobernar Francia.

No quedaba más que un medio: el de volver a la religión humanitaria y revolucionaria del siglo XVIII. Pero esa religión lleva demasiado lejos. Por consiguiente, la burguesía tuvo que crear, para sancionar el nuevo Estado, el Estado burgués que acababa de fundar, una religión nueva, que pudiese ser, sin demasiado ridículo ni escándalo, la religión profesada altamente por toda la clase burguesa.

Es así como nació el Ateísmo doctrinario.

Otros han hecho, mucho mejor de lo que yo sabría hacerlo, la historia del nacimiento y del desenvolvimiento de esa escuela, que tuvo una influencia tan decisiva y, puedo decirlo sin dudar, tan funesta sobre la educación política, intelectual y moral de la juventud burguesa de Francia. Data de Benjamín Constant y Madame Staël, pero su verdadero fundador fue RoyerCollard; sus apóstoles: los señores Guizot, Cousin, Villemain y muchos otros; su objetivo abiertamente confesado: la reconciliación de la revolución con la reacción, o para hablar el lenguaje de la escuela, del principio de libertad con el de autoridad, naturalmente en provecho de esta última.

Esta reconciliación significaba, en política, el escamoteo de la libertad popular en provecho de la dominación burguesa, representada por el Estado monárquico y constitucional; en filosofía, la sumisión reflexiva de la libre razón a los principios eternos de la fe.

Se sabe que esta filosofía fue elaborada principalmente por Cousin, el padre del eclecticismo francés. Hablador superficial y pedante; inocente de toda concepción original, de todo pensamiento propio, pero muy fuerte en lugares comunes -que ha cometido el error de confundir con el sentido común-, este filósofo ilustre ha preparado sabiamente, para el uso de la juventud estudiante de Francia, un plato metafísico a su modo y cuyo consumo, obligatorio en todas las escuelas del Estado por debajo de la universidad, ha condenado a varias generaciones consecutivas a una indigestión cerebral. Imagínese una ensalada filosófica compuesta de los sistemas más opuestos, una mezcla de padres de la Iglesia, escolásticos, de Descartes y de Pascal, de Kant y de psicólogos escoceses, superpuesto a las ideas divinas e innatas de Platón y recubierto de la capa de inmanencia hegeliana, acompañada necesariamente de una ignorancia tan desdeñosa como cometa de las ciencias naturales y que prueba como dos y dos son cinco la existencia de un dios personal.

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