"¿Quién es capaz de fijar los ojos en el infierno de angustias morales —las más amargas e inútiles que se han podido dar— en el que se consumen probablemente los hombres más fecundos de todas las épocas? ¿Quién tendría valor para escuchar los suspiros de los solitarios y de los extraviados?" (Friedrich Nietzsche).
Texto del filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, sobre la locura y la humanidad.
Por: Friedrich Nietzsche
Si pese al formidable yugo de la moral de las costumbres bajo el que han vivido todas las sociedades humanas; si durante miles de años antes de nuestra era, e incluso en el transcurso de ésta hasta la actualidad (y téngase en cuenta que vivimos en un pequeño mundo excepcional y, en cierto sentido, en la peor de las zonas), las ideas nuevas y divergentes, y los instintos opuestos han resurgido siempre, ello se ha debido a que se hallaban protegidos por un terrible salvoconducto: casi siempre ha sido la locura la que ha abierto el camino a las nuevas ideas, la que ha roto la barrera de una costumbre o de una superstición venerada.
¿Comprendéis por qué ha sido necesaria la ayuda de la locura; esto es, de algo tan terrorífico e indefinible, en la voz y en los gestos, como los demoníacos caprichos de la tempestad y del mar; de algo que fuese a un tiempo digno de miedo y de respeto; de algo que, como las convulsiones y los espumarajos del epiléptico, llevara el sello visible de una manifestación totalmente involuntaria; de algo que pareciera que imprimía al enajenado la marca de una divinidad, de la que él sería la máscara y el portavoz; de algo que infundiese incluso al promotor de la nueva idea veneración y miedo de sí mismo, en lugar de remordimiento y le impulsara a ser el profeta y el mártir de dicha idea?
Aunque hoy se nos esté constantemente diciendo que el genio tiene un grado más de locura que de sentido común, los hombres de otros tiempos se acercaban mucho más a la idea de que en la locura hay algo de genio y de sabiduría, algo de divino, como se decía en voz baja. A veces esta idea se expresaba a las claras. «Lo que más beneficios ha deparado a Grecia ha sido la locura», decía Platón, acorde con toda la humanidad antigua. Demos un paso más y veremos que todos los hombres supremos impulsados a romper el yugo de una moral cualquiera y a proclamar nuevas leyes, si no estaban realmente locos, se sintieron forzados a fingirlo o se volvieron verdaderamente tales.
Lo mismo les ha sucedido a los innovadores en cualquier ámbito, y no sólo en el terreno sacerdotal y político. Incluso los innovadores de la métrica poética se vieron forzados a acreditarse por medio de la locura. (Hasta en las épocas más moderadas, había una especie de acuerdo en que la locura constituía un patrimonio de los poetas; y Solón recurrió a ella cuando enardeció a los atenienses para que se lanzaran a la conquista de Salamina).
¿Cómo volverse loco cuando no se está ni se tiene la valentía de aparentarlo? Casi todos los grandes hombres de la civilización antigua se han hecho esta pregunta, y se ha conservado una doctrina secreta, compuesta de artificios y reglas para lograr este fin, a la vez que se mantenía el convencimiento de que semejante intención y semejante ensueño eran algo inocente e incluso santo. Las fórmulas para llegar a ser médico entre los indios americanos, santo entre los cristianos de la Edad Media, anguecoque entre los groenlandeses, paje entre los brasileños, son, en sus preceptos generales, las mismas: ayunos continuos, abstinencia sexual constante, retirarse al desierto o a un monte, o incluso encaramarse a lo alto de una columna, o «vivir junto a un viejo sauce a orillas de un lago», y, sobre todo, el mandato de no pensar más que en lo que pueda provocar el rapto y la perturbación del espíritu.
¿Quién es capaz de fijar los ojos en el infierno de angustias morales —las más amargas e inútiles que se han podido dar— en el que se consumen probablemente los hombres más fecundos de todas las épocas? ¿Quién tendría valor para escuchar los suspiros de los solitarios y de los extraviados?: «¡Concededme, Dios mío, la locura, para que llegue a creer en mí! ¡Mándame delirios y convulsiones, momentos de lucidez y de oscuridad repentinas! ¡Asústame con escalofríos y ardores tales que ningún mortal los haya sentido jamás! ¡Rodéame de estrépitos y de fantasmas! ¡Déjame aullar, gemir y arrastrarme como un animal, si de ese modo puedo llegar a tener fe en mí mismo! La duda me devora. He matado la ley, y ésta me inspira ahora el mismo horror que a los seres vivos un cadáver. Si no consigo situarme por encima de la ley, seré el más réprobo de los réprobos. ¿De dónde viene si no de ti este espíritu nuevo que late en mi interior? ¡Demostradme que os pertenezco, poderes divinos! ¡Sólo la locura me lo puede probar!».
Este fervor conseguía muchas veces su objetivo: En la época en que el cristianismo resultó ser más fecundo y ello se tradujo en una proliferación de santos y anacoretas, existieron en Jerusalén grandes «manicomios» para atender a los santos fracasados, a aquéllos que habían sacrificado hasta el último vestigio de su razón.