Mi vida y mis logros | por Nikola Tesla ~ Bloghemia Mi vida y mis logros | por Nikola Tesla

Mi vida y mis logros | por Nikola Tesla








«Si realmente tengo un don para inventar, lo dirigiré a algún gran propósito o tarea y no malgastaré mis esfuerzos en pequeñas cosas». - Nikola Tesla                             




 Transcripción de un discurso pronunciado por Nikola Tesla,  el 18 de mayo de 1917, con motivo de la entrega de la Medalla Edison. Tesla fue un destacado inventor, ingeniero eléctrico y físico de origen serbio, nacido en 1856. Conocido por sus numerosas contribuciones en el campo de la tecnología y la electricidadTesla fue pionero en el desarrollo y la promoción de corriente alterna (AC), que se convirtió en el estándar para la transmisión de electricidad en todo el mundo.


 
Señor presidente, damas y caballeros: 

Me complace expresarles mi sincero agradecimiento por su amable simpatía y su reconocimiento. No me engaño respecto al hecho, del cual deben ser conscientes, de que quienes acaban de hablar han exagerado enormemente mis modestos logros. En una situación como esta, uno no debería ser tímido, pero tampoco dominante, y en ese sentido, les concederé que algún ápice de mérito puede atribuírseme por haber dado los primeros pasos en algunas nuevas direcciones; pero muchos hombres competentes —algunos de los cuales, me alegra decirlo, están aquí presentes esta noche— colaboraron para que las ideas que yo he propuesto triunfaran, para que las fuerzas y los elementos fueran conquistados y para que se alcanzara la grandeza. Inventores, ingenieros, diseñadores, fabricantes y financistas hicieron su contribución hasta que, como ha mencionado el señor Behrend, se fraguó una revolución monumental en la transmisión y la transformación de la energía. Aunque estamos entusiasmados por los resultados obtenidos, no cesamos, inspirados por la esperanza y la convicción de que esto es solo un comienzo, un anticipo de futuros y aún mayores logros. En esta ocasión, es posible que deseen que yo hable cin un tono mas personal y más íntimo en lo que respecta a mi trabajo. Uno de los oradores ha sugerido: "Háblenos de usted mismo, de sus primeras dificultades". Si no interpreto erróneamente esta suposición, me ocuparé brevemente y con su permiso de este asunto, bastante delicado. 

Es posible que algunos de ustedes —quienes han quedado impresionados por lo que se ha dicho y que estarán dispuestos a otorgarme más de lo que merezco— se encuentren desconcertados y se pregunten cómo es factible que un hombre tan evidentemente joven como yo haya realizado todo lo que el señor Terry ha delineado. Permítanme que lo explique. No suelo hablar en público con frecuencia y me gustaría dirigir exclusivamente unos pocos comentarios a los miembros de mi profesión, para evitar confusiones en el futuro. En primer lugar, provengo de una estirpe muy longeva y vigorosa. Algunos de mis antepasados alcanzaron los cien años y uno de ellos vivió ciento veintinueve años. Estoy decidido a mantener estas marcas y me complace con perspectivas muy prometedoras. Además, la naturaleza me ha otorgado una imaginación vivaz que, mediante un entrenamiento y un ejercicio incesantes, y mediante el estudio de asuntos científicos y la verificación experimental de teorías, se ha vuelto sumamente precisa y detallada, por lo tanto, he logrado prescindir en gran medida del lento, laborioso, detallado y costoso proceso de desarrollar en la práctica las ideas que concibo. 

Mi imaginación me ha permitido explorar extensos campos con gran celeridad y obtener resultados con el menor desgaste de energía vital. De esta manera, tengo la capacidad de imaginar objetos a mi antojo de manera real y tangible, liberándome de esa ansia morbosa por las posesiones efímeras a la cual muchos sucumben. Además, debo mencionar que soy profundamente religioso de corazón, aunque no en un sentido ortodoxo, y me sumerjo en el constante placer de creer que los mayores enigmas de nuestro ser aún no han sido comprendidos y que, por el contrario, a pesar de todas las pruebas de nuestros sentidos y de todas las enseñanzas de las ciencias exactas y numéricas, es posible que la muerte como tal no sea el final de la maravillosa metamorfosis que presenciamos. En este aspecto, he logrado mantener una serenidad imperturbable, convirtiéndome en una prueba ante la adversidad y alcanzando la alegría y la felicidad hasta tal punto que encuentro cierta satisfacción incluso en el lado más sombrío de la vida, en las pruebas y tribulaciones de la existencia. Poseo renombre y una fortuna incalculable —o incluso más— y, sin embargo... cuántos artículos se han escrito en los que afirmaban que yo era un hombre fracasado y poco pragmático, y cuántos escritores pobres y fracasados me han calificado de visionario. ¡Así de limitada y absurda es la estrechez de miras en este mundo! 

Ahora que he explicado por qué he preferido mi trabajo a las recompensas mundanas, tocaré un asunto que me llevará a apuntar algo de más importancia y a explicar cómo invento y cómo desarrollo mis ideas. Pero primero debo decir unas palabras sobre mi vida, la cual ha sido, en sus variadas impresiones e incidentes, de lo más extraordinaria y prodigiosa. En primer lugar, ha sido afortunada. Ustedes habrán oído que una de las disposiciones de la medalla Edison es que el receptor debe estar vivo. Desde luego, en este sentido, los hombres que han recibido tal medalla sin duda la merecían, porque estaban vivos cuando les fue concedida, pero, por lo que se refiere a esta característica, ninguno se la ha merecido, ni por asomo, tanto como yo. En mi juventud, mi ignorancia y mi desenfado me pusieron en incontables aprietos, peligros y embrollos, de los que me sacaba como por encantamiento. Eso ocasionaba grandes preocupaciones a mis padres, puede que más porque fuera el último varón de la familia que por ser sangre de su sangre. Deberían ustedes saber que los serbios se aferran desesperadamente a la preservación de la raza. Estuve a punto de ahogarme una docena de veces. Estuve a punto de morir carbonizado tres o cuatro y por un pelo no me hierven vivo. Fui enterrado, abandonado y congelado. He escapado por poco de perros rabiosos, puercos y otros animales salvajes. He pasado por enfermedades atroces; tres o cuatro veces, los médicos me dieron por desahuciado. Me he encontrado con todo tipo de accidentes extraños, no puedo pensar en una sola cosa que no me haya ocurrido a mí, y darme cuenta de que estoy aquí esta noche, sano y feliz, joven de mente y de cuerpo, con todos esos años provechosos tras de mí, es una pequeña forma de milagro. 

Pero mi vida ha sido maravillosa en otro sentido: por lo que se refiere a mi capacidad como inventor. No tanto, quizá, en el sentido de que tuviese una mentalidad concentrada o una gran energía y resistencia físicas, pues éstas son bastante comunes. Si ustedes indagan en la carrera de hombres de éxito en la profesión de inventor, hallarán, por regla general, que estos destacan tanto por su rendimiento físico como por el mental. Yo sé que cuando trabajé con Edison, después de que todos sus asistentes acabaran exhaustos, me dijo: «Jamás he visto nada semejante, ¡se lleva usted la palma!». Esta era su forma característica de expresar lo que yo hacía. Trabajábamos desde las diez y media de la mañana hasta las cinco de la madrugada siguiente. Yo mantuve esto durante nueve meses sin exceptuar ni un solo día: todos los demás se rindieron. Edison aguantaba, pero en ocasiones se quedaba dormido sobre la mesa. Lo que me gustaría decir, en concreto, es que los primeros años de mi vida fueron realmente extraordinarios en lo tocante a ciertas experiencias que condujeron a todo lo que yo hice después. Es importante que esto les quede claro, pues de otra manera no sabrían cómo descubrí el campo rotatorio. Desde la infancia algo me afligía de un modo singular: veía imágenes de objetos y escenas con un despliegue de luz y con una intensidad mucho mayores que las que hubiera observado antes. Siempre se trataba de imágenes de objetos y escenas que yo había visto en realidad, nunca de nada que hubiera imaginado. Les he preguntado a estudiantes de psicología, fisiología y a otros expertos sobre ello, pero ninguno ha sido capaz de explicarme el fenómeno, que parece ser único, aunque yo, probablemente, estaba predispuesto a él, pues mi hermano también veía imágenes del mismo modo. Mi teoría es que eran meros actos reflejos del cerebro en la retina, sobreestimulado por la hiperexcitación de los nervios. Puede que crean que tenía alucinaciones; pero eso es imposible, pues éstas sólo se producen en cerebros enfermos o angustiados, mientras que mi cabeza siempre estaba clara como el agua y no tenía miedo. ¿Quieren que les cuente mis recuerdos al respecto? (Se gira hacia los caballeros en la tribuna). Esto, en mí, es típico: yo era demasiado joven como para recordar lo que decía. Recuerdo que tenía dos tías, de arrugadas caras, una de las cuales tenía dos dientes saltones que siempre me clavaba en la mejilla cuando me besaba. Un día, me preguntaron cuál de las dos era más guapa. Después de observarlas, contesté: «Esta no es tan fea como la otra». Eso fue una muestra de buen juicio. Bien, como les decía, yo no tenía miedo. Me preguntaban por ejemplo: «¿Tienes miedo a los ladrones?», y yo respondía que no. «¿A los lobos?». Tampoco. Entonces, me preguntaban: «¿Tienes miedo al loco de Luka?» (un muchacho que solía ir arrasando por el pueblo sin que nadie lo detuviera). «No, no le tengo miedo a Luka». «¿Le tienes miedo al ganso?». «Sí», respondía, agarrándome a mi madre. Esto se debe a que una vez me dejaron en el patio, desnudo, y aquella bestia se abalanzó sobre mí y me agarró por la parte blanda del estómago, rasgándome un trozo de carne. Todavía tengo la marca. 

Estas imágenes que yo veía me causaban una incomodidad considerable. Se lo ilustraré: supongamos que yo había asistido a un funeral. En mi país, los ritos no son sino una tortura recrudecida. Asfixian el cuerpo del difunto a besos, luego lo bañan, lo exponen durante tres días y, finalmente, se oye el ruido sordo y suave de la tierra, cuando ya todo ha terminado. Algunas imágenes, como la del ataúd por ejemplo, no aparecían nítidamente, pero a veces eran tan persistentes que cuando estiraba la mano la veía penetrar en la imagen. Tal y como lo veo ahora, estas imágenes eran simples actos reflejos a través del nervio óptico en la retina, que producían en ésta un efecto idéntico al de una proyección a través de una lente y, si mi vista no me engaña, entonces será posible (y, en verdad, mi experiencia así lo ha demostrado) proyectar la imagen de cualquier objeto que uno conciba en su pensamiento en una pantalla y hacerla visible. Si esto se pudiera hacer, revolucionaría todas las relaciones humanas. Estoy convencido de que se puede conseguir y se conseguirá. 

Para liberarme de estas tormentosas apariciones, trataba de fijar mi mente en alguna otra imagen que hubiera visto y de esta manera proporcionarme algo de alivio, pero para conseguirlo tenía que dejar que las imágenes entraran una tras otra muy velozmente. Entonces me di cuenta de que enseguida había agotado todo lo que tenía a disposición: mi «carrete» se había terminado, por así decir. No había visto mucho mundo, sólo lo que rodeaba mi propia casa, y en alguna ocasión me habían llevado a casa de los vecinos, eso es todo lo que sabía. Así que cuando hice esto por segunda o tercera vez, para ahuyentar la imagen de mi vista, me di cuenta de que este remedio había perdido toda su fuerza: entonces, comencé a hacer excursiones más allá de los límites del poco mundo que conocía, y empecé a ver nuevas escenas. Primero, eran borrosas y poco definidas, y se desvanecían al vuelo cuando intentaba concentrar en ellas mi atención, pero poco a poco conseguí fijarlas, ganaron fuerza y nitidez y, finalmente, adoptaron la intensidad de las cosas reales. Enseguida observé que me encontraba mejor si, simplemente, me concentraba en mi visión y adquiría constantemente nuevas impresiones, así que comencé a viajar; mentalmente, por supuesto. Ustedes saben que se han hecho grandes descubrimientos —uno de ellos el de América por parte de Colón—, pero cuando di con la idea de viajar, a mí me pareció que era el descubrimiento más grande de que el hombre era capaz. Todas las noches (y en ocasiones durante el día), en cuanto me quedaba solo, comenzaba con mis viajes. Veía nuevos lugares, ciudades y países. Vivía allí, conocía a la gente, forjaba nuevas amistades y relaciones, y para mí eran tan queridas como las de la vida real y no les faltaba ni un ápice de intensidad. A esto es a lo que me dediqué casi hasta que me convertí en adulto. Cuando dirigí mis pensamientos a inventar, me di cuenta de que podía visualizar mis concepciones con la mayor de las facilidades. No necesitaba modelos, ni dibujos, ni experimentos: todo eso lo podía hacer en mi mente, y así lo hacía. De esta manera he desarrollado, inconscientemente, lo que yo considero un nuevo método de materializar ideas y conceptos ingeniosos, que es exactamente opuesto al puro método experimental del cual, sin duda alguna, Edison es el mejor y más exitoso exponente. En el momento en que construyes un dispositivo para poner en práctica una idea rudimentaria, de modo inevitable te verás enfrascado en los detalles y defectos del aparato. A medida que continúas mejorándolo y reconstruyendo, la intensidad de tu concentración disminuye y pierdes de vista el gran principio subyacente. Obtienes resultados, pero sacrificando la calidad. Mi método es diferente: yo no me precipito al trabajo de construcción. Cuando tengo una idea, comienzo, de inmediato, a construirla en mi mente. Cambio la estructura, hago mejoras, experimento, hago funcionar el dispositivo en mi mente. Para mí es exactamente lo mismo manejar mi turbina en el pensamiento o probarla de veras en mi taller. No hay diferencia alguna, los resultados son los mismos. De esta manera, ¿saben?, puedo desarrollar y terminar un invento rápidamente, sin tocar nada. Cuando ya he avanzado tanto que he incorporado al aparato cualquier mejora posible que yo pueda concebir, y ya no veo ningún defecto por ningún sitio, entonces es cuando construyo el producto final de mi cerebro. En cada ocasión, mi dispositivo funciona como yo había concebido y el experimento resulta tal y como lo había planeado. En veinte años no ha habido ni un solo experimento aislado que no haya resultado exactamente del modo en que yo pensaba que lo haría. ¿Por qué habría de hacerlo? La ingeniería, tanto la eléctrica como la mecánica, es concluyente en sus resultados. Casi cualquier asunto que se presente se puede tratar desde un punto de vista matemático y sus efectos se pueden calcular; pero si el asunto es de tal naturaleza que los resultados no se pueden obtener por simples métodos matemáticos o por atajos, ahí están toda la experiencia y toda la información a la que se puede recurrir, a partir de las cuales se puede construir. Así pues, ¿por qué deberíamos llevar a cabo la idea rudimentaria? No es necesario: es un despilfarro de energía, tiempo y dinero. Pues bien, así es justamente como produje el campo rotatorio Si he de dedicarle unas palabras a la historia de este invento, debo comenzar con mi nacimiento; enseguida verán por qué. Yo nací exactamente a medianoche, no tengo cumpleaños y nunca lo celebro. Pero algo más debió de ocurrir en esa fecha. He sabido que mi corazón latía en el lado derecho y que así lo hizo durante muchos años. Cuando crecí, latía en ambos lados y finalmente se asentó en el izquierdo. Recuerdo que, cuando me desarrollé hasta convertirme en un hombre muy fuerte, me sorprendí al encontrarme el corazón en el lado izquierdo. Nadie entiende cómo ocurrió. Me caí dos o tres veces y en una ocasión se me aplastaron casi todos los huesos del pecho. Algo bastante inusitado debió de ocurrir durante mi nacimiento y mis padres me destinaron al clero en ese mismo instante. Cuando tenía seis años, me las apañé para quedar prisionero en una pequeña capilla de una montaña inaccesible, que era visitada sólo una vez al año. Era un lugar de muchos encuentros sangrientos y había un cementerio cerca. Me quedé encerrado allí mientras estaba buscando nidos de gorriones y pasé la noche más terrorífica de mi vida, en compañía de los fantasmas de los muertos. Los niños americanos no lo entenderán, claro, porque en América no hay fantasmas: la gente es demasiado sensata. Pero mi país estaba lleno de ellos y todo el mundo, desde el niño más pequeño hasta el mayor de los héroes, cubierto de medallas por su valentía y coraje, tenía miedo a los fantasmas. Finalmente, como de milagro, me rescataron y entonces, mis padres dijeron: «Ciertamente, debe ir al clero, debe convertirse en clérigo». Después de esto, cualquier cosa que ocurriera, del tipo que fuese, no hacía sino reafirmarlos en su decisión. 

Un día, por contarles a ustedes una breve historia, me caí del tejado de uno de los edificios de la granja en una gran caldero de leche, que estaba hirviendo sobre la lumbre. ¿He dicho leche hirviendo? No estaba hirviendo, no a juzgar por el termómetro, pero yo habría jurado que sí lo estaba cuando me caí en ella y luego me sacaron. Pero sólo me hice una ampolla en la rodilla, en el lugar donde me golpeé con el caldero caliente. De nuevo, mis padres dijeron: «¿No ha sido prodigioso? ¿Se ha oído jamás semejante cosa? Seguro que será obispo, o arzobispo, puede que patriarca». A mis dieciocho años, llegué a la encrucijada. Había superado la escuela primaria y tenía que decidirme entre abrazar el clero o huir. Yo sentía un profundo respeto por mis padres, así que me resigné a emprender los estudios eclesiásticos. Entonces ocurrió una cosa y, si no hubiera sido por esto, mi nombre no estaría conectado con la ocasión de esta velada. Se desató una tremenda epidemia de cólera, que diezmó a la población; por supuesto, yo la cogí enseguida. Más tarde, derivó en hidropesía, problemas pulmonares y todo tipo de dolencias hasta que, finalmente, encargaron mi ataúd. En uno de los periodos de desfallecimiento, cuando estaba a punto de morir, mi padre se llegó a mi lecho y me reconfortó: «Te vas a poner bien». «Quizá —le repliqué—, si me dejas estudiar ingeniería». «Por supuesto que lo haré —me aseguró—, irás a la mejor escuela politécnica de Europa». Para estupor de todo el mundo, me recuperé. Mi padre mantuvo su palabra y, después de un año vagando por las montañas y poniéndome en forma, fui a la escuela politécnica de Graz en Estiria, una de las instituciones más antiguas del mundo.

No obstante, sucedió algo más que debo relatarles y que está vitalmente conectado con este descubrimiento. En las escuelas preparatorias no había libertad para elegir las asignaturas y, a no ser que un estudiante fuera muy competente en todas ellas, no podía aprobar. Me vi en este aprieto año tras año. Yo no sabía dibujar. Mi facultad para imaginar cosas paralizaba todo don que yo pudiera tener en este sentido. He hecho algunos dibujos mecánicos, por supuesto; con tantos años de práctica uno necesita aprender a hacer bocetos, pero si dibujo durante media hora ya estoy rendido. Nunca aprobaba y sólo pasaba de curso gracias a la influencia de mi padre. Ahora que iba a ir a la escuela politécnica, podía elegir libremente las asignaturas y me propuse de mostrarles a mis padres de lo que era capaz. El primer año en la escuela politécnica lo pasé de esta manera: me levantaba a las tres de la madrugada y trabajaba hasta las once de la noche, durante todo el año, sin exceptuar ni un solo día. Bueno, ya sabrán ustedes que si un hombre con un cerebro razonablemente saludable trabaja de ese modo, algo tiene que conseguir. Naturalmente, lo conseguí. En ese año aprobé nueve asignaturas y algunos de los profesores no se contentaron con darme la distinción más alta porque, decían, ésta no expresaba su idea de lo que yo había hecho, y aquí es donde llegamos al campo rotatorio. Además de los habituales papeles de calificación me dieron algunos certificados que yo le llevé a mi padre, en la creencia de que había conseguido un gran triunfo. Pero él tomó los certificados y los tiró a la papelera, señalando con desdén: «Ya me sé yo cómo se consiguen estas referencias». Eso casi mató mi ambición, pero más tarde, después de que mi padre hubiera muerto, me sentí mortificado cuando encontré un fajo de cartas, por las que pude ver que él y los profesores habían mantenido una considerable correspondencia sobre mí. Éstos le habían escrito al efecto de indicarle que, a no ser que me sacara de la escuela, yo me mataría trabajando. Entonces entendí por qué había desdeñado mi éxito, que, según me habían dicho, había sido el mayor nunca conseguido en la institución; de hecho, los mejores estudiantes sólo aprobaban dos asignaturas por curso. Mis resultados del primer año ocasionaron que los profesores se interesaran mucho en mí y se encariñaron conmigo, especialmente tres de ellos: el profesor Rogner, que enseñaba Aritmética y Geometría; el profesor Alle, uno de los conferenciantes más brillantes y maravillosos que yo haya visto jamás y que estaba especializado en ecuaciones diferenciales —sobre las que había escrito un buen número de libros en alemán—; y el profesor Poeschl , que era mi maestro en Física. Estos tres hombres estaban sencillamente enamorados de mí y me daban problemas para que los resolviera. El profesor Poeschl era un hombre curioso. Nunca he visto unos pies semejantes en mi vida. Eran más o menos de este tamaño. (Lo indica). Sus manos eran como zarpas pero, cuando hacía un experimento, eran tan convincentes y el conjunto se llevaba a cabo con tanta belleza que uno nunca se daba cuenta de cómo lo había hecho. Todo era cuestión de método. Lo hacía todo con la precisión de un mecanismo de relojería y todo le salía bien Durante el segundo año de mis estudios, recibimos una máquina de Gramme de París, que estaba formada por un imán laminado con forma de herradura y una armazón enrollada con un conmutador. La conectamos y se vieron los diversos efectos de las corrientes. Durante el tiempo que el profesor Poeschl empleó para hacer las demostraciones utilizando la máquina como motor, tuvimos algún problema con las escobillas. Echaban chispas de mala manera y yo observé: «¿Y no podríamos hacerla funcionar sin las escobillas?». El profesor Poeschl declaró que eso no se podía hacer y en vista de mi éxito del año anterior me concedió el honor de dar una conferencia sobre el tema. Apostilló: «El señor Tesla podría alcanzar grandes cosas pero, ciertamente, nunca conseguirá esto». Y razonó que sería equivalente a convertir una fuerza de tracción constante, como la de la gravedad, en un movimiento rotatorio, una suerte de movimiento perpetuo, una idea imposible. Pero ustedes saben que el instinto es algo que trasciende el conocimiento. Indudablemente, tenemos algunas fibras de lo más sutiles que nos permiten percibir verdades cuando la deducción lógica o cualquier otro esfuerzo obstinado del cerebro son en vano. No podemos sobrepasar ciertos límites en nuestro razonamiento, pero con el instinto podemos cubrir grandes distancias. Yo tenía el convencimiento de que estaba en lo cierto y de que era posible. No era la idea del movimiento perpetuo. Se podía hacer, y comencé a trabajar enseguida. 

No los cansaré con un relato detallado de este proyecto, simplemente me limitaré a decir que comencé en verano de 1877 y que procedí como sigue: en primer lugar, me imaginé una máquina de corriente continua, la puse en marcha y observé cómo las corrientes mudaban en el armazón. Entonces, me imaginé un alternador e hice lo mismo. A continuación visualicé sistemas que comprendían motores y generadores, y así sucesivamente. Imaginaba un aparato cualquiera, lo ensamblaba y lo manejaba en mi mente, y continué con esta práctica, sin cesar, hasta 1882. En ese año, de un modo u otro, comencé a sentir que la revelación se aproximaba. Aún no podía ver exactamente cómo lo iba a hacer, pero sabía que me estaba acercando a la solución. Mientras estaba de vacaciones, en 1882, como era de esperar, me vino la idea, y nunca olvidaré el momento. Estaba paseando con un amigo mío por el parque de la ciudad en Budapest, recitando pasajes del Fausto. A mí no me costaba nada recitar de memoria el contenido completo de un libro, con todas y cada una de las palabras que hubiera en cada página, de la primera a la última. Mi hermana y mi hermano, sin embargo, podían hacerlo mucho mejor que yo. Me gustaría saber si alguno de ustedes tiene una memoria semejante. Es peculiar, totalmente visual y retroactiva. Para ser explícitos: cuando hacía mis exámenes, siempre me tenía que leer los libros tres o cuatro días antes, cuando no una semana, porque en ese tiempo podía reconstruir las imágenes y visualizarlas; pero si tenía un examen el día después de haber leído, las imágenes no eran claras y no podía recordarlas por completo. Como digo, estaba recitando el poema de Goethe, y justo cuando el sol se estaba poniendo, me sentí maravillosamente eufórico, y la idea me vino como un relámpago. Vi la maquinaria completa de forma clara: el generador, el motor, las conexiones; la vi en funcionamiento como si fuera real. Con un palo, dibujé en la arena, lo más claramente que pude, los diagramas que se mostraron en mi trabajo ante el American Institute of Electrical Engineers y que ilustraron mis patentes; y desde ese momento, llevé esa imagen en mi mente. Si yo hubiera sido un hombre dotado del talento práctico de Edison, me habría puesto en ese mismo momento a hacer un experimento y agilizar el invento, pero no hubo necesidad. Podía ver las imágenes tan nítidamente y lo que me imaginaba era tan real y tan palpable que no necesité ningún experimento, ni tampoco habría resultado de interés para mí. Continué y mejoré el plan sin cesar, inventé nuevos tipos y, el día en que llegué a América, casi todas las formas de construcción y casi todos los ajustes del aparato que yo había descrito en mis treinta o cuarenta patentes habían alcanzado la perfección, excepto dos o tres tipos de motor que fueron el resultado de un desarrollo posterior. 

En 1883, hice algunas pruebas en Estrasburgo, como ha señalado el señor Terry, y allí, en la estación de ferrocarril, conseguí la primera rotación. Repetí el mismo experimento dos veces.

Ahora llegamos a un capítulo interesante de mi vida, cuando llegué a Estados Unidos. Yo había hecho algunas mejoras para las dinamos de una compañía francesa que recibía su maquinaria de aquí. Las formas mejoradas era tan buenas que el encargado me dijo: «Debería usted ir a Estados Unidos y diseñar las máquinas para la compañía de Edison». Así, después de esfuerzos improductivos por otro lado para conseguir que alguien se interesase en mis proyectos desde el punto de vista financiero, llegué a este país. No saben lo que desearía poder darles tan sólo una idea de cómo me impresionó cuanto vi aquí. Se quedarían muy asombrados. Todos ustedes, indudablemente, habrán leído esas encantadoras historias de Las mil y una noches, en las que los genios transportan a la gente a regiones maravillosas, para que vivan todo tipo de aventuras deliciosas. Mi caso fue justo el contrario. El genio me llevó de un mundo de sueños a uno de realidades. Mi mundo era hermoso, etéreo, como yo podía imaginarlo. Desde el preciso momento en que divisé Castle Garden, me di cuenta de que, antes de haber dado con mis huesos aquí, yo ya era un buen americano. Entonces, sucedió otra cosa. Conocí a Edison y el efecto que produjo en mí fue extraordinario. Cuando vi a este hombre maravilloso, que no tenía educación teórica de ningún tipo, ni privilegios, que lo hacía todo por sí mismo y alcanzaba grandes resultados en virtud de su diligencia y aplicación, me sentí mortificado por la forma en que había desaprovechado mi vida. Yo había estudiado unas cuantas lenguas, había profundizado en la literatura y en el arte y había pasado mis mejores años cavilando en bibliotecas y leyendo cualquier material que cayera en mis manos. Pensé para mis adentros en lo terrible que había sido malgastar mi vida con aquellos esfuerzos inútiles. Si simplemente hubiera venido a Estados Unidos antes y hubiera dedicado toda la potencia de mi cerebro al trabajo creativo, ¿qué no podría haber conseguido? Más adelante, sin embargo, me di cuenta de que no habría producido nada sin la formación científica que tengo, y todavía queda por responder si la conjetura relativa a mis posibles logros era correcta. Pasé casi un año en los talleres de Edison, haciendo un trabajo de lo más extenuante, y entonces algunos capitalistas vinieron a mí con el proyecto de formar mi propia compañía. Me embarqué en la propuesta y desarrollé la lámpara de arco. Para mostrarles en qué medida las personas con prejuicios estaban en contra de la corriente alterna, tal y como el presidente ha indicado, cuando les dije a estos amigos míos que tenía un gran invento relacionado con la transmisión de corriente alterna, dijeron: «No. Queremos la lámpara de arco. No nos interesa esa corriente alterna tuya». Finalmente, llevé a término mi sistema de iluminación y la ciudad lo adoptó. Entonces, conseguí organizar otra compañía, en abril de 1886 [sic], y se instaló un laboratorio donde con mucha celeridad desarrollé estos motores y, finalmente, la gente de Westinghouse se dirigió a nosotros y se llegó a un acuerdo para su introducción. Lo que ha ocurrido desde entonces ya lo saben ustedes. El invento ha arrasado en todo el mundo. 

Me gustaría decir algunas palabras sobre la empresa de las cataratas del Niágara. Esta noche tenemos entre nosotros al hombre a quien realmente le corresponde el mérito de los primeros pasos y de la primera financiación del proyecto, que en aquel entonces fue muy difícil. Me refiero al señor E. D. Adams. Cuando oí que autoridades tales como lord Kelvin y el profesor W. C. Unwin habían recomendado el sistema de corriente continua (el primero) y el de aire comprimido (el segundo) para transmitir energía desde las cataratas del Niágara a Buffalo, pensé que era peligroso llevar el asunto más allá y me fui a ver al señor Adams. Recuerdo la entrevista a la perfección. El señor Adams se quedó muy impresionado con lo que le conté. Después, intercambiamos algunas cartas y, ya fuese a consecuencia de que yo lo instruyera sobre la situación, ya fuese por alguna otra influencia, mi sistema se adoptó. Por supuesto, desde entonces, han entrado en escena hombres nuevos y nuevos intereses y yo no sé qué es lo que se ha acabado haciendo, excepto que la empresa de las cataratas del Niágara fue el verdadero pistoletazo de salida en el gran movimiento que se inauguró para la transmisión y transformación de energía a gran escala. 


El señor Terry ha hecho referencia a otros de mis inventos. Haré sólo algunas puntualizaciones aquí, puesto que parte de mi trabajo se ha interpretado mal. Me parece que debería decirles unas palabras sobre un empeño que más tarde absorbió mi atención. En 1892, dicté una conferencia en la Royal Institution, y lord Rayleigh me sorprendió reconociendo mi trabajo en términos muy generosos, algo que no se acostumbra hacer y, entre otras cosas, expuso que yo realmente tenía un don extraordinario para inventar. En aquel entonces —se lo aseguro—, yo apenas me había dado cuenta de que era inventor. Recordaba, por ejemplo, que cuando era niño podía salir al bosque y cazar todos los cuervos que quisiera, y que nadie más lo conseguía. En una ocasión, cuando tenía siete años de edad, reparé un coche de bomberos que los ingenieros no conseguían hacer funcionar, y me pasearon triunfalmente por la ciudad. Construía turbinas, relojes y dispositivos semejantes como ningún otro niño de mi entorno. Me decía a mí mismo: «Si realmente tengo un don para inventar, lo dirigiré a algún gran propósito o tarea y no malgastaré mis esfuerzos en pequeñas cosas». Entonces, comencé a cavilar cuál era el hecho más grandioso por conseguir. Un día, cuando iba caminando por el bosque, se desató una tormenta y yo corrí a refugiarme bajo un árbol. El aire estaba muy cargado y de repente apareció un rayo e, inmediatamente después, comenzó a caer un torrente de agua. Eso me dio la primera idea. Me di cuenta de que el sol impulsaba el vapor de agua y de que el viento lo diseminaba por las regiones, donde se acumulaba y alcanzaba un estado en el que se condensaba fácilmente y volvía a caer sobre la tierra. Esta corriente de agua que da vida se mantenía por completo gracias a la energía del sol; y el rayo, o algún agente de este tipo, parecía únicamente el mecanismo de un gatillo que liberaba la energía en el momento adecuado. Comencé y ataqué el problema de construir una máquina que nos permitiera precipitar esta agua cuando y donde quisiéramos. Si esto era posible, entonces podríamos extraer cantidades ilimitadas de agua del océano, crear lagos, ríos y cascadas y aumentar de manera indefinida la energía hidroeléctrica, de la que ahora hay un suministro limitado. Esto me condujo a la producción de efectos eléctricos muy intensos. Al mismo tiempo, mi trabajo inalámbrico, ya comenzado por entonces, iba exactamente en esa dirección y yo me dediqué a perfeccionar ese dispositivo, y en 1908, presenté una solicitud en la que describía un aparato con el que yo pensaba que se podía conseguir el prodigio. El examinador de la Patent Office era de Missouri, él no creía que aquello se pudiera hacer y nunca me concedieron la patente. Pero en Colorado, yo había construido un transmisor con el que produje efectos que, en cierto sentido, eran al menos tan intensos como los de un rayo. No me refiero a efectos de potencial. El mayor potencial que alcancé era de unos veinte millones de voltios, lo cual es insignificante en comparación con el del rayo, pero algunos efectos producidos por mi aparato eran mayores que los de aquél. Por ejemplo, en mi antena yo obtenía corrientes de entre mil y mil cien amperios. Eso fue en 1899 y ustedes saben que en las mayores plantas energéticas de hoy sólo se utilizan doscientos cincuenta amperios. En Colorado, un día conseguí condensar una espesa niebla. Afuera había neblina, pero cuando encendí la corriente, la nube del laboratorio se volvió tan densa que, cuando ponías la mano a sólo unos centímetros de la cara, no podías verla. Estoy totalmente convencido de que podemos erigir en una región árida una planta de diseño adecuado, hacerla funcionar de acuerdo con ciertas reglas y con cierta supervisión y, por este medio, extraer del océano cantidades ilimitadas de agua para regar y obtener energía. Si yo no vivo para llevarlo a cabo, otro lo hará, pero estoy seguro de hallarme en lo cierto. 


Por lo que se refiere a la transmisión de energía a través del espacio, ese es un proyecto cuyo éxito yo tengo por seguro hace ya mucho tiempo. Años atrás, yo estaba en posición de transmisitir energía sin cables a cualquier distancia sin otro límite que el impuesto por las dimensiones físicas de la Tierra. En mi sistema, la distancia no importa en absoluto. La eficiencia de la transmisión puede ser del noventa y seis o noventa y siete por ciento, y apenas hay pérdidas, excepto las inevitables debido al funcionamiento de la maquinaria. Cuando no hay receptor, no hay consumo de energía en ningún sitio. Cuando el receptor se enciende, consume energía. Es exactamente lo opuesto al sistema de ondas hercianas. En ese caso, si tienes una planta de mil caballos de vapor, está radiando todo el tiempo, tanto si la energía se recibe como si no; pero en mi sistema, no se pierde energía. Cuando no hay receptores, la maquinaria no consume sino unos pocos caballos de vapor, los necesarios para mantener la vibración eléctrica; funciona sin hacer nada, igual que la maquinaria de Edison cuando las lámparas y los motores están apagados. 

En los últimos años, he hecho progresos en esta línea que constituirán una aportación para las características prácticas del sistema. Recientemente, he conseguido una patente sobre un transmisor con el que es posible transferir cantidades ilimitadas de energía a cualquier distancia. Tuve una experiencia muy interesante con el señor Stone, a quien considero uno de los expertos vivos más capaces, si no el más capaz. Le dije al señor Stone: «¿Ha visto mi patente?». Él replicó: «Sí, la he visto, pero pensé que estaba usted loco». Se lo expliqué y el señor Stone dijo: «Ahora veo por qué es magnífico», y comprendió cómo se transmite la energía. 

Para concluir, caballeros: estamos llegando a grandes resultados, pero debemos estar preparados para un estado de parálisis que aún durará un tiempo. Nos enfrentamos a una crisis como el mundo nunca ha visto antes y, hasta que la situación se aclare, lo mejor que podemos hacer es idear algún ardid para vencer a los submarinos, y de eso es de lo que me estoy ocupando ahora.
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