¿Quiénes son la clase marginada? según Zygmunt Bauman ~ Bloghemia ¿Quiénes son la clase marginada? según Zygmunt Bauman

¿Quiénes son la clase marginada? según Zygmunt Bauman









"Separar el «problema de la marginalidad» del «tema de la pobreza» es matar varios pájaros de un tiro. El efecto más obvio —en una sociedad famosa por su afición a litigar— es negarles a quienes se considera miembros de la clase marginada el derecho de «reclamar por daños y perjuicios», presentándose como víctimas del mal funcionamiento de la sociedad." Zygmunt Bauman                            




  Artículo del sociólogo, filósofo y ensayista polaco-británico Zygmunt Bauman publicado por primera vez en su libro "Work, consumerism and the new poor"
 . 


 
Por Zygmunt Bauman 

La expresión «clase marginada» [underclass] fue utilizada por primera vez por Gunnar Myrdal en 1963, para señalar los peligros de la desindustrialización que —de acuerdo con los temores de este autor— llevaría, probablemente, a que grandes sectores de la población quedaran desempleados y sin posibilidad alguna de reubicarse en el mercado de trabajo. Tal cosa sucedería, no por deficiencias o defectos morales de esos sectores, sino lisa y llanamente por la falta de oportunidades de empleo para quienes lo necesitaran y buscaran. Y no sería la consecuencia, tampoco, del fracaso de la ética del trabajo en su intento por estimular a la población; sería la derrota de la sociedad en general para garantizar a todos una vida acorde con los preceptos de aquella ética. Los integrantes de la clase marginada, en el sentido que Myrdal le dio a la expresión, resultaban las víctimas de la exclusión. Su nuevo estatus no era, en modo alguno, una automarginación voluntaria; la exclusión era producto de la lógica económica, sobre la cual esos condenados no podían ejercer control alguno. 

El concepto de clase marginada llegó al gran público mucho más tarde —el 29 de agosto de 1977—, a través de una nota de portada de la revista Time. Y apareció con una significación muy diferente: «un amplio sector de la población, más intratable, más marginado de la sociedad y mucho más hostil de lo que cualquiera hubiera podido imaginar. Son los intocables: la nueva clase marginada estadounidense». A semejante definición seguía una larga lista: delincuentes juveniles, desertores escolares, drogadictos, madres dependientes de la asistencia social, ladronzuelos, pirómanos, criminales violentos, madres solteras, rufianes, traficantes de drogas, pordioseros; nombres que definen todos los explícitos temores de la gente decente y todas las cargas que se ocultan en el fondo de su conciencia. 

«Intratables», «marginados de la sociedad», «hostiles»: y, como resultado de todo esto, intocables. Ya no tenía sentido tenderles una mano: esa mano habría quedado suspendida en el vacío, Estas personas ya no tenían cura; y no la tenían porque habían elegido una vida enferma. Intocables significaba, también, estar fuera del alcance de la ética del trabajo. Las advertencias, las seducciones, las apelaciones a la conciencia no podían atravesar el muro de aislamiento voluntario con respecto a todo lo que tenía valor para la gente común. No se trataba sólo de un rechazo al trabajo, o la elección de una vida ociosa y parasitaria; era una hostilidad abierta a todo lo que representaba la ética del trabajo. 

Cuando, en 1981 y 1982, Ken Auletta emprendió una serie de exploraciones al mundo de la «marginalidad» —sobre las que escribió en la revista The New Yorker y que luego editó un libro muy leído y de gran influencia—, lo hizo impulsado, según él mismo admite, por la ansiedad que percibía en la mayoría de sus conciudadanos: 

“Me pregunté: ¿Quién es toda esta gente que está detrás de las abultadas estadísticas del crimen, la asistencia social y las drogas —y del evidente aumento en los comportamientos antisociales, que además aflige a la mayor parte de las ciudades estadounidenses?…— Pronto supe que, entre quienes estudian la pobreza, hay amplio consenso sobre la existencia de una clase marginada (tanto negra como blanca) distinguible fácilmente; que esta clase, por lo general, se siente excluida de la sociedad, rechaza los valores comúnmente aceptados, y sufre deficiencias de comportamiento, además de las de ingresos. No es sólo que tiendan a ser pobres; para la mayoría de los norteamericanos, su conducta resulta aberrante”

Obsérvese el vocabulario, la construcción, la retórica del discurso que origina y sostiene la idea de clase marginada. El texto de Auletta es quizás el mejor lugar para estudiar la idea, porque —a diferencia de la mayor parte de sus menos escrupulosos sucesores— este autor no se dedica a «demoler a la clase marginada»; por el contrario, se aparta un poco para mantener la objetividad y manifestarla, y se compadece de los héroes negativos de su historia en la misma medida en que los condena . 

Obsérvese que las «abultadas» estadísticas del crimen, la asistencia social y las drogas aparecen mencionadas en una sola sucesión discursiva, colocadas a un mismo nivel. En consecuencia, no hacen falta argumentos, y menos aún pruebas, para explicar por qué fueron encontradas en los mismos barrios y clasificadas como muestras de un mismo comportamiento «antisocial». No hace falta demostrar, de forma explícita, que vivir del tráfico de drogas y depender de la asistencia social son hechos igualmente antisociales, calamidades de un mismo tipo. La sugerencia implícita en esa dirección (que, sin duda, asombraría a más de uno si se la explicitara) se logró con una simple estratagema de sintaxis.  

Obsérvese, también, que la clase marginada rechaza los valores establecidos; sólo se siente excluida. Esta clase es la parte activa y generadora de las acciones, la que tiene la iniciativa en la conflictiva relación de dos bandos enfrentados, donde «la mayoría de los norteamericanos» es el antagonista. Y es justamente el comportamiento de estos marginados —y sólo de ellos— el que resulta sometido a examen crítico y es declarado aberrante. Por el contrario, son «la mayoría de los norteamericanos» quienes, con todo derecho, presiden el juicio; pero lo que se juzga son las acciones de la otra parte. Si no hubiera sido por sus actos antisociales, no se la habría llevado ante la justicia. Lo más importante, sin embargo, es que tampoco habría hecho falta que la corte sesionara, puesto que no se habría presentado caso alguno que examinar, ni delito que castigar, ni negligencia alguna que reparar.

De acuerdo con esta idea, el descenso a la clase marginada es una elección, decididamente intencional o debida a una actitud de rebeldía. Es una elección, incluso cuando una persona cae en la marginalidad sólo porque no hace, o no puede hacer, lo necesario para escapar de la pobreza. En un país de gente que elige libremente es fácil concluir, sin pensarlo dos veces, que —al no hacer lo necesario— se está eligiendo otra cosa; en este caso, un «comportamiento antisocial». Sumergirse en la clase marginada es, también, un ejercicio de la libertad. En una sociedad de consumidores libres, no está permitido poner freno a la propia libertad; muchos dirían que tampoco es permisible no restringir la libertad de quienes usan su libertad para limitar la libertad de otros, acosándolos, molestándolos, amenazándolos, arruinando n las pruebas que podrían haber faltado la primera vez que la argumentación se utilizó. Cuanto más amplias y difundidas sean esas prácticas, más su diversión, representando una carga para su conciencia y haciendo que su vida sea desagradable de cualquier otro modo posible. 

Separar el «problema de la marginalidad» del «tema de la pobreza» es matar varios pájaros de un tiro. El efecto más obvio —en una sociedad famosa por su afición a litigar— es negarles a quienes se considera miembros de la clase marginada el derecho de «reclamar por daños y perjuicios», presentándose como víctimas del mal funcionamiento de la sociedad. En cualquier litigio que se abra por esta causa, se desplazará el peso de la prueba, lisa y llanamente, sobre los mismos marginados: son ellos quienes deben dar el primer paso y probar su voluntad y decisión de ser buenos. Se haga lo que se haga, primero deberán hacerlo los marginados (aunque, desde luego, no faltarán consejeros profesionales que, espontáneamente, les brindarán asesoramiento sobre qué es exactamente lo que deben hacer). Si nada ocurriera, y el fantasma de la marginación se negara a desaparecer, la explicación sería simple: también quedaría claro quién es el culpable. Si el resto de la sociedad tiene algo que reprocharse, es sólo el no haber sido lo bastante firme como para restringir la torcida elección de los marginados. Más policía, más cárceles, castigos cada vez más severos y atemorizantes parecen ser los medios más concretos para reparar el error. 

Hay otro efecto que tal vez tenga consecuencias más profundas: la anormalidad del fenómeno de la marginalidad «normaliza» el problema de la pobreza. A la clase marginada se la sitúa fuera de las fronteras aceptadas de la sociedad; pero esta clase, recordemos, es sólo una fracción de los «oficialmente pobres». La clase marginada representa un problema tan grande y urgente que, precisamente por ello, la inmensa mayoría de la población que vive en la pobreza no es un problema que requiera urgente solución. Ante el panorama —a todas luces desagradable y repulsivo— de la marginalidad, los «simplemente pobres» se destacan como gente decente que pasa por un período de mala suerte y que, a diferencia de los marginados, elegirá lo correcto y encontrará por fin el camino a tomar para volver dentro de los límites aceptados por la sociedad. Del mismo modo que caer en la marginalidad y permanecer en ella es una elección, también lo es el salir de la pobreza; en este caso, claro está, se trata de la elección correcta. La idea de elegir la marginalidad sugiere, tácitamente, que otra elección lograría lo contrario, salvando a los pobres de su degradación social.

En la sociedad de consumo, una regla central y muy poco objetada — precisamente por no estar escrita— es que la libertad de elección requiere capacidad: tanto habilidad como decisión para usar el poder de elegir. Esta libertad no implica que todas las elecciones sean correctas; las hay buenas y malas, mejores y peores. El tipo de elección que se realice demostrará si se cuenta o no con aquella capacidad. La clase marginada es la suma de muchas elecciones individuales erróneas: su existencia demuestra la «falta de capacidad para elegir» de las personas que la integran. 

En su ensayo —que tuvo gran influencia— sobre los orígenes de la pobreza actual, Lawrence C. Mead señala a esa incapacidad como la principal causa de que la pobreza subsista en medio de la riqueza, y del rotundo fracaso de las sucesivas políticas estatales concebidas para eliminarla. Los pobres carecen, lisa y llanamente, de la capacidad de apreciar las ventajas de una vida de trabajo; se equivocan en su escala de valores, poniendo al «no trabajo» por encima del trabajo. Por esa incapacidad, dice Mead, la prédica de la ética del trabajo cae en oídos sordos, y no logra influencia alguna sobre las elecciones de los pobres:  

“La pregunta es si los necesitados pueden ser responsables de sí mismos y, sobre todo, si tienen la capacidad suficiente para regir su propia vida… Sea cual fuere la causa externa que se invoque, queda un misterio en el corazón del «no trabajo»: la pasividad de los muy pobres, que dejan pasar las oportunidades que se les presentan… Para explicar el «no trabajo» tengo que recurrir a la psicología o a la cultura: en su mayoría, los adultos muy pobres parecen evitar el trabajo, no por su situación económica, sino por sus creencias… A falta de barreras prohibitivas para el empleo, la cuestión de la personalidad de los pobres surge como la clave para comprender y superar la pobreza. La psicología es la última frontera en la búsqueda de las causas que expliquen el escaso esfuerzo para el trabajo… ¿Por qué los pobres no aprovechan [las oportunidades] con la misma frecuencia que la cultura supone que lo harán? ¿Quiénes son, exactamente? En el centro de la cultura de la pobreza se encuentra la incapacidad para controlar la propia vida: lo que los psicólogos denominan ineficacia” 

Las oportunidades están ahí; ¿no somos todos nosotros, acaso, la prueba palpable de que así son las cosas? Pero las oportunidades deben ser reconocidas como lo que son, y aprovechadas, y para ello hace falta tener capacidad: algo de inteligencia, alguna voluntad y cierto esfuerzo en el momento oportuno. Obviamente, a los pobres les faltan las tres cosas. Pensándolo bien, la incapacidad de los pobres es una buena noticia: nosotros somos responsables porque les ofrecemos esas oportunidades; ellos son irresponsables por rechazarlas. Así como los médicos se dan por vencidos, contra su voluntad, cuando sus pacientes sistemáticamente se rehúsan a cooperar con el tratamiento, nosotros, ante la renuencia a trabajar manifestada por los pobres, deberíamos dejar de esforzarnos por seguir proporcionándoles oportunidades laborales. Todo tiene un límite. Las enseñanzas de la ética del trabajo son válidas para el que esté dispuesto a escucharlas; y hay oportunidades de trabajo a la espera de quien las quiera aprovechar. Lo demás queda en manos de los mismos pobres. No tienen derecho a exigir más de nosotros. 

Si la pobreza sigue existiendo, y aumenta en medio de la creciente riqueza, es porque la ética del trabajo resultó ineficaz. Pero si pensamos que la ineficacia se debe a que sus mandatos no fueron escuchados ni obedecidos, esta imposibilidad para escuchar y obedecer sólo puede explicarse por un defecto moral o una intención criminal. 

Repitámoslo: en su origen, la ética del trabajo fue el medio más efectivo para llenar las fábricas, hambrientas de mano de obra. Ahora, cuando esa mano de obra pasó a ser un obstáculo para aumentar la productividad, aquella ética todavía puede cumplir un papel. Esta vez sirve para lavar las manos y la conciencia de quienes permanecen dentro de los límites aceptados de la sociedad: para eximirlos de la culpa por haber arrojado a la desocupación permanente a un gran número de sus conciudadanos. Las manos y la conciencia limpia se alcanzan, al mismo tiempo, condenando moralmente a los pobres y absolviendo a los demás. 

Artículo Anterior Artículo Siguiente