Nietzsche, Freud y Marx | por Michel Foucault ~ Bloghemia Nietzsche, Freud y Marx | por Michel Foucault

Nietzsche, Freud y Marx | por Michel Foucault








"Lo inacabado de la interpretación, el hecho de que ella sea siempre recortada y que permanezca el suspenso al borde de ella misma creo que se encuentra de una manera bastante análoga en Marx, Nietzsche y Freud, bajo la forma del rechazo del comienzo." Michel Foucault 
 



 Ensayo del filósofo francés Michel Foucault donde analiza a Nietzsche, Freud y Marx como fundadores modernos de la interpretación.




  
Por: Michel Foucault 

Cuando se me propuso este proyecto de «mesa redonda» me pareció del mayor interés pero, evidentemente, algo embarazoso. Sugerí, pues, una modificación: algunos temas relativos a las técnicas de interpretación en Marx, Nietzsche y Freud.





En realidad detrás de estos temas hay un sueño que sería el de poder hacer un día una especie de Corpus general, de Enciclopedia de todas las técnicas de interpretación que hemos podido conocer desde los gramáticos griegos hasta nuestros días. Yo creo que pocos capítulos de este gran corpus de todas las técnicas de interpretación han sido redactados hasta hoy. Me parece que se podría decir aquí, como introducción general a esta idea de una historia de las técnicas de la interpretación, que el lenguaje, en todo caso el lenguaje en las culturas indo-europeas, ha hecho nacer siempre dos clases de sospechas: 

Ante todo la sospecha de que el lenguaje no dice exactamente lo que dice. El sentido que se atrapa y que es inmediatamente manifiesto no es, quizás, en realidad, sino un sentido menor, que protege, encierra y, a pesar de todo, transmite otro sentido; siendo este sentido a la vez el sentido más fuerte y el sentido «de debajo». Esto era lo que los griegos llamaban la allego ría y la hiponoïa. 

Por otra parte el lenguaje hace nacer esta otra sospecha: que el lenguaje desborda, de alguna manera, su forma propiamente verbal, y que hay muchas otras cosas en el mundo que hablan y que no son lenguaje. Ante todo se podría decir que la naturaleza, el mar, el murmullo de los árboles, los animales, los rostros, las máscaras, los cuchillos en cruz, hablan; probablemente hay lenguajes que se articulan de una manera no verbal. Esta sería, si queréis, y en forma muy burda, la semaïnon de los griegos.

Estas dos sospechas que se ve aparecer ya entre los griegos no han desaparecido y nos son aún contemporáneas, puesto que hemos vuelto a creer, precisamente desde el siglo XIX, que los gestos mudos, que las enfermedades, que todo el tumulto a nuestro alrededor puede también hablar; y más que nunca estamos a la escucha de todo este lenguaje posible, tratando de sorprender bajo las palabras un discurso que sería más esencial. 

Yo creo que cada cultura, quiero decir, cada forma cultural dentro de la civilización occidental, ha tenido su sistema de interpretación, sus técnicas, sus métodos, sus formas de rastrear el lenguaje que quiere decir otra cosa que lo que él dice, y que hay lenguaje fuera del lenguaje. Parece, pues, que habría que inaugurar una empresa para hacer el sistema o el cuadro, como se decía en el siglo XVII de todos estos sistemas de interpretación. 

Para comprender qué sistema de interpretación ha fundado el siglo XIX y en consecuencia a qué sistema de interpretación pertenecemos nosotros, me parece que sería necesario tomar un punto de referencia lejano, un tipo de técnica tal como la que pudo existir, pongamos por caso, en el siglo XVI. En esta época, lo que daba lugar a interpretación, a la vez su sitio general y la unidad mínima que la interpretación tenía que tratar, era la semejanza. Donde las cosas se parecían, donde eso se parecía, alguna cosa quería expresarse y podía ser descifrada; se conoce bien el papel importante que han desempeñado en la cosmología, en la botánica, en la zoología, en la filosofía del siglo XVI, la semejanza y todas las nociones que giran como satélites en tomo a ella. A decir verdad, para nuestros ojos de gentes del siglo XX, toda esta red de similitudes es algo confusa y embrollada. Sin embargo, este corpus de la semejanza en el siglo XVI estaba perfectamente organizado. Había por lo menos cinco nociones perfectamente definidas: 

La noción de conveniencia, la convenentia que es adecuación (por ejemplo, del alma al cuerpo, o de la serie animal a la serie vegetal). 

La noción de sympatheia, la simpatía, que es identidad de accidentes en sustancias distintas.

La noción de emulatio, que es el muy curioso paralelismo de atributos en sustancias o en seres distintos, de tal forma que los atributos son como el reflejo los unos de los otros, en una sustancia y en la otra. (Así, Porta explica que el rostro humano es, con las siete partes que distingue en él, la emulación del cielo con sus siete planetas.) 

La noción de signatura, la firma, que es, entre las propiedades visibles de un individuo, la imagen de una propiedad invisible y oculta. 

Y luego, indudablemente, la noción de analogía, que es identidad de relaciones entre dos o varias sustancias distintas. 

La teoría del signo y las técnicas de interpretación, en aquella época, reposaban, pues, sobre una definición perfectamente clara de todos los tipos posibles de semejanza y fundamentaban dos tipos de conocimiento perfectamente distintos: la cognitio, que era el paso, en cierta forma lateral, de una semejanza a otra; y la divinatio, que era el conocimiento en profundidad, yendo de una semejanza superficial a una semejanza más profunda. Todas estas semejanzas manifiestan el consensus del mundo que las fundamenta; se oponen al simulacrum la mala semejanza, que reposa sobre la disensión entre Dios y el Diablo. 

Si las técnicas de interpretación del siglo XVI han sido dejadas en suspenso por la evolución del pensamiento occidental durante los siglos XVII y XVIII, si la crítica baconiana, la crítica cartesiana de la semejanza han jugado indudablemente un gran papel para ponerlas en entredicho, el siglo XIX y muy singularmente Marx, Nietzsche y Freud nos han vuelto a poner en presencia de una nueva posibilidad de interpretación, han fundamentado de nuevo la posibilidad de una hermenéutica. 

El primer libro de El capital, textos como El nacimiento de la tragedia y La genealogía de la moral, la Traumdeutung, nos ponen en presencia de técnicas interpretativas. El efecto de choque, la especie de herida provocada en el pensamiento occidental por estas obras, viene de que ellas han reconstituido ante nuestros ojos algo que Marx: llamaba hieroglifos. Esto nos ha puesto en una situación incómoda puesto que estas técnicas de interpretación nos conciernen a nosotros mismos, puesto que nosotros, intérpretes, nos hemos puesto a interpretamos mediante estas técnicas. Y es con estas técnicas de interpretación, a su vez, que debemos interrogar a esos intérpretes que fueron Freud, Nietzsche y Marx; en forma tal que somos perpetuamente reenviados en un perpetuo juego de espejos. 

Freud dice en alguna parte que hay tres grandes heridas narcisistas en la cultura occidental: la herida causada por Copérnico; la que provocó Darwin cuando descubrió que el hombre descendía del mono y la herida hecha por Freud cuando él mismo, a su vez, descubrió que la conciencia reposaba sobre la inconsciencia. Yo me pregunto si no se podría decir que Freud, Nietzsche y Marx, al envolvernos en una tarea de interpretación que se refleja siempre sobre sí misma, no han constituido alrededor nuestro, y para nosotros, esos espejos de donde nos son reenviadas las imágenes cuyas heridas inextinguibles forman nuestro narcisismo de hoy día. En todo caso, y es a este propósito que querría hacer algunas sugestiones, me parece que Marx, Nietzsche y Freud no han multiplicado, en manera alguna, los signos en el mundo occidental. No han dado un sentido nuevo a las cosas que no tenían sentido. Ellos han cambiado, en realidad, la naturaleza del signo, y modificado la manera como el signo en general podía ser interpretado. 

La primera pregunta que querría formular es ésta: ¿Marx, Freud y Nietzsche no han modificado profundamente el espacio de repartición en el cual los signos pueden ser signos? En la época que he tomado por punto de referencia, en el siglo XVI, los signos se disponían de una manera homogénea en un espacio que era también homogéneo, y esto en todas las direcciones, 

Los signos de la tierra reenviaban al cielo, pero reenviaban también al mundo subterráneo, reenviaban del hombre al animal, del animal a la planta, y recíprocamente. A partir del siglo XIX (Freud, Marx y Nietzsche), los signos se han sobrepuesto en un espacio mucho más diferenciado, según una dimensión que se podría llamar de profundidad, pero a condición de no entender por ella la interioridad sino, al contrario, la exterioridad. 

Yo pienso, en particular, en ese largo debate que Nietzsche no ha dejado de sostener con la profundidad. Hay en Nietzsche una crítica de la profundidad ideal, de la profundidad de conciencia, que él denuncia como invención de los filósofos; esta profundidad sería búsqueda pura e interior de la verdad. Nietzsche muestra cómo ella implica la resignación, la hipocresía, la máscara; tanto es así que el intérprete debe, cuando recorre los signos para denunciarlos, descender a lo largo de la línea vertical y mostrar que esta profundidad de la interioridad es realmente cosa distinta de lo que ella manifiesta. Es necesario, en consecuencia, que el intérprete descienda, que sea, como él dice, «un buen escudriñador de los bajos fondos». 

Pero no se puede, en realidad, recorrer esta línea descendente, cuando se interpreta, sino para restituir la exterioridad centelleante que ha sido recubierta y enterrada. Y es que si el intérprete debe ir hasta el fondo como un escudriñador, el movimiento de la interpretación es, por el contrario, el de un oteo, de un oteo siempre más elevado que deja ostentar sobre él, de una manera cada vez más visible, la profundidad; y la profundidad es restituida ahora como secreto absolutamente superficial, de tal manera que el vuelo del águila, el ascenso de la montaña, toda esta verticalidad tan importante en Zaratustra, es, en sentido estricto, la inversión de la profundidad, el descubrimiento de que la profundidad no era sino un ademán y un pliegue de la superficie. A medida que el mundo llega a ser más profundo bajo la mirada, se advierte que todo lo que ha ejercitado la profundidad del hombre no era sino un juego de niños. 

Yo me pregunto si esta espacialidad, este juego de Nietzsche con la profundidad, no pueden compararse al tratamiento, aparentemente diferente, que Marx ha llevado con la superficialidad. El concepto de superficialidad en Marx es muy importante; en el comienzo de El capital él explica cómo, a diferencia de Perseo, debe sumergirse en la bruma para mostrar con hechos que no hay monstruos ni estigmas profundos, porque todo lo que hay de profundidad en la concepción que la burguesía tiene de la moneda, del capital, del valor, etc., no es en realidad sino superficialidad. 

E, indudablemente, sería necesario recordar el espacio de interpretación que Freud ha constituido, no solamente en la famosa topología de la Conciencia y del Inconsciente, sino igualmente en las reglas que ha formulado para la atención psicoanalítica y el desciframiento por el analista de lo que se dice durante el curso de la «cadena» hablada. Sería preciso recordar la especialidad, eminentemente material, a la que Freud ha concedido tanta importancia, y que expone al enfermo a la mirada oteadora del psicoanalista. 

El segundo tema que quisiera proponeros, y que por otra parte está un poco ligado al primero, sería indicar, a partir de los tres hombres de los que estamos hablando, que la interpretación ha llegado a ser al fin una tarea infinita. A decir verdad, ella lo era ya en el siglo XVI, pero los signos se reenviaban los unos a los otros muy simplemente porque la semejanza no podía ser sino limitada. A partir del siglo XIX, los signos se encadenan en una red inagotable, infinita, no porque reposen sobre una semejanza sin límites, sino porque hay una apertura irreductible. 

Lo inacabado de la interpretación, el hecho de que ella sea siempre recortada y que permanezca el suspenso al borde de ella misma creo que se encuentra de una manera bastante análoga en Marx, Nietzsche y Freud, bajo la forma del rechazo del comienzo. Rechazo de la «Robinsonada», decía Marx; distinción, muy importante en Nietzsche, entre el comienzo y el origen; y carácter siempre inacabado de la marcha regresiva y analítica en Freud. Es sobre todo en Nietzsche y Freud y en un grado menor en Marx, en donde se ve dibujarse esta experiencia que creo tan importante para la hermenéutica moderna, según la cual cuanto más lejos se va en la interpretación. tanto más se avecina, al mismo tiempo, a una región absolutamente peligrosa, en donde no sólo la interpretación va a alcanzar su punto de retroceso sino que va a desaparecer como interpretación, causando tal vez la desaparición del mismo intérprete. La existencia siempre cercana del punto absoluto de interpretación sería al mismo tiempo la de un punto de ruptura. 

En Freud se conoce bien cómo se ha hecho progresivamente el descubrimiento de este carácter estructuralmente abierto de la interpretación. Este descubrimiento fue hecho de una manera muy elusiva, muy oculta a sí misma en la Traumdeutung, cuando Freud analiza sus propios sueños y entonces invoca razones de pudor o de no divulgación de un secreto personal para interrumpirse. 

En el Análisis de Dora, se ve aparecer la idea de que la interpretación debe detenerse, no puede ir hasta el fin en razón de lo que sería llamado transferencia algunos años después. Y después, a través de todo el estudio de la transferencia, se afirma la inagotabilidad del análisis, en el carácter infinito e infinitamente problemático de la relación del analizado y del analista, relación que es evidentemente constituyente para el psicoanálisis y que abre el espacio en el cual no cesa de desplegarse, sin poder acabarse nunca. 

En Nietzsche es evidente también que la interpretación es siempre inacabada. ¿Qué es para él la filosofía sino una especie de filología siempre en suspenso, una filología sin término, desarrollada siempre más lejos, una filología que no sería nunca absolutamente fijada? ¿Por qué? Es, como lo dice en Más allá del bien y del mal, porque «perecer por el conocimiento absoluto podría bien hacer parte del fundamento del ser». [2] Sin embargo, él mostró en Ecce Homo cuán cerca había estado de este conocimiento absoluto que hace parte del fundamento del Ser. También, en el curso del otoño de 1888 en Turín. 

Si se descifran en la correspondencia de Freud sus permanentes inquietudes desde el momento en que descubrió el psicoanálisis, se puede preguntar si la experiencia de Freud no es, en el fondo, semejante a la de Nietzsche. Lo que está en juego en el punto de ruptura de la interpretación en esta convergencia de la interpretación hacia un punto que la hace imposible, podría muy bien ser algo como la experiencia de la locura. 

Experiencia contra la cual Nietzsche se debatió y por la cual fue fascinado; experiencia contra la cual luchó Freud toda su vida, no sin angustia. Esta experiencia de la locura sería la sanción de un movimiento de la interpretación que se acerca al infinito de su centro y que se hunde, calcinado. 

Yo creo que este inacabamiento esencial de la interpretación está ligado a otros dos principios, también fundamentales y que constituirían con los dos primeros, de los cuales acabo de hablar, los postulados de la hermenéutica moderna. Esto, ante todo: si la interpretación no puede acabarse nunca es, simplemente, porque no hay nada que interpretar. No hay nada de absolutamente primario que interpretar pues, en el fondo, todo es ya interpretación; cada signo es en sí mismo no la cosa que se ofrece a la interpretación, sino interpretación de otros signos. 

No hay nunca, si queréis, un interpretandum que no sea ya interpretans, hasta el punto de que la relación que se establece en la interpretación lo es tanto de violencia como de elucidación. En efecto, la interpretación no aclara una materia que es necesario interpretar y que se ofrece a ella pasivamente; ella no puede sino apoderarse, y violentamente de la interpretación ya hecha, que debe invertir revolver, despedazar a golpes de martillo. 

Se ve esto ya en Marx, que no interpreta la historia de las relaciones de producción, sino que interpreta una relación que se da ya como una interpretación, puesto que ella se presenta como naturaleza. De la misma manera Freud no interpreta signos sino interpretaciones. En efecto, bajo los síntomas, ¿qué es lo que descubre Freud? El no descubre, como se dice, «traumatismos»; él pone al descubierto fantasmas, con su carga de angustia, es decir, un núcleo que es ya en su ser mismo una interpretación. La anorexia, por ejemplo, no envía al destete como el significante enviaría al significado, sino que la anorexia como signo, síntoma que hay que interpretar, reenvía a los fantasmas del mal seno materno, que es en sí mismo una interpretación, que es en sí mismo un cuerpo parlante. Es por esto que Freud no tiene para interpretar otra cosa en el lenguaje de sus enfermos que aquello que sus enfermos le ofrecen como síntomas; su interpretación es la interpretación de una interpretación, en los términos en que esta interpretación es dada. Se sabe que Freud inventó el «Super ego» el día en que una enferma dijo: «Siento un perro sobre mí». 

Es de la misma manera como Nietzsche se apodera de las interpretaciones que se han apoderado ya las unas de las otras. No hay para Nietzsche un significado original. Las palabras mismas no son otra cosa que interpretaciones y a lo largo de su historia ellas interpretan antes de ser signos, y no significan finalmente sino porque no son otra cosa que interpretaciones esenciales. Testigo, la famosa etimología de agathos. Esto es también lo que dice Nietzsche cuando afirma que las palabras han sido inventadas siempre por las clases superiores; ellas no indican un significado: imponen una interpretación. Por consiguiente no es porque haya signos primarios y enigmáticos por lo que estamos consagrados a la tarea de interpretar, sino porque hay interpretaciones, porque nunca cesa de haber por encima de todo lo que habla el gran tejido de las interpretaciones violentas. Es por esta razón que hay signos, signos que nos prescriben la interpretación de su interpretación, que nos prescriben invertirlos como signos. En este sentido se puede decir que la Alegoría, la Hyponïa, son en el fondo del lenguaje y antes que él, no lo que se ha deslizado de inmediato bajo las palabras, para desplazarlas y hacerlas vibrar, sino aquello que ha hecho nacer las palabras, lo que las hace destellar con un brillo que no se detiene jamás. Por esto también en Nietzsche el intérprete es lo «verídico»; es lo «verdadero», no porque él se apodere de una verdad en reposo para proferirla, sino porque él pronuncia la interpretación que toda verdad tiene por función recubrir. Tal vez esta primacía de la interpretación en relación a los signos es lo que hay de más decisivo en la hermenéutica moderna. 

La idea de que la interpretación precede al signo implica que el signo no sea un ser simple y benévolo, como era el caso aun en el siglo XVI, en el que la plétora de signos, el hecho de que las cosas se asemejaran, probaba simplemente la benevolencia de Dios, y no apartaba sino por un velo transparente el signo del significado. Al contrario, a partir del siglo XIX, a partir de Freud, Marx: y Nietzsche, me parece que el signo va a llegar a ser malévolo; quiero decir que hay en el signo una forma ambigua y un poco turbia de querer mal y de «malcuidar». Y esto en la medida en que el signo es ya una interpretación que no se da por tal. Los signos son interpretaciones que tratan de justificarse, y no a la inversa. 

Así funciona la moneda tal como se la ve definida en la Crítica de la economía política, y sobre todo en el primer libro de El capital. Es así como funcionan los síntomas en Freud. Y en Nietzsche, las palabras, la justicia, las clasificaciones binarias del Bien y del Mal, consecuentemente los signos, son máscaras. El signo, el adquirir esta función nueva de encubridor de la interpretación pierde su ser simple de significante que poseía aún en la época del Renacimiento, su espesor propio parece abrirse y entonces pueden precipitarse en la abertura todos los conceptos negativos que eran hasta entonces extraños a la teoría del signo. Este no conocía sino el momento transparente y apenas negativo del velo. Ahora podrá organizarse en el interior del signo todo un juego de conceptos negativos, de contradicciones, de oposiciones, en fin ese juego de fuerzas reactivas que Deleuze ha analizado tan bien en su libro sobre Nietzsche. 

«Volver a poner la dialéctica sobre sus pies»: ¿si esta expresión debe tener un sentido no sería Justamente el de haber vuelto a colocar en el espesor del signo, en este espacio abierto, sin fin, en este espacio sin contenido real ni reconciliación, todo ese juego de la negatividad que la dialéctica, finalmente, había descargado dándole un sentido? 

En fin, último carácter de la hermenéutica: la interpretación se encuentra ante la obligación de interpretarse ella misma al infinito; de proseguirse siempre. De allí se desprenden dos consecuencias importantes. La primera es que la interpretación será siempre de ahora en adelante la interpretación por el «quién»; no se interpreta lo que hay en el significado, sino que se interpreta a fondo: quien ha planteado la interpretación. El principio de la interpretación no es otro que el intérprete y éste es tal vez el sentido que Nietzsche ha dado a la palabra «psicología». La segunda consecuencia es la de que la interpretación debe interpretarse siempre ella misma y no puede dejar de volver sobre ella misma. Por oposición al tiempo de los signos, que es un tiempo del vencimiento, y por oposición al tiempo de la dialéctica, que es a pesar de todo lineal, se tiene un tiempo de la interpretación que es circular. Este tiempo está obligado a pasar por donde ya ha pasado, lo que hace que, en suma, el único peligro que corre realmente la interpretación, pero peligro supremo, son paradójicamente los signos los que se lo hacen correr. La muerte de la interpretación consiste en creer que hay signos, signos que existen originariamente, primariamente, realmente, como señales coherentes, pertinentes y sistemáticas. 

La vida de la interpretación, al contrario, es creer que no haya sino interpretaciones. Me parece que es preciso comprender muy bien esta cosa que muchos de nuestros contemporáneos olvidan: que la hermenéutica y la semiología son dos enemigos bravíos. Una hermenéutica que se repliega sobre una semiología cree en la existencia absoluta de los signos: abandona la violencia, lo inacabado, lo infinito de las interpretaciones, para hacer reinar el terror del indicio, y recelar el lenguaje. Reconocemos aquí el marxismo después de Marx. Por el contrario, una hermenéutica que se envuelve en ella misma, entra en el dominio de los lenguajes que no cesan de implicarse a sí mismos, esta región medianera de la locura y del puro lenguaje. Es allí donde nosotros reconocemos a Nietzsche. 

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