"La educación que proviene de Nietzsche abre espacios que provocan vértigo, y con ello despierta, desde allí, toda la fuerza del fundamento existencial." Karl Jaspers
Texto del filósofo alemán Karl Jaspers, sobre Friedrich Nietzsche y la educación.
Por: Karl Jaspers
Los grandes filósofos son, en su totalidad, nuestros educadores. Al tratarlos, surge nuestra conciencia del ser, revestida con la forma de nuestros impulsos, valoraciones y metas, de nuestros cambios y estados, de nuestras superaciones de nosotros mismos.
Cuando esperamos de los filósofos conocimientos referidos a las cosas del mundo, ellos son indiferentes. Abusamos de los mismos, cuando aceptamos con obediencia sus opiniones y sus juicios, como si se tratasen de proposiciones de validez universal, susceptibles de ser enseñadas y aplicadas diariamente, es decir, como si fuesen precisos enunciados racionales o contenidos obvios de la fe. Los filósofos tienen valor propio e irreemplazable porque conducen al origen, del que tenemos certeza por el filosofar. En efecto, el llegar a ser uno mismo —en cuanto dicho acto se cumple en el pensar y en el obrar íntimo, entendido este último como un actuar sobre sí y un producirse a sí mismo— es algo que no acontece por un rápido salto o mediante una visión que contempla ese ser sí mismo de un modo directo, sino por el ir a la par de quienes han transitado ese camino del hombre, mostrándoselo intelectualmente.
El último filósofo que puede producir sobre nosotros la casi totalidad del ser- posible en los orígenes y en los límites del hombre, es Nietzsche. Por sernos el más próximo, nos es el más comprensible; aunque, de acuerdo con las modalidades y con las posibilidades de nuestro mundo, se nos ha mostrado también como el más difícil de ser concretamente entendido. El hecho de que en él la módica embriaguez, no menos que lo serio, se nutra de la búsqueda permanente y de la interiorización, es un signo que lo diferencia de los anteriores filósofos. Desde el punto de vista exterior, esa comprensibilidad es visible en la circunstancia de que los escritos principales de Nietzsche sobrepasan en mucho al número de ejemplares impresos por los pensadores anteriores.
El modo según el cual Nietzsche puede ser educador está determinado por el instante histórico de la crisis del mundo occidental. No educa por alguna doctrina o por ciertos imperativos, ni por algún criterio constante en su permanencia, o como modelo de un hombre que debiese ser seguido e imitado, sino porque, a través de él, nos ponemos en cuestión y, de ese modo, gracias a él, nos sometemos a prueba. Tal cosa sólo puede ocurrir por un movimiento. Al acompañarlo, y a través de él, hacemos experiencias. Se manifiestan posibilidades de la existencia humana dada; se cumple la formación culta e intelectual de la propia humanidad; se intentan valoraciones posibles; se acrecienta la sensibilidad a los valores. Nos conduce hasta los límites y, con ello, al origen de una conciencia del ser independiente. Pero nada de eso acontece por una clara conducción dentro del todo, sino porque nos exige educarnos a nosotros mismos por medio de sus pensamientos. Nada nos es dado ya hecho, sino en la medida en que debemos conquistarlo nosotros mismos.
Semejante autoeducación se produce, en el estudio de Nietzsche, debido a la seriedad con que nos afecta y que, al mismo tiempo, exige el paciente esfuerzo de un pensar que unifique las partes del conjunto, con el fin de que logre una captación del mismo.
La seriedad se refiere al modo de aceptar a Nietzsche, que no es el de un juego del entendimiento, sino que ha de ser "un sentir pensante". No se lo acepta por una mera intuición, sino por un ensayo que se cumple con las posibilidades de la propia pasión. Por la autoeducación debo sacar de mí lo que auténticamente hay en mí. Nietzsche quiere despertar en nosotros algo que es inalcanzable para una disciplina formal y que, al oírse el fundamento del ser, surge como ordenación de las pasiones. Tal cosa ocurre en incesante lucha con uno mismo. Justamente, lo que no se puede alcanzar por prescripciones unívocas sólo es posible que nazca en una sensibilidad filosóficamente acrecentada. Ésta se debe formar, en el trato con Nietzsche, mediante el incesante riesgo del propio ser: por así decirlo, en el fuego purificador de la verdad.
Si todo lo dicho se invierte en su opuesto; si todo lo verdadero, y también lo falso, se convierte en movimiento hacia la mera posibilidad, no habrá salvación alguna sin fatiga y sin fuerza del pensar. Sólo en intensiva autoeducación y en medio de la corriente dispersante del espíritu encantador e infinitamente complejo de Nietzsche, se logran captar las conexiones efectivas, sin necesidad de proceder de un modo arbitrario. Justamente, la falta de desarrollo sistemático obliga al lector pensante a adiestrarse en el establecimiento de las mutuas referencias de lo que le sale al encuentro. Si la pasión por lo que se le presenta y lo abandona, lo lleva a perderse, la autoeducación —nutrida por la embriaguez del pensar inflamado de Nietzsche— buscará el camino que conduzca al dominio de la ordenación del todo, a partir de la fuerza de la Existencia histórica. La experiencia de un pensamiento de corto aliento, a que inducen algunas manifestaciones particulares, hace que Nietzsche nos pueda preservar, del modo más decisivo, es decir, por la coherencia de su pensar, de semejante cortedad intelectual. Educa indirectamente, para que el pensar reflexione en la amplia perspectiva que Nietzsche exige y realiza.
En particular, el pensamiento de lo contradictorio se vuelve consciente y eficaz por la autoeducación. Mientras que, en Hegel, el peligro consiste en recubrir la rudeza de las rupturas y de los saltos de la existencia, tanto como la disyuntiva existencial, por medio de la compensación reconciliadora de toda dialéctica, para Nietzsche, en cambio, el riesgo está en caer en la simple indiferencia con respecto a todas las contradicciones y en abusar de sus posibilidades.
Quien quiera poseer la verdad sin tensión íntima y sin contradicciones, estará desarmado frente al pensamiento. También lo estará quien crea dominarlas y quererlas en una dialéctica rotunda. Quien emplee las oposiciones y las contradicciones para engañar a los demás, en lo que se refiere a sus propias metas, será no-verdadero. Sólo el ejercicio en la captación de lo que se contradice, realizado por medio de un pensar conducido por la continuidad de la sustancia, puede producir la verdad, sin necesidad de desarmar. Hay que experimentar cómo, en todas partes, la dialéctica del movimiento se fundamenta en las cosas mismas. Por eso, en ellas está el impulso al movimiento y también la posibilidad de la sofística.
Nietzsche sólo permite ejercer una autoeducación pensante por medio del pensamiento unificador que aportamos nosotros mismos. Por eso, es natural que raramente haya sido concebido en sus primeras publicaciones particulares. La mayor parte de las veces o no era oído, o tenía que ser entendido de un modo erróneo, puesto que sus ideas —en estado de aislamiento— no alcanzaban el verdadero sentido que les pertenecía, puesto que únicamente lo logran dentro del todo. Luego, sólo pudieron llegar a ejercer una acción verdadera, cuando se conocieron, públicamente, las obras póstumas. Por esa modalidad de la apropiación, que resulta de la autoeducación del pensar, nos introducimos en su movimiento. En Nietzsche no hay reposo alguno: no podemos atenernos a verdad o a credulidad alguna. Desde el punto de vista externo, el camino puede conducir hasta una falta de resultados; pero, en tanto camino, conserva importancia y eficacia. Nietzsche excita la inquietud y nos mantiene en ella, puesto que ella origina la marcha a partir de los impulsos de la veracidad y del querer propios del ser. Por eso, lo peculiar de la educación cumplida a través de Nietzsche está en la experiencia de que uno cae en lo "positivo", para levantarse en lo "negativo".
En virtud de tal movimiento, y gracias a una infinita ampliación Nietzsche llega a ser educador. Orienta dentro de lo ilimitado; enseña a pensar en lo opuesto y en la posibilidad de valoraciones contradictorias; enseña que lo que se contradice tiene carácter permanente, tal como la conexión dialéctica carece de conclusiones para el conocimiento formativo. Quien no se atreva a exponerse a los riesgos del estudio de Nietzsche y, con ellos, al ejercicio de las tentativas, quizá no pueda, en el instante histórico actual, mantenerse libre dentro del vasto horizonte de lo posible. Por el conocimiento superficial de Nietzsche se cae fácilmente en la estrechez doctrinaria o en la sofística, o quizá, en ambas partes al mismo tiempo.
Quien sucumba a las fórmulas aisladas, a los radicalismos, y a las posiciones determinadas —en una huida poco honesta del movimiento vertiginoso— se volverá estrecho. No permitirá, en él, la acción educadora de Nietzsche. Quien se atenga a los viejos dogmatismos será más verdadero que aquel que haga dogmas de las concepciones de Nietzsche.
Quien entienda, en cambio, la liberación producida por Nietzsche, en el sentido de una falta de obligatoriedad, se volverá sofista. Quisiera ser como Nietzsche; pero sin tener la fuerza, el derecho y la vocación para ello. Lo que Nietzsche cumplió, sólo uno pudo hacerlo sin sofística y ser, en esta época, representante de una verdad existencial válida para todos.
La estrechez y la sofística se corresponden, en cuanto el sofista suele concebir y transformar arbitrariamente la estrechez de lo doctrinario. El estudio de Nietzsche nos educa para que dominemos, de modo definitivo, la constante inclinación a caer en el verbalismo de las afirmaciones. Nos educamos para superar la rudeza de los argumentos presentados en proposiciones aisladas del conjunto y para sobrepasar lo rotulado como grandeza espiritual, de modo que podamos superar nuestra sumisión a ella. Semejante educación se produce porque vemos tanto el estrechamiento como la sofística en la posibilidad de aquellas proposiciones, y, en esa posibilidad, experimentamos lo fundamental: lo que nos lleva a conocernos y a dominarnos.
La educación que proviene de Nietzsche abre espacios que provocan vértigo, y con ello despierta, desde allí, toda la fuerza del fundamento existencial. Tal educación es algo así como una ejercitación en lo ambiguo. Este último está concebido de modo positivo, como medio para llegar al auténtico y decisivo ser-sí-mismo, el cual, mediante la Existencia, escapa a la ambigüedad; pero, al expresarse, se somete a una reflexión infinita. Lo ambiguo es negativo, en tanto está concebido como medio para una posible sofística que, de manera arbitraria, emplea las posibilidades en acuerdos o en rechazos afectivos y —dentro de un oportunismo instintivo— según la situación y los impulsos que, en cada caso, actúan sobre la existencia dada. Tal educación, inevitable para nuestra época, pero peligrosa, significa que, sin Nietzsche, nadie podrá saber algo de la existencia, ni ser veraz en el filosofar. Pero tampoco nadie se podría atener a Nietzsche y encontrar en él la propia realización.
Para la Existencia del individuo, la actitud exigida por Nietzsche significa lo siguiente: "sólo me es afín quien se transforme conmigo" (7, 279). A Nietzsche no se lo comprende por una conducta pasiva o de entrega, sino por un acto mediante el cual uno se produce a sí mismo, y eso lleva, de modo implícito, el hecho de no haberse producido jamás definitivamente. Poder cambiar significa: estar preparado para la crisis, siempre posible, de la disolución y del renacimiento del propio ser. Ser "afín" a otro, en el acto de transformarse, quiere decir, ante todo, estar en comunicación con todo posible ser-sí-mismo, aunque éste nos sea tan remoto como la "excepción". Esa educación rechaza, en cambio, toda mutación que sólo sea una alteración en la búsqueda de lo nuevo. En efecto, ella quiere favorecer la transformación que surge del origen verdadero de la Existencia, con respecto a la meta auténtica de la afinidad realizada en el ser-sí-mismo.
Pero, desde el punto de vista del estudio, lo peculiar de la educación filosófica cumplida a través de Nietzsche significa que éste es el pensador que, perteneciendo a la época actual, la representa en lo que tiene de mudable. No se lo debe aceptar por sí mismo, como ocurre con los grandes filósofos del pasado, como si con él se pudiese captar la plenitud de lo pensable, es decir, como si Nietzsche nos familiarizara con el todo del ser en el mundo y nos proporcionara la certidumbre de las leyes intangibles del ser humano. Antes bien, Nietzsche sólo puede ser concebido de modo justo, cuando ya se ha tomado de otra parte un adiestramiento sistemático y conceptual, o sea, cuando uno ya aporta la obstinación y el rigor del pensar, tanto como una inteligencia dialéctica. Pero, a la inversa, quizá los únicos y los grandes filósofos del pasado sólo se puedan entender hoy a través de Nietzsche. Sin él, fácilmente se convertirían en una tradición osificada de materias de enseñanza. Hay que tratar de apropiarse de Nietzsche mediante un acrecentamiento del filosofar, en el cual no se pierda lo antiguo, lo ya adquirido, sino se redescubra lo conquistado, aunque, para ello, haya de separarse de Nietzsche.
Nietzsche me alcanza como educador porque, indicando el futuro, su trato con él produce en mí un impulso irreemplazable que —sustraído a la determinación definitiva y, sin embargo, no cuestionado en el origen— sigue siendo sin más válido para alguien que alguna vez haya participado de él.