¿Democracia o capitalismo? | por Jürgen Habermas ~ Bloghemia ¿Democracia o capitalismo? | por Jürgen Habermas

¿Democracia o capitalismo? | por Jürgen Habermas


 








"Los partidos europeos de izquierda están a punto de repetir el error histórico que ya cometieron en 1914. Ellos también se vienen a doblegar por temor a que los centros sociales se muestren vulnerables al populismo de derecha. " 
Jürgen Habermas
 




 
Por: Jürgen Habermas

En su libro sobre la aplazada o suspendida crisis del capitalismo  democrático[1]  Wolfgang Streeck  nos despliega un despiadado análisis de cómo se generó la actual crisis bancaria y de endeudamiento y cuál es su impacto sobre la economía real. Este dinámico estudio, empíricamente fundado, se ha elaborado a partir de los que se denomina Adorno-Vorlesungen [cátedras Adorno] en el Frankfurter Institut für Sozialforschung [Instituto de Investigación Social] de Fráncfort. En sus mejores pasajes - siempre cuando a la pasión política se une la fuerza ilustrativa que resulta de la suma de unos hechos críticamente esclarecidos y unos argumentos contundentes -  nos viene a recordar al 18ª Brumario de Luis Bonaparte. De punto de partida le sirve la justificada crítica de la teoría de la crisis que Claus Offe y yo desarrollamos a mediados de los años ’70 del siglo pasado. El entonces dominante optimismo regulador keynesiano nos había inspirado a suponer que las posibles crisis económicas, dominadas políticamente, se fueran a desplazar hacia unos imperativos contradictorios dirigidos a un aparato estatal, que no estaría a su altura; (y para citar a Daniel Bell, quien unos años más tarde hablaría de “las contradicciones culturales del capitalismo”) que se fueran a articular en el marco de una crisis de legitimación. Así es que hasta el día de hoy (aún?) no nos encontramos ante ninguna crisis de legitimación, pero sí ante una tremenda crisis económica.

 
La génesis de la crisis

Wolfgang Streeck, en su minuciosa retrospectiva histórica, comienza exponiendo el transcurso de la crisis esbozando el régimen del estado social tal y como se había venido consolidando en Europa desde la IIGM hasta los años setenta. [2]   
 
A continuación, se ocupa  de los periodos de implementación de las reformas neoliberales que, sin mirar las consecuencias sociales, han logrado mejorar las condiciones de explotación del capital e invertir tácitamente la semántica del término “reforma”. Las reformas han aflojado los requisitos de negociación corporativa y desregulado los mercados, no sólo los del trabajo, sino también los de mercancías y servicios, y ante todo, los del capital: “Al mismo tiempo, los mercados del capital se vienen transformando en mercados de control empresarial, que eleva a máxima suprema de toda buena gestión empresarial el aumento del shareholder value” ( 57s.)

Wolfgang Streeck nos describe este cambio o viraje, iniciado con Reagan y Thatcher, como un golpe de liberación por parte de los propietarios del capital y sus gerentes contra el estado democrático quien, en virtud de la justicia social, había reducido sus márgenes de beneficio; pero que a ojos de los inversores, había estrangulado el crecimiento económico, dañando por tanto, el bienentendido (sic) bienestar general.  La sustancia empírica de su estudio consiste en la comparación longitudinal entre países relevantes durante las últimas cuatro décadas. Con todas las diferencias entre las economías nacionales en particular, resulta una imagen de un transcurso sorprendentemente homogéneo de la crisis. Las crecientes tasas de inflación de los años ’70 son reemplazadas por el creciente endeudamiento de los presupuestos públicos y privados. Al mismo tiempo, crece la desigualdad en el reparto de las rentas, mientras que decrecen los ingresos estatales en relación con la partida de gastos. Con una creciente desigualdad, esta evolución nos conduce a la transformación del estado fiscal: “El estado, gobernado por sus ciudadanos, y a fuer de estado fiscal  alimentado por éstos, se convierte en un estado democrático endeudado, en la medida que su subsistencia deja de depender de las aportaciones ciudadanas, pasando a depender cada vez más de sus acreedores”  (p. 119).

En la Comunidad Económica Europea se nos revela de modo perverso cómo esta capacidad política de obrar de los estados miembros viene a ser recortada por “los mercados”. El transformar el estado fiscal en uno endeudado  constituye el fondo de un círculo vicioso donde los estados rescatan sus   bancos corrompidos cuando, a su vez, son llevados a la ruina por estos mismos institutos; con la consecuencia de que el dominante régimen financiero acaba por someter a tutela a la ciudadanía del estado en cuestión. Lo que ello entraña para el instituto de la democracia, lo pudimos observar bajo lupa en aquella noche de cumbre en Cannes, cuando el primer ministro griego, Papandreu, recibiendo palmadas de sus colegas, fue obligado a retirar el referéndum que había anunciado.[3] Corresponde a Wolfgang Streeck el mérito de haber demostrado que “la política del estado endeudado”, que el Consejo Europeo, instado por el Gobierno alemán, viene a practicar desde el año 2008, básicamente resulta ser la continuación de la misma política filocapitalista que nos había metido en la crisis.

Bajo las condiciones específicas de la Unión monetaria, la política de consolidación fiscal somete a todos los estados miembros, no obstante sus diferentes grados de desarrollo económico, a las misma reglas, y concentra en el nivel europeo los derechos de intervención y control con el fin de perseguirlas. Sin que en paralelo se refuerce la facultad del Parlamento  Europeo, esta concentración  de competencias en manos del Consejo y la Comisión, supone desacoplar los públicos nacionales y sus parlamento  de un concierto tecnócrata, apartado y autónomo, de gobiernos sumisos a los mercados. Wolfgang Streeck teme que este forzado federalismo ejecutivo nos aporte una nueva calidad de poder en toda Europa: “La consolidación de las finanzas europeas, emprendida a modo de respuesta a la crisis fiscal, puede que termine en una reforma del sistema de estados europeos, que se pretende coordinar entre inversores financieros y la Unión Europea; puede terminar en una nueva constitución de democracia capitalista en Europa con el fin de establecer los resultados obtenidos en tres decenios de liberalización económica”(p. 164).

Esta aguda interpretación de las reformas en curso acierta describiendo la alarmante tendencia evolutiva, que hasta puede que se imponga, aunque se abandone el histórico vínculo entre democracia y capitalismo.  Ante las puertas de la Unión monetaria europea vigila un premier británico, quien considera que la liquidación neoliberal del estado social no se está persiguiendo lo suficientemente rápido, y quien, heredero fiel de Margaret Thatcher, ya viene a animar a una canciller, dispuesta de todos modos, a emplear el garrote en el círculo de sus colegas: “Queremos una Europa que despierte y reconozca el nuevo mundo competente y flexible”.[4]

En esta gestión de la crisis, se nos ofrecen dos alternativas para el debate: o bien liquidamos retroactivamente el euro (recientemente se ha constituido un nuevo partido alemán con esta finalidad); o bien nos disponemos a expandir la Unión monetaria para llegar a una democracia supranacional; lo cual podría servir de plataforma institucional para invertir las tendencias neoliberales, siempre y cuando se obtengan las mayorías políticas necesarias.

La opción nostálgica

Poco me sorprende que Wolfgang Streeck opte por invertir el trend (tendencia) que nos lleva hacia la desdemocratización. Esto significa: “crear instituciones, con las que se pueda volver a recuperar el control social sobre los mercados: mercados del trabajo que dejen un margen para la vida social;  mercados de mercancías, que no estropeen la naturaleza; mercados crediticios, que no se conviertan en depósitos masivos de promesas no cumplibles” (237). Pero la conclusión concreta que el autor saca de su diagnóstico no puede resultar más sorprendente. Para él no es la expansión democrática de una unión que se ha quedado a mitad del camino, y que debe volver a equilibrar de manera democráticamente compatible el desequilibrio entre política y mercado;  no, Streeck nos recomienda reducir en lugar de expandir. Quiere que regresemos a las barreras de carros nacionales de los años ’60 ó ’70 para “poder defender lo mejor posible las instituciones políticas, o acaso repararlas, con cuya ayuda podríamos lograr modificar, o incluso sustituir, justicia mercantil por justicia social” (236).

Lo que sorprende más es que opte, con nostalgia, por que esta nación arrollada se atrinchere en su impotencia soberana,  a la vista de las transformaciones radicales que experimentan los estados nacionales, que de controladores de  sus mercados territoriales, pasan a ser compañeros de juego derrocados que, a su vez, se encuentran integrados en unos mercados globalizados.  La necesidad de control político que genera una economía mundial tan altamente interdependiente en el mejor de los casos se ve mitigada por una red cada vez más densa de organizaciones internacionales; pero se encuentra muy lejos de quedar dominada/controlada en las asimétricas formas del tan alabado lema del “gobernar más allá del estado nacional”. A la vista de este apremiante  problema que supone una economía mundial, cuyo sistema se está integrando, pero por otro lado continúa siendo anárquica en lo político, era comprensible la reacción que se produjo en 2008 al estallar la crisis económica mundial. Los gobiernos del G8 se apresuraron por incorporar en su ronda a los estados BRIC y algunos otros más. Por otra parte, nos viene a documentar la falta de consecuencias, que siguió a los acuerdos adoptados en Londres durante la primera conferencia de los G20, el déficit aún mayor si cabe por la restauración de los bastiones nacionales: la falta de capacidad colaboradora resultante de la fragmentación política en una sociedad mundial integrada, pero sólo en términos económicos.

Por lo visto, resulta insuficiente la capacidad de acción política de los estados nacionales, que desde hace tiempo vigilan con recelo su minada soberanía, para rehuir de los imperativos de un sector bancario sobredimensionado y disfuncional. Aquellos estados que no se asocian en unidades supranacionales y sólo disponen del instrumentarlo que les ofrecen los tratados internacionales, sucumben al reto político que supondría volver a acoplar este sector a la economía real y reducir sus funciones a una dimensión razonable. Los estados de la Unión Monetaria Europea se enfrentan de modo particular al reto de alcanzar unos mercados irreversiblemente globalizados y acercarlos al ámbito de su influencia indirecta, pero decididamente política.  Pero de hecho la política con que pretenden dominar la crisis se limita a ampliar una expertocracia para medidas con efecto suspensivo. Sin la presión de una voluntad vital capaz de trascender  las fronteras nacionales y movilizar la sociedad civil, a la autonomizada ejecutiva de Bruselas le falta energía y interés para volver a regular de modo socialmente compatible los mercados desenfrenados.

Wolfgang Streeck no ignora que “el poder de los inversores se nutre ante todo de la avanzada integración internacional y la eficiencia de unos mercados globales” (129). A la vista del triunfo global que obtiene la desregulación, viene a admitir expresamente que (él) “debe dejar sin resolver la cuestión de cómo y con qué medios la política de organización nacional en una economía cada vez más internacional tan siquiera pudo haber logrado dominar o controlar evoluciones de este tipo” (112). Y puesto que una o otra vez resalta la “ventaja organizativa que ofrecerían unos mercados financieros globalmente integrados frente a las sociedades de organización nacional” (126), cabe suponer que su análisis persigue llegar a la conclusión de que cualquier esfuerzo de regular los mercados en virtud de la legislación democrática, que incumbía a los estados nacionales, habría que regenerar a un nivel supranacional. A pesar de ello, parece que está tocando para que nos retiremos detrás de la Línea Maginot que supondría la soberanía de los estados nacionales.

No obstante, al final del libro llega a coquetear con la agresión indiscriminada de una resistencia autodestructiva, que ya no cree en una solución constructiva.[5] Y ahí se descubre cierto escepticismo frente a la propia llamada de consolidar las remanentes reservas nacionales. Bajo la luz de esa resignación, la propuesta de un “Bretton Woods europeo” parece como una ocurrencia añadida. El profundo pesimismo con que la narración acaba, nos hace preguntar por el papel que este convincente diagnóstico de la creciente divergencia entre capitalismo y democracia podría suponer para un posible cambio político. ¿Hemos de asumir acaso la incompatibilidad principal de democracia y capitalismo? Para poder aclarar esta cuestión debemos empezar por el fondo teórico de este análisis.
 
 
El marco de este largo relato de la crisis lo conforma la interrelación en la que participan tres jugadores, a saber, el estado que se alimenta de impuestos y se legitima mediante los votos; la economía que ha de procurar un crecimiento capitalista y un nivel suficiente de ingresos recaudando impuestos; y finalmente los ciudadanos quienes al estado le prestan su apoyo solamente a cambio de éste les satisfaga sus intereses. El tema radica en preguntar si,  y luego cómo, el estado logra equilibrar/ponderar las contradictorias exigencias de ambos lados dentro de los inteligentes cauces dispuestos para evitar las crisis. So pena de que se declaren crisis en el ámbito económico o la cohesión social, es el estado quien, por un lado, debe colmar las expectativas de ganancia, es decir que debe cumplir los requisitos fiscales, jurídicos e infraestructurales para que los medios disponibles se aprovechen de modo lucrativo; por otro lado, debe garantizar que exista igualdad de oportunidades y libertad, y velar por que haya justicia social y que ésta se manifieste en el reparto justo de las rentas,  en la seguridad del estatus de los ciudadanos así como bajo la forma de servicios públicos y el poder disponer de bienes colectivos. El contenido de este relato viene a ser el hecho de que la estrategia neoliberal, sistemáticamente, otorgue preferencia a los intereses de explotación del capital frente a las exigencias de justicia social, con lo cual las crisis solamente pueden ser “aplazadas” por el precio de fallas sociales cada vez mayores [6]

Cabe preguntar si el “aplazamiento de la crisis del capitalismo democrático”, que nos señala el título del libro, alude al hecho en si o sólo al momento en que se vaya a producir. Dado que Wolfgang Streeck desarrolla su escenario en un marco de acción teórica, sin fundamentarlo en las “leyes” del sistema económico (como podría ser la “caída de las tasas de ganancia/beneficio”), de este mismo planteamiento no resulta, afortunadamente, ninguna predicción teóricamente consolidada. Pronosticar la futura evolución de la crisis tan sólo será factible, por tanto,  a partir de la valoración de las circunstancias históricas y las contingentes constelaciones de poder.  Bajo este aspecto retórico, sin embargo,  las exposiciones de Streeck sobre las tendencias de la crisis, denotan cierto aire de inevitabilidad, cuando rechaza la tesis conservadora que sostiene “la inflación de las exigencias de las alegres masas”, ubicando la dinámica de la crisis únicamente entre los intereses de explotación capitalista. Bien es cierto que desde los años ’80 la iniciativa política venía saliendo desde este ángulo, pero no logro ver en ello ninguna razón suficiente que justifique que renunciemos de modo tan derrotista al proyecto europeo.

Antes bien, me da la impresión de que Streeck infravalora el llamado efecto ratchet [término macroeconómico que se refiere a la relación entre salario nominal y nivel de precios (salario real)]  no sólo de las normas constitucionales vigentes, sino también del complejo democrático  fáctico – el insistir en las reglas y prácticas de uso de las instituciones que se encuentran incrustadas en la cultura política. Valgan de ejemplo las protestas masivas en Lisboa y otros lugares, que llevaron al presidente de Portugal a demandar a sus compañeros de partido por su política de austeridad que consideraba un escándalo social. En consecuencia, el Tribunal Constitucional pasó a declarar nulas las correspondientes partes del Tratado entre Portugal y la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional, respectivamente, para así inducirle al Gobierno a reflexionar, al menos por un instante, sobre la ejecución  del “Dictado de los mercados”.

Las rentas a la Ackermann [ex directivo del Deutsche Bank] con las que sueñan los accionistas son tan poco naturales como la clase de directivos internacionales, con sus elitistas ínfulas, aún mimadas por unos solícitos medios, que suelen mirar a “sus” políticos por encima del hombro como si fueran sus criados. El seguimiento que se le dio a la crisis de Chipre, cuando ya no se trataba de rescatar los respectivos bancos propios, mostró de repente que resulta absolutamente procedente que en lugar de los contribuyentes, pasen por caja los causantes reales de la crisis. Y los presupuestos de los estados endeudados igual o mejor podrían equilibrarse subiendo los ingresos y/o recortando los gastos. No obstante, haría falta un marco institucional común para que se pueda iniciar una política fiscal, económica y social común en Europa, que serviría además para erradicar los defectos estructurales de los que adolece la unión monetaria. Mediante un esfuerzo europeo común, y no sólo la exigencia abstracta de que cada estado miembro deba aumentar su competitividad por propio esfuerzo, se podrá avanzar en la modernización que reclaman las  estructuras administrativas, caducas y clientelistas.

Lo que la (re)configuración de la Unión Europea conforme a los principios democráticos, que por razones obvias se limitaría de momento a los estados miembros de la Unión Monetaria, fuera a distinguir de un federalismo ejecutivo conforme al dictado de los mercados se resumiría ante todo en dos innovaciones: primero: una planificación marco común en lo político; transferencias y responsabilidades mutuas entre los estados miembros;  segundo: la enmienda de los Tratados de Lisboa allí dónde haga falta para la legitimación democrática de las respectivas competencias, por tanto, una participación paritaria de Parlamento y Consejo en la legislativa, y la responsabilidad regular de la Comisión frente a los anteriores.  De este modo,  la toma de decisiones políticas dejaría de depender en exclusiva de los arduos compromisos entre los representantes de los intereses nacionales, que pueden bloquearse mutuamente, y pasaría a depender por igual de las decisiones mayoritarias entre los diputados electos en virtud de sus preferencias partidarias. Tan sólo en un Parlamento Europeo que quede articulado en fracciones podrá producirse una generalización de los intereses más allá de las fronteras nacionales. Tan sólo mediante procedimientos parlamentarios se podrá generar una perspectiva paneuropea del nosotros  entre todos los ciudadanos de  la UE y consolidarse en un poder institucionalizado. Semejante cambio de perspectiva es necesario para ir sustituyendo, en los ámbitos pertinentes la hasta ahora preferida y regulada coordinación de políticas singulares y seudo soberanas , por un proceso común y discrecional a la hora de tomar decisiones. Los efectos inevitables de una redistribución a corto o medio plazo tan sólo podrían legitimarse, si los intereses nacionales se suman a los intereses europeos generales y participan en ellos.

Si cabe ganar las suficientes mayorías a favor de la correspondiente enmienda de la legislación primaria  y cómo hacerlo resulta muy difícil de predecir (por lo que volveré más adelante sobre el tema). Pero con independencia de que si resulta factible en las actuales circunstancias emprender una reforma en las actuales circunstancias, Wolfgang Streeck duda de que el formato de una democracia supranacional tan siquiera pueda acoplarse a la situación europea. Refuta que tal orden político pueda funcionar correctamente y no lo considera deseable por su carácter supuestamente represivo. Pero me pregunto si los cuatro argumentos que viene a alegar son buenos. (En adelante no iré ocupándome más de las consecuencias de una posible resolución y liquidación del euro).
 
  El primero y más contundente de estos argumentos se dirige contra la eficacia de los programas económicos regionales dada la heterogeneidad histórica de las culturas económicas de la que hemos de partir en la Europa nuclear. De hecho, la política de una unión monetaria debe pretender a largo plazo equilibrar las desigualdades estructurales de competitividad entre las economías nacionales, o cuando menos reducirlas. A modo de ejemplos contrarios menciona Wolfgang Streeck la antigua RDA [República Democrática Alemana] desde la reunificación y el Mezzogiorno [macroregión meridional de la República Italiana]. Ambos casos nos recuerdan los sin duda decepcionantes horizontes a medio plazo, los concretos estímulos al crecimiento económico con los que siempre debemos contar en las regiones menos avanzadas. Respecto a los problemas de regulación que esperan a una gobernanza económica europea, los citados ejemplos, sin embargo, no resultan suficientes como para justificar ningún pesimismo fundamental general. La reconstrucción de la economía germano-oriental tiene que ver con un problema históricamente nuevo, un cambio sistémico en cierto modo asimilante, un proceso que no se inicia motu propio, sino dirigido por las élites de la RFA [República Federal Alemana], en una nación que se encontraba dividida durante cuatro decenios. Vistas a medio plazo, las transferencias relativamente cuantiosas parecen surtir el efecto deseado.

Distinto es el problema persistente de cómo estimular económicamente una región desfasada y pauperizada, social y culturalmente premoderna, con rasgos no estatales y sometida al yugo de la Mafia, como lo es el sur de Italia. Pero, dado su particular fondo histórico, este ejemplo tampoco resulta constructivo ni informativo en relación con las preocupadas miradas que el norte europeo dirige a algunos “sureños”. El problema de la Italia dividida viene enlazado con las secuelas a largo plazo que supuso la unificación nacional de un país que desde el fin del Imperio Romano ha tenido que soportar cambiantes soberanías extranjeras.  Las raíces históricas del actual problema se basan en el fracaso del risorgimento  promovido manu militari por Saboya que se ha considerado usurpatorio. En este contexto, habrá que ver además los esfuerzos, más o menos productivos, que los gobiernos italianos emprendieron durante la postguerra. Tal y como también menciona Streeck, éstos se han ido enredando en un nepotismo entre los partidos gobernantes y las estructuras locales de poder. La consecución política de los programas de desarrollo ha ido fracasando debido a una administración vulnerable a la corrupción, y no por la resistencia de una cultura política social y económica que sacara su fuerza de un modo de vida que mereciera ser conservado. Visto en el marco sistémico europeo, con sus varios niveles y fuertemente juridificado,  el peculiar recorrido organizativo desde Roma a Calabria y Sicilia a duras penas podría servir de ejemplo para implementar los programas de Bruselas,  en los que además participarían otras 16 naciones más que no dejarían de mirar con recelo.

El segundo argumento se refiere a la frágil integración social de unos “estados nacionales inacabados”, como Bélgica y España.     Señalando los conflictos abiertos entre valones y flamencos; entre Cataluña y el Gobierno central de Madrid, Streeck nos hace observar el problema que supone integrar varias “regionalidades” en un estado nacional, y que sería tanto más difícil en una Europa grande. Cierto es que el complejo proceso formativo de estados ha dejado líneas conflictivas entre las formaciones anteriores y históricamente superadas – pensemos en los bávaros quienes en 1949 no votaron a favor de la Grundgesetz [ley fundamental alemana]; la separación pacífica entre Eslovaquia y Chequia; la cruenta desintegración de Yugoslavia; el separatismo de los vascos, escoceses, de la Liga Norte, etc. En estos “puntos de rotura histórica” los conflictos suelen (re)surgir siempre cuando las capas más vulnerables de la sociedad  son sometidas a situaciones de  crisis económicas o cambios históricos y, temiendo perder su estatus, se vienen a agarrar a unas identidades supuestamente “naturales”, ya sean de tipo tribal, regional, lingüístico o nacional de la que se esperan ese vínculo de identidad natural. El nacionalismo que cabía esperar, una vez desintegrada la Unión Soviética,  en los estados europeos centrales y orientales,  vendría a ser en este contexto el equivalente sociopsicológico al separatismo que surge en los “viejos” estados nacionales.

Lo supuestamente “orgánico” de estas identidades, en ambos casos es ficticio[8] y no un hecho histórico del que pudiera derivarse argumento alguno que impidiera la integración. Los fenómenos regresivos de este tipo resultan ser síntomas de un fracaso político y económico, por no poder garantizar tanta seguridad social que fuera necesaria. La pluralidad sociocultural de las regiones y naciones, constituye una riqueza que distingue Europa de otros continentes, y no una barrera capaz de reducir a Europa a una forma mini-estatal  de integración política.
Las dos primeras objeciones se refieren a la funcionalidad y estabilidad de una Unión Política más estrecha. Con su tercer argumento, Wolfgang Streeck pretende negar hasta la deseabilidad de éstas: forzar las culturas económicas del sur para aproximarlas por razones políticas a las del norte supondría también nivelar las respectivas formas de vida. Si bien cabe hablar en caso de un “injerto del modelo social y económico de libre mercado,  que además se impondría de manera tecnocrática; de una homogeneización impuesta de las circunstancias vitales; precisamente en este aspecto no debe desdibujarse la diferencia entre los procesos decisorios democráticos y los de índole mercantil. Las decisiones que se tomen a nivel europeo y que queden legitimadas democráticamente sobre programas económicos regionales o medidas específicas de racionalización que afecten las administraciones públicas nacionales,  también entrañarían la unificación de las estructurales sociales. Pero si ante cada modernización políticamente deseada sospecháramos una homogeneización forzada, convertiríamos en fetiche comunitarista cualquier similitud familiar entre los diversos modos económicos y vitales. Por lo demás, al encontrarnos con infraestructuras sociales similares y difundidas por todo el mundo, que a día de hoy casi todas las sociedades las ha convertido ya en sociedades “modernas”, nos encontramos por igual con los correspondientes procesos de individualización y de multiplicidad de las formas de vida. [9]

Finalmente, así el cuarto argumento,  comparte Wolfgang Streeck el criterio de que la sustancia igualitaria de la democracia de derecho tan sólo puede realizarse sobre el fundamento de la unión solidaria nacional y, por tanto, dentro de los límites territoriales del estado nacional, ya que de otro modo resultaría inevitable que se mayoricen las culturas minoritarias. Sin abordar la extensa    discusión sobre los derechos culturales, este supuesto, mirado a largo plazo, ha de resultar arbitrario. Sin ir más lejos, ya los estados nacionales se apoyan en una forma sumamente artificial de solidaridad entre extranjeros (no nacionales) que se deriva del estatus de ciudadano de construcción jurídica. Y tampoco en las sociedades étnica y lingüísticamente homogéneas , la conciencia de nación viene a ser nada de generación natural, sino un producto, administrativamente promovido,  de historiografía, prensa,  obligatoriedad del servicio militar, etc.  El ejemplo de conciencia nacional que existe en las sociedades de inmigración heterogénea nos documenta que cada populación puede desempeñar el papel de “nación”, capaz de conformar la voluntad política común en una cultura política dividida.

Dado que el derecho internacional es complementario al moderno sistema estatal, las pertinentes innovaciones cruciales en esta materia que se han producido desde el fin de la IIGM, vienen a reflejar una transformación de calado similar del estado nacional. Con la sustancia real de la soberanía que los estados aún conservan formalmente, también ha ido mermándose la soberanía popular. Esto se aplica, en mayor medida, a los estados europeos, que han transferido una parte de los derechos soberanos a la Unión Europea. Si bien sus gobiernos siguen considerándose “dueños de los contratos”, ya de la calificación de su derecho (incorporado en el Tratado de Lisboa) de salir de la Unión, se desprende la limitación de su soberanía que, de todos modos, está pasando a ser una ficción ante el progresiva entrelazamiento horizontal de los sistemas jurídicos nacionales en el proceso del ordenamiento europeo. Tanto más urge que nos cuestionemos si este marco normativo que la suficiente legitimación democrática.

Lo que Wolfgang Streeck está temiendo son las características de “unidad jacobina” de una democracia supranacional, ya que éstas,  formando y consolidando mayorías a partir de minorías, conducirían a la vez a nivelar “las comunidades económicas y de identidad que se fundamentaban en criterios de proximidad” (243). En este planteamiento subestima la innovadora creatividad jurídica que ya ha entrado en las instituciones existentes y las normas vigentes. Estoy pensando en el ingenioso proceso decisorio de la “mayoría doble” o la composición ponderada del Parlamento Europeo que, precisamente desde el aspecto de una representación justa,  viene a tener en cuenta las grandes diferencias de número habitantes en los  estados miembros pequeños y medianos. [10]

El temor de Streeck a la centralización de la competencias se alimenta ante todo de la suposición, errónea, de que al intensificarla,  la Unión Europea podría acabar en una especie de república federal europea. El estado federal no es el modelo adecuado, ya que las condiciones de legitimación democrática las puede cumplir igual un ente democrático y supranacional, que permita gobernar en común.  En este concierto podrían legitimarse todas las decisiones de los ciudadanos en su doble función de ciudadanos europeos, por un lado, y de ciudadanos de sus respectivos estados nacionales miembros,  por otro. [11] En una Unión Política así concebida, que habría que distinguir claramente de un “súper estado”, los estados miembros, a fuer de garantes del nivel de derecho y libertad que representan, y en comparación con los miembros subnacionales de un estado nacional, mantendrían intacta una posición muy fuerte.

¿Y ahora qué?

A favor de una alternativa política bien argumentada, mientras seguimos en lo abstracto, sólo hablaría su capacidad de crear perspectivas; nos indica una meta política, pero no el camino hacia ella. Los obvios obstáculos en este trayecto sustentan una valoración pesimista acerca de la viabilidad del proyecto europeo. Y es la combinación de dos hechos que debe preocupar a los partidarios de que haya “más Europa”.

Por un lado, la política de consolidación (siguiendo el patrón de los “frenos al endeudamiento”) que pretende establecer una constitución económica europea, y con ella, “las mismas reglas para todos”, que quedarían sustraídas de la toma democrática de decisiones. De este modo, las decisiones estratégicas y tecnócratas en materia económica, que surten sus efectos sobre todos los ciudadanos europeos,  quedarían desacopladas de los procesos decisorios dentro de los órganos y parlamentos nacionales, devaluando así los recursos de los ciudadanos, que tan sólo tienen acceso a sus “arenas” nacionales. De este modo, la política europea se tornaría de hecho más y más inexpugnable, pero cada vez más vulnerable desde el aspecto democrático.  Esta tendencia hacia la autoinmunización,  por otro lado, se vería fatalmente reforzada por la circunstancia de que la sostenida ficción de una soberanía fiscal de los estados miembro haría girar en sentido equivocado la percepción pública acerca de la crisis. La presión que ejercen los mercados financieros sobre los políticamente fragmentados presupuestos nacionales agudiza la precepción que los colectivos afectados por la crisis tienen de si mismos – la crisis viene a incitar unos contra otros los “países donantes contra los perceptores”, lo cual atiza el nacionalismo.

Wolfgang Streeck nos descubre este potencial demagógico: “En la retórica de la política internacional de deudas,  aparecen las naciones de concepción monista como si fueran actores morales integrados de responsabilidad común; las relaciones internas de clase y dominación no se contemplan ni se consideran.” (134) De esta manera, esta política para solventar la crisis, capaz de inmunizarse contra las voces críticas; y las percepciones públicas nacionales (de los pueblos) se vienen a distorsionar mutuamente.

Este bloqueo no podrá romperse hasta que se unan los partidos pro-europeos en unas campañas transfronterizas contra esta distorsión que hace pasar las cuestiones sociales por problemas nacionales. Sólo con el temor que los partidos democráticos tienen ante el potencial de la derecha,  me puedo explicar la circunstancia de que en todas y cada una de nuestras vidas públicas nacionales carezcamos de guerras de opinión, capaces de encenderse por una alternativa política bien planteada. Y es que los conflictos polarizantes sobre el rumbo que debe tomar la Europa nuclear, tan sólo tendrán efectos didácticos y no incitantes, cuando todas las partes implicadas llegan a admitir que no existen alternativas libres de riesgos ni de gastos.[12]
En lugar de establecer frentes a lo largo de las fronteras nacionales, serían los partidos quienes deberían distinguir entre perdedores y ganadores de esta crisis y su superación en función del grupo social al que pertenezcan, y que con independencia de su nacionalidad tengan que soportar cargas diferentes.

Los partidos europeos de izquierda están a punto de repetir el error histórico que ya cometieron en 1914. Ellos también se vienen a doblegar por temor a que los centros sociales se muestren vulnerables al populismo de derecha. En la República Federal contamos además con un paisaje mediático inmensamente devoto de Merkel que viene a reforzar a todos los implicados a seguirle este  juego, astuto y malicioso a la vez, de no abordar los temas delicados en tiempos de precampaña electoral. Deseo, por tanto, que tenga éxito la “Alternative für Deutschland” [Alternativa para Alemania, un nuevo partido anti euro][13] que espero logre obligar a los demás partidos de quitarse la “caperuza” en materia de política europea. Entonces podría resultar que después de las elecciones generales se tenga la oportunidad de ir formando, por lo pronto, una coalición “muy grande”, ya que tal y como están las cosas, será sólo la República Federal de Alemania que podrá tomar la iniciativa en una empresa de semejante calado. 

 Jürgen Habermas en Demokratie oder Kapitalismus? | Blätter für deutsche und internationale Politik
5/2013, pp. 59-70
Traducido al castellano para blogdelviejotopo por tucholskyfan Gabi


 [1] Wolfgang Streeck, Gekaufte Zeit. Die vertagte Krise des demokratischen Kapitalismus [Tiempo comprado. La aplazada/suspendida crisis del capitalismo democrático] Suhrkamp, Berlín 2013.

[2] Sus características: pleno empleo; convenios salariales generales; participación/cogestión; control estatal de las industrias clave; amplio sector público con empleos seguros; una política remunerativa e impositiva eficiente y capaz de impedir desigualdades sociales graves; y finalmente una política estatal en materia coyuntural e industrial capaz de impedir riesgos de crecimiento.

[3] Cf. Comentario de Habermas en el Frankfurter Allgemeine Zeitung 5.11.2011

[4]  Süddeutsche Zeitung (SZ) 8.4.2013


[5] Como ciudadano europeo que ha seguido (muy cómodamente) las protestas en Grecia, España y Portugal en la prensa, puedo compartir la empatía que Streeck siente con “los estallidos de ira en la calle”: “De ser así que los pueblos nacionales tan sólo pueden mostrarse responsables cuando renuncian al uso de su soberanía nacional y durante generaciones se limitan a conservar su solvencia frente a sus acreedores, podría resultar más responsable probar con métodos menos responsables” (218).

[6] Mientras tanto, la privatización de los servicios de provisiones existenciales [Daseinsvorsorge] está progresando de tal forma que resulta cada vez más difícil proyectar este conflicto sistémico sobre los intereses de los diversos grupos sociales.  Los conjuntos de la llamada “ciudadanía” [Volk der Staatsbürger] y del “pueblo mercantil” [Marktvolk] han dejado de coincidir. Y este conflicto de intereses se viene a debatir y expresar, de creciente manera, en una misma persona.
 
 
[8] De entre las “tribus” alemanas, los “sedentarios” bávaros se consideran los más originarios. Los análisis de DNA practicados en hallazgos óseos procedentes de la época tardía de las migraciones, de un momento en que los bávaros debutan en el plano histórico, han venido a confirmar la llamada Sauhaufen-Theorie [término acuñado por Meyerthaler]  “según la cual un núcleo popular tardoromano se habría mestizado con enormes hordas migratorias procedentes de Asia Central, Europa Oriental y el Norte de Alemania integrando una tribu bávara” [cfr. Süddeutsche Zeitung del 8.3.2013].

[9] El creciente pluralismo de las formas de vida que, a su vez,  viene a documentar una creciente diferenciación en los ámbitos de economía y cultura, contradice la expectación de unos modos de vida homogeneizados. También la sustitución, que describe Streeck, de las regulaciones corporativistas por unos mercados desregulados nos ha empujado hacia una individualización mayor que ocupaba a los sociólogos.  Este empuje explica por otra parte, el curioso fenómeno de que hayan cambiado de bando aquellos renegados de la generación del ’68 que habían soñado con poder vivir sus impulsos libertarios bajo las condiciones de autoexploración en una economía liberal de mercado.

[10] Habiendo que reconsiderar los detalles, y a pesar de los reparos que expresa el Tribunal Constitucional, considero acertada esta tendencia.

[11] Esta idea de la soberanía constituyente, que ya viene dividida entre los ciudadanos y los estados “desde un principio”, léase a partir del mismo proceso constituyente, la he desarrollado en: Jürgen Habermas, Zur Verfassung Europas [Sobre la Constitución Europea], Berlïn 2011; cfr. además Jürgen Habermas, Motive einer Theorie [ Móviles de una teoría] en: Im technokratischen Sog [ El Remolino tecnocrático].

[12] Entre las alternativas “baratas” cuenta la que recalienta George Soros cuando recomienda eurobonos  – alternativa que en si misma no es errónea – , pero que los nórdicos suelen rechazar con el argumento correcto “de que los eurobonos, en el sistema político actual tendrían un problema de legitimación, ya que “emplearían los impuestos recaudados, sin consultar a los electores y contribuyentes”. [Süddeutsche Zeitung del 11.4.2013]. Con este empate, llega a bloquearse la alternativa para obtener una base de legitimación para un cambio político, que bien podría incluír los eurobonos.

[13] Naceen Alemania Altern#294D916 (nota añadida por la traductora)


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