"Escribir es escribir a casa. Es un peregrinaje a un hogar definitivo. Escribir es una Pasión. Es un intento proseguido de salvación que, sin embargo, se torna en su contrario." Byung Chul Han
Artículo del filósofo surcoreano Byung Chul Han, publicado por primera vez en su libro "Gute Unterhaltung. Eine Dekonstruktion der abendländischen Passionsgeschichte" (Buen entretenimiento Una deconstrucción de la historia occidental de la Pasión).
Por: Byung Chul Han
En una carta a Max Brod escribe Kafka:
“Escribir es un maravilloso y dulce salario, ¿pero a cambio de qué? Esta noche pasada vi con la claridad de una clase audiovisual infantil que es el salario por un servicio al diablo”
Escribir es una Pasión. Presupone un sufrimiento. El escritor recibe un salario por «ser pellizcado, apaleado y casi triturado por el diablo». Kafka concede que podría haber también «otra escritura», por ejemplo escribir «historias […] a la luz del sol». Pero él mismo solo conoce esta escritura «por la noche, cuando el miedo no me deja dormir». Así es como vive sobre un «suelo débil o inexistente», «sobre una oscuridad de la que un poder oscuro emerge como le place y destruye mi vida sin preocuparse al percibir mis balbuceos». Kafka se pregunta si su vida sería mejor si dejara de escribir, y responde negativamente. La vida sería «mucho peor y totalmente insoportable» y tendría que terminar en la «demencia»:
“La existencia del escritor depende realmente del escritorio; en realidad, si pretende escapar de la demencia jamás debe alejarse del escritorio, tiene que aferrarse a él con uñas y dientes.”
Así pues, la escritura conserva la vida, pero una vida que no es una verdadera vida: «La escritura me conserva, ¿pero no sería más correcto decir que conserva esta forma de vida?». La vida del escritor se asemeja a la muerte. No vive, sino que permanentemente muere. Lleva en sentido literal una vida en vista de la muerte: «Me he quedado en barro. No he convertido la chispa en fuego, sino que solo la he empleado para iluminar mi cadáver». El escritor tiene un «miedo horrible a morir, porque todavía no ha vivido». No puede «mudarse a la casa» sin más. Su miedo a la muerte es por tanto ficticio, ya que todavía no ha vivido. ¿Cómo se puede tener miedo del final de la vida si todavía no se la conoce? Por eso se pregunta Kafka:
“¿Con qué derecho me asusto de que la casa se derrumbe, yo, que nunca estuve en casa? ¿Acaso sé lo que antecedió al derrumbe? ¿Acaso no he emigrado y he abandonado la casa a todos los poderes malignos?”
El escritor abandona la casa, se convierte en peregrino del desierto: «El desierto espiritual. Los cadáveres de las caravanas de tus días anteriores y tus días posteriores». El escritor es alentado por el deseo de llegar, de estar en casa, e incluso de soñar una casa:
“Me marché de casa y constantemente tengo que escribir a casa, aunque haga tiempo que todo hogar se haya desvanecido para toda la eternidad. Toda esta escritura no es más que la bandera de Robinson en la cota más elevada de la isla.”
Escribir es escribir a casa. Es un peregrinaje a un hogar definitivo. Escribir es una Pasión. Es un intento proseguido de salvación que, sin embargo, se torna en su contrario. El escritor encuentra la salvación en el hundimiento en sentido literal. La salvación resulta ser una huida del mundo y de su luz que, por su parte, conduce a la asfixia. El escritor cava para meterse en las profundidades creyendo salvar a un sepultado que posiblemente sea él mismo. De este modo se entierra vivo:
“No es que te hayas quedado sepultado en la mina y las masas rocosas te separen a ti, débil y aislado, del mundo y su luz, sino que tú estás afuera y quieres llegar hasta el sepultado y eres impotente frente a las piedras, y el mundo y su luz te hacen aún más impotente. Y a cada momento se asfixia aquel que tú quieres salvar, de modo que tienes que trabajar como un enajenado y él jamás se asfixiará, así que jamás deberás dejar de trabajar”
La relación de Kafka con el mundo es ante todo de miedo. El miedo hace imposible toda serenidad con el mundo. Su miedo a la muerte se irradia sobre todo. De este modo, también tiene miedo al cambio o a los viajes. La vida, que no es otra cosa que la iluminación de un cadáver, está condenada a un anquilosamiento mortal. El escritor entra en un círculo vicioso de la muerte: tiene miedo a la muerte porque no ha vivido, y no vive porque solo emplea la vida para iluminar el cadáver.
La imagen de Kafka del escritor es muy ambivalente. El escritor no es solo homo doloris, sino homo delectionis. No renuncia del todo al disfrute. La escritura es, justamente, un salario «dulce» por un servicio al diablo. Posiblemente sea más dulce que la vida a la que el escritor renuncia. El propio escritor es una «construcción del afán de disfrute», que «siempre revolotea zumbando en torno a la propia figura o a una figura ajena […] y la disfruta». Así es como se entrega al disfrute de lo bello: «Esto es el escritor. […] Estoy aquí sentado en la cómoda postura del escritor, dispuesto a todo lo bello».
El escritor es también una construcción del autodeleite. Se llora y se corona a sí mismo. Nutre su cadáver de sus dulces lágrimas: el escritor «muere (o no vive) y se llora a sí mismo constantemente». En lugar de habitar el mundo, se habita a sí mismo. Pero el egoísmo, el aferrarse enfermizamente a sí mismo hace que la vida sea imposible: «Lo único que se necesita para vivir es renunciar al autodeleite». A Kafka lo sobrecoge reiteradamente un hondo arrepentimiento por no haber vivido: «Podría vivir y no vivo». Tampoco el arrepentimiento carece de autodeleite: «¿Por qué se arrepiente uno, por qué no cesa el arrepentimiento? ¿Para engalanarse y hacerse más atractivo? También por eso».
Lo que importa siempre es el deleite, ya sea el deleite propio o el ajeno. El escritor es, como afirma en otro pasaje, alguien que tiene que sufrir sustitutoriamente por toda la «humanidad». Es un mártir. Carga sobre sí solo con toda la culpa de la humanidad. Lleva la cruz sustitutoriamente. Pero al mismo tiempo hace que el pecado sea más deleitable: «Es el chivo expiatorio de la humanidad, permite que los hombres disfruten un pecado sin culpa, casi sin culpa». Recordemos de nuevo que el escritor es una «construcción del afán de disfrute». Por tanto, el escritor y la humanidad coinciden en el imperativo del deleite. A la teoría de Kafka del escritor responde Max Brod:
“Tus comentarios sobre el escritor: pues bien, aunque somos amigos, nosotros dos correspondemos evidentemente a tipos distintos. Al escribir tú te consuelas de algo negativo, ya sea real o imaginario, pero en cualquier caso de algo que tú sientes como negativo de la vida. Pero al menos tú puedes escribir en la desgracia. En mi caso, la dicha y la escritura penden de un mismo hilo. Si ese hilo se rompe (¡y qué frágil es!) me hundo en la miseria. Sin embargo, en esta situación antes prefiero poder estrangularme que escribir. Tú dirás que escribir es tu método para estrangularte, etc. Pero ahí no hay ningún paralelismo. Pues yo desconozco justamente este método de estrangulamiento. Y yo solo puedo escribir si estoy en un gran equilibrio anímico. Desde luego este equilibrio nunca es tan grande como para que escribir me resulte prescindible. En esto coincidimos"
Kafka responde a eso que su relación con la escritura es totalmente distinta a su relación con la dicha, que para escribir él rehúye la dicha:
“Y sin duda esta diferencia consiste en que yo, si quizá alguna vez fui feliz de un modo que no fuera gracias a la escritura y a lo que guarda relación con ella (y no sé exactamente si alguna vez lo fui), justamente entonces no era capaz de escribir, a causa de lo cual todo, apenas se ponía en marcha, de inmediato se volteaba, pues la añoranza de escribir prevalece sobre todo. Sin embargo, de eso no cabe concluir que yo tenga un talento fundamental, innato y honroso para la escritura”
No es «honrosa» su renuncia a la dicha, porque él empeña la dicha a cambio de un deleite superior que se llama escribir. Encima su afán de disfrute capitaliza incluso el cadáver. Su miedo a la muerte posiblemente venga de que la muerte es lo totalmente distinto al afán de disfrute: «Mi vida fue más dulce que la de los otros, tanto más terrible será mi muerte». Mirándolo así, no hay ninguna diferencia fundamental entre la escritura que se basa en lo «negativo» y la que se funde del todo con la dicha. El escritor ayuna por la escritura, que promete un deleite superior. Se consagra fanáticamente el ayuno, e incluso al hambre.
La narración de Kafka Un artista del hambre relata una historia de la Pasión del escritor. La narración comienza con un diagnóstico de la época: «En los últimos años ha disminuido mucho el interés por los artistas del hambre». Así pues, se vive en una época que cada vez se interesa menos por la Pasión de pasar hambre, e incluso por la Pasión en general. Por otro lado, la Pasión del «mártir» del hambre tampoco es un puro sufrimiento, pues la renuncia al alimento lo hace feliz:
“Únicamente él sabía —ni siquiera ningún iniciado lo sabía— lo fácil que era pasar hambre. Era la cosa más fácil del mundo. Y no es que se lo callara, sino que no le creían o en el mejor de los casos lo tomaban por modesto, pero casi siempre por adicto a publicitarse.”
El artista del hambre sufre sobre todo por la circunstancia de que siempre tiene que terminar anticipadamente su ayuno contra su voluntad. Su debilidad tras una fase de hambre no es más que la «consecuencia de haber finalizado prematuramente su ayuno». Las ponderaciones en función de la estrategia comercial son las únicas que fijan la duración del ayuno. La publicidad domina por completo la Pasión, de modo que le imputan falsamente ser «adicto a publicitarse». Sobre todo se trata de suscitar la mayor atención posible del «público»:
“El empresario había decretado cuarenta días como período máximo de ayuno. Nunca dejaba ayunar más tiempo que ese, ni siquiera en las grandes ciudades, y tenía buenos motivos para ello. Sabía por experiencia que durante aproximadamente cuarenta días se podía avivar cada vez más el interés de una ciudad con un aumento progresivo de la publicidad, pero que luego el público fallaba y se podía constatar una disminución esencial de la afluencia.”
La Pasión de pasar hambre como entretenimiento obedece al dictado de la publicidad. El interés de la «muchedumbre ávida de diversiones» disminuye constantemente. La falta de interés por la Pasión del hambre, por la Pasión en general, hace que el artista del hambre acabe en un circo. El mártir del hambre va pasando su miserable existencia en una jaula junto a los establos, hasta que también aquí acaba cayendo en un olvido absoluto. Ya nadie se interesa por la Pasión del hambre:
“La gente se acostumbró a la anomalía de pretender suscitar en los tiempos actuales expectación por un artista del hambre, y con este acostumbramiento quedó dictada su sentencia. Podía pasar tanta hambre como quisiera, y de hecho lo hacía, que ya nada podría salvarlo y la gente pasaba de largo ante él. ¡Trata de explicarle a alguien el arte de pasar hambre!”
Su jaula de la Pasión ya solo representa un «obstáculo en el camino que lleva a los establos»:
“Una vez la jaula llamó la atención de un vigilante, y este preguntó a los sirvientes qué hacía ahí sin utilizar y llena de paja podrida esa jaula a la que se podría dar buen uso. Nadie lo supo, hasta que al ver una pizarra con cifras uno se acordó del artista del hambre. Removieron la paja con unos palos y encontraron dentro al artista del hambre. «¿Aún sigues pasando hambre?», preguntó el vigilante.”
A la pregunta del vigilante de por qué tiene que pasar hambre, de por qué no puede dejar de hacerlo, el artista del hambre le susurra al vigilante al oído una enigmática confesión:
“Porque no he podido encontrar una comida que me guste. Créeme que si la hubiera encontrado no habría armado tanto revuelo y me habría hartado a comer como tú y como todos.”
Su arte del hambre resulta ser una arte de la negatividad. Niega todo alimento. Dice no a todo lo que es. Pero esta negatividad no genera un puro sufrimiento. Justamente en ella se basa su felicidad. El artista del hambre está «consagrado con excesivo fanatismo» al hambre. Con esa enigmática confusión termina la historia de la Pasión del artista del hambre. Lo entierran junto con la paja. Su puesto lo pasa a ocupar una joven pantera. Ya cuando la meten en la jaula los implicados sienten un enorme alivio, un «descanso perceptible incluso para la sensibilidad más obtusa». El animal bien alimentado representa la figura opuesta al mártir del hambre y a la Pasión en general. De sus fauces brota una alegría que no tiene otro anhelo que vivir:
“Los vigilantes traían sin pensárselo dos veces el alimento que le gustaba; no parecía echar de menos ni siquiera la libertad; este cuerpo noble, dotado de todo lo necesario incluso casi para desgarrar, parecía portar también la libertad consigo; parecía que la libertad estuviera metida en algún lugar de su dentadura; y la alegría por vivir brotaba de sus fauces con una fogosidad tan fuerte que a los espectadores no les resultaba fácil resistirla. Pero hacían un esfuerzo, se apiñaban en torno a la jaula y no querían marcharse.”
La «muchedumbre ávida de diversiones» acude ahora en masa a ver el feliz animal, esta nueva curiosidad del circo. La muchedumbre se identifica por completo con la alegría de vivir que brota con fuerte fogosidad de las fauces del animal. Evidentemente la afirmación hedonista de la vida permite descansar de la Pasión de la negación.
Tanto el animal hedonista como el artista del hambre llevan una existencia en presidio. Pero al parecer esta existencia no excluye la felicidad. Incluso quizá la presuponga. La joven pantera simboliza la felicidad sin Pasión, la alegría que no conoce más anhelo que vivir. Pero ciertamente resulta extraña o absurda una libertad que está metida en algún lugar de la dentadura. Sin embargo, no resulta menos problemática la libertad del mártir del hambre, que es la libertad de la negación. Y la felicidad del animal hedonista, una libertad que surge del disfrute digestivo, no es más aparente ni más engañosa que la dicha de la negación.
El arte como Pasión posiblemente sea siempre un arte del hambre, que hace que la negación de lo que es se transforme en un deleite. De este modo, el mártir del hambre recibe un «salario dulce y maravilloso» por la negatividad de su existencia. Básicamente el artista del hambre y el animal hedonista no se diferencian entre sí. El imperativo de la dicha los une profundamente.