El Conocimiento y la Sabiduria | por Bertrand Russell







"La sabiduría es necesaria, no sólo en la vida pública, sino también en la vida privada. Es necesaria para elegir los objetivos que se han de seguir y para desembarazarnos de los prejuicios personales"  
 



 Artículo del  filósofo, matemático, lógico y escritor británico, ganador del Premio Nobel de Literatura, Bertrand Russell publicado en su libro "Retratos de memorias y otros ensayos".




  
Por: Bertrand Russell

La mayoría de las personas estarán de acuerdo en que, aunque nuestra época ha sobrepasado a todas las épocas anteriores en lo que se refiere a conocimiento, no ha gozado de un aumento correlativo en lo que se refiere a sabiduría. Pero el acuerdo cesa desde el momento en que intentemos definir lo que es «sabiduría» y considerar los medios para promoverla. Primero, necesito averiguar qué es la sabiduría y, luego, qué es lo que se puede hacer para enseñarla





Me parece que existen varios factores que contribuyen a la sabiduría. Entre todos ellos, elegiría, en primer lugar, cierto sentido de la proporción: la capacidad de tener en cuenta todos los factores importantes de un problema y de asignar a cada uno la importancia que merece. Esto se ha hecho más difícil de lo que solía ser, debido a la extensión y complejidad del conocimiento especializado que exigen las diversas técnicas. Supongamos, por ejemplo, que usted está dedicado a la investigación en medicina científica. El trabajo es difícil y es susceptible de absorber la totalidad de su energía intelectual. Usted no dispone de tiempo para tener en cuenta los efectos que sus descubrimientos o invenciones puedan causar, fuera del campo de la medicina. Usted consigue —digamos—, como ha conseguido la medicina moderna, disminuir enormemente el índice de mortalidad infantil, no sólo en Europa y en América, sino también en Asia y África. Esto produce el resultado, completamente inintencionado, de desequilibrar las reservas de alimentos y rebajar el nivel de vida en las partes del mundo más pobladas. Pero se puede elegir un ejemplo más espectacular que, hoy en día, está en la mente de cualquiera: usted estudia la composición del átomo, por un desinteresado deseo de saber, y, de una manera incidental, coloca en manos de lunáticos poderosos los medios para destruir a la raza humana. En estos casos, la búsqueda de conocimiento puede llegar a ser dañina, si no está unida a la sabiduría; y la sabiduría, en el sentido de visión comprensiva, no se encuentra necesariamente en los especialistas dedicados a conseguir el conocimiento científico. 

La visión de conjunto, por sí sola, sin embargo, no es suficiente para obener la sabiduría. Ha de existir también cierta conciencia de los fines de la vida humana. Esto puede verse en el estudio de la historia. Muchos historiadores eminentes han hecho más mal que bien, porque interpretaron los hechos a través de la atmósfera desfiguradora de sus propias pasiones. La filosofía de la historia de Hegel no carecía de visión global, puesto que partía de los tiempos primitivos y proseguía hacia un futuro indefinido. Pero la lección más importante de la historia que aspiraba a inculcar era que, desde el año 400 d. de C. hasta su propia época, Alemania había sido la nación más importante y el portaestandarte del progreso en el mundo. Quizá se pudiese ampliar la comprensividad que constituye la sabiduría para incluir en ella, no sólo al intelecto, sino también al sentimiento. No es raro, de ninguna manera, encontrar hombres cuyos conocimientos son amplios, pero cuyos sentimientos son mezquinos. Semejantes hombres no poseen lo que yo llamo sabiduría. 

La sabiduría es necesaria, no sólo en la vida pública, sino también en la vida privada. Es necesaria para elegir los objetivos que se han de seguir y para desembarazarnos de los prejuicios personales. Incluso un objetivo que sería noble procurar, si fuera realizable, puede ser perseguido sin ninguna sabiduría si, en sí, es imposible de conseguir. Muchos hombres, en épocas pasadas, consagraron su vida a buscar la piedra filosofal o el elixir de la juventud. No cabe duda que, si hubieran podido encontrar lo que buscaban, habrían rendido grandes servicios a la humanidad; pero, como pasaron las cosas, malgastaron su vida. Descendiendo a problemas menos heroicos, consideremos el caso de dos hombres, Mr. A y Mr. B, que se odiaran entre sí y, por ese odio mutuo, provocaran cada uno la destrucción del otro. Supongamos que va usted y le pregunta a Mr. A: «¿Por qué odia usted a Mr. B.?» Le dará, sin duda, una aterradora lista de los vicios de Mr. B., en parte, cierta, y, en parte, falsa. Y, ahora, supongamos, que va a Mr. B. Le dará una lista, muy parecida, con los vicios de Mr. A. y con la misma mezcla de verdades y falsedades. Supongamos que, después, volvemos a Mr. A. y le decimos: «Se sorprenderá usted al saber que Mr. B dice de usted lo mismo que usted dice de él», y vamos a Mr. B y pronunciamos un discurso similar. El primer resultado, sin duda, será el aumento de su odio mutuo, puesto que cada uno de ellos se quedará aterrado de las injusticias del otro. Pero es posible que sí se tiene bastante paciencia y bastante persuasión, se pueda conseguir convencer a cada uno de que el otro participa de un modo normal de la perversidad humana y de que su enemistad es perjudicial para los dos. Si es usted capaz de hacer eso, habrá inculcado algo de sabiduría. 

Creo que la esencia de la sabiduría consiste en emanciparse, en la medida en que esto es posible, de la tiranía del aquí y del ahora. No podemos evitar el egoísmo de nuestros sentidos. El ver, el oír y el tocar están ligados a nuestros propios cuerpos y no pueden ser impersonales. Nuestras emociones, asimismo, arrancan de nosotros mismos. Un niño siente hambre e incomodidad, y no le afecta nada aparte de sus propias condiciones físicas. Gradualmente, con los años, su horizonte se amplía y, en la medida en que sus pensamientos y sus sentimientos van haciéndose menos personales y menos relacionados con su inmediato estado físico, va consiguiendo adquirir sabiduría. Naturalmente, esto es una cuestión de grado. Nadie es capaz de concebir el mundo con plena imparcialidad; y, si alguien pudiese hacerlo, le sería muy difícil permanecer vivo. Pero es posible aproximarse continuamente a la imparcialidad: conociendo, por un lado, cosas algo alejadas en el tiempo o en el espacio, y concediendo, por otro, a tales cosas su debida importancia en nuestros sentimientos. Es esta aproximación hacia la imparcialidad lo que constituye el desarrollo de la sabiduría. 

¿Puede ser enseñada la sabiduría, en este sentido? Y, si puede ser enseñada, ¿debería convertirse su enseñanza en uno de los objetivos de la educación? Yo contestaría a ambas preguntas afirmativamente. Los domingos se nos dice que debemos amar al prójimo como a nosotros mismos. Los otros seis días de la semana se nos exhorta a odiarle. Usted puede decir que esto es una tontería, ya que a quien se nos incita a odiar no es a nuestro prójimo. Pero recordará usted que el precepto fue ilustrado diciéndonos que el samaritano era nuestro prójimo. Como ya no tenemos ninguna razón para odiar a los samaritanos, corremos el riesgo de no comprender la esencia de la parábola. Si usted quiere comprender su esencia, sustituya samaritano por comunista o anticomunista, según los casos. Se puede objetar que es justo odiar a los que hacen daño. Yo no lo creo así. Si los odia, es muy posible que usted se convierta en igualmente dañino, y hay muy pocas probabilidades de que les induzca a abandonar sus malvadas actitudes. El odio al mal es, en sí mismo una especie de sometimiento al mal. La solución estriba en la comprensión, no en el odio. No estoy proponiendo la pasividad. Pero sí digo que la resistencia, si ha de ser eficaz para impedir la extensión del mal, debería estar compuesta por la mayor dosis posible de comprensión y por la menor dosis posible de fuerza que sea compatible con la conservación de todo lo bueno que deseamos conservar.

Por lo general, se sostiene que el punto de vista que yo defiendo es incompatible con la energía que requiere la acción. No creo que la historia dé la razón a esas opiniones. La reina Isabel I de Inglaterra y Enrique IV de Francia vivieron en un mundo en el que casi todos fueron fanáticos, tanto en el bando protestante como en el católico. Ambos se mantuvieron libres de los errores de su época y ambos, por esa tazón, fueron benéficos y no cayeron, ciertamente, en la ineficacia. Abraham Lincoln llevó a cabo una gran guerra, sin renunciar ni un momento a lo que llamo sabiduría. 

He dicho que, en parte, puede enseñarse la sabiduría. Me parece que esta enseñanza debería tener elementos intelectuales más amplios que lo habitual en lo que ha sido considerado como instrucción moral. Creo que se pueden destacar, incidentalmente, mientras se enseña cualquier conocimiento, los desastrosos resultados del odio y de la estrechez mental para los que sufren dichas calamidades. No creo que el conocimiento y la moral deban estar demasiado1 distantes. Es cierto que el tipo de conocimiento especializado que exigen las diversas técnicas, tiene muy poco que ver con la sabiduría. Pero aquél debería ser completado, en la educación, con estudios más amplios encaminados a situar ese conocimiento especializado en su lugar, dentro de la totalidad de las actividades humanas. Incluso los mejores técnicos deberían ser buenos ciudadanos; y, al decir «ciudadanos», me refiero a ciudadanos del mundo y no ciudadanos de esta o aquella secta o nación. A cada incremento de conocimiento y técnica, se hace más necesaria la sabiduría; pues cada uno de esos incrementos aumentan nuestra capacidad para llevar a cabo nuestros propósitos, y, por consiguiente, aumentan también nuestra capacidad para el mal, en el caso de que nuestros propósitos sean insensatos. El mundo necesita sabiduría como nunca antes la ha necesitado; y si el conocimiento continúa aumentando, el mundo necesitará la sabiduría en el futuro incluso más de lo que la necesita ahora.

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