El origen de las revoluciones | por Hannah Arendt ~ Bloghemia El origen de las revoluciones | por Hannah Arendt

El origen de las revoluciones | por Hannah Arendt








"No se supo entender lo que significa que el pueblo sumido en la pobreza de un país atrasado, en el que la corrupción ha alcanzado unos niveles de verdadera podredumbre, se vea liberado de repente no ya de la pobreza, sino de la oscuridad y, por lo tanto, de la incapacidad de comprender su miseria;" Hannah Arendt                            





 
Por Hannah Arendt 

Mucho me temo que el tema que voy a tratar hoy es casi bochornosamente tópico. Las revoluciones se han convertido en sucesos cotidianos desde la extinción del imperialismo, momento a partir del cual tantos pueblos se han levantado «para ocupar, entre las potencias del mundo, el puesto diferenciado e igual al que les dan derecho las leyes de la naturaleza y el dios de esa misma naturaleza». Del mismo modo que el resultado más duradero de la expansión imperialista fue la exportación de la idea de Estado nación a todos los rincones de la tierra, el fin del imperialismo, bajo la presión del nacionalismo, ha dado lugar a la propagación de la idea de revolución a lo largo y ancho del planeta. Todas esas revoluciones, al margen de cuán violentamente antioccidental sea su retórica, se encuentran bajo el signo de las revoluciones occidentales tradicionales. La situación actual ha venido precedida por la serie de revoluciones que tuvieron lugar en la propia Europa después de la Primera Guerra Mundial. Desde entonces, y de forma más notable a partir de la Segunda Guerra Mundial, nada parece más seguro que el hecho de que un cambio revolucionario de Gobierno, frente a un mero cambio de Administración, se verá frustrado en la forma de un conflicto armado entre los poderes existentes; es decir, en una especie de aniquilación total. Pero conviene señalar que, incluso antes de que los desarrollos tecnológicos hicieran de las guerras entre las grandes potencias una lucha literalmente a vida o muerte, y por lo tanto autodestructiva, desde un punto de vista político las guerras se habían convertido ya en una cuestión de vida o muerte. No se trata ni mucho menos de una conclusión inevitable, pero sí implica que los protagonistas de las guerras entre naciones han empezado a actuar como si estuvieran envueltos en una guerra civil. Además, las pequeñas guerras de los últimos veinte años —Corea, Argelia, Vietnam— han sido a todas luces guerras civiles en las que se han involucrado las grandes potencias, bien porque la revolución amenazaba su dominio, bien porque se había producido un peligroso vacío de poder. En estos ejemplos ya no es la guerra la que precipita la revolución, sino que la iniciativa pasa de la guerra a la revolución, que en algunos casos, pero no en todos ni mucho menos, precederá a una intervención militar. Es como si de repente hubiéramos vuelto al siglo XVIII, cuando a la Revolución estadounidense siguió una guerra contra Inglaterra o cuando la Revolución francesa se prolongó en una guerra contra la alianza de las potencias monárquicas de Europa. 

Y una vez más, pese a las circunstancias enormemente distintas — tecnológicas y de otro tipo—, las intervenciones militares parecen poco efectivas ante este fenómeno. A lo largo de los últimos doscientos años, un gran número de revoluciones se han visto condenadas al fracaso, pero han sido relativamente pocas las sofocadas por la superioridad de los medios violentos aplicados. Al mismo tiempo, las intervenciones militares, incluso cuando han triunfado, a menudo se han revelado notablemente ineficaces a la hora de restaurar la estabilidad y de llenar el vacío de poder hasta en condiciones de victoria, se manifiesta la incapacidad de instaurar la estabilidad en lugar del caos, la honestidad en lugar de la corrupción, la autoridad y la confianza en el Gobierno en lugar de la decadencia y la desintegración. La restauración, consecuencia de una revolución interrumpida, por lo general no ofrece más que un débil caparazón, provisional a todas luces, bajo el que los procesos de desintegración siguen adelante, sin ningún control [1] . Pero, por otra parte, existe un gran potencial para la estabilidad futura inherente a la formación consciente de nuevas entidades políticas, el mejor ejemplo de lo cual sería la república estadounidense; el principal problema es, por supuesto, la excepcionalidad de las revoluciones que logran su propósito. No obstante, dada la actual configuración del mundo, en la que, para bien o para mal, las revoluciones se han convertido en los acontecimientos más significativos y frecuentes —y lo más probable es que sigan siéndolo durante las décadas que están por venir—, no solo sería más prudente, sino también más pertinente que, en vez de jactarnos de ser la potencia más poderosa de la tierra, dijéramos que hemos gozado de una estabilidad extraordinaria desde la fundación de nuestra república, y que esa cualidad ha sido producto directo de la revolución; pues, como ya no puede decidirse por la guerra, la impugnación de las grandes potencias quizá se decida, a la larga, por cuál sea el bando que entienda mejor qué son las revoluciones y qué es lo que en ellas se pone en juego. 

Creo que no es un secreto para nadie, al menos no desde el incidente de la bahía de Cochinos, que la política exterior de este país se ha mostrado muy poco capaz y hasta muy poco cualificada a la hora de juzgar las situaciones revolucionarias o de comprender el ímpetu de los movimientos revolucionarios. Aunque a menudo se echa la culpa del fracaso de la bahía de Cochinos a información imprecisa y al mal funcionamiento de los servicios secretos, el fallo en realidad tiene unos motivos mucho más profundos. El fallo consistió en que no se supo entender lo que significa que el pueblo sumido en la pobreza de un país atrasado, en el que la corrupción ha alcanzado unos niveles de verdadera podredumbre, se vea liberado de repente no ya de la pobreza, sino de la oscuridad y, por lo tanto, de la incapacidad de comprender su miseria; no se supo entender lo que significa que ese pueblo oiga discutir abiertamente su situación por primera vez y que sea invitado a participar en esa discusión, y no se supo entender lo que significa que se lleve a ese pueblo a una capital que no ha visto nunca y se le diga: estas calles, estos edificios y estas plazas, todo esto es vuestro, vuestra propiedad y, en consecuencia, vuestro orgullo. Eso, o algo muy parecido, sucedió por primera vez durante la Revolución francesa. Curiosamente, fue un anciano originario de Prusia Oriental que no había salido nunca de su Königsberg natal, Immanuel Kant, filósofo y amante de la libertad, conocido no precisamente por su pensamiento subversivo, quien lo comprendió de inmediato. Dijo que «un fenómeno semejante en la historia de la humanidad no se olvidará nunca», y efectivamente no se ha olvidado, antes bien, ha desempeñado un papel trascendental en la historia universal desde el momento en que se produjo. Y aunque muchas revoluciones han acabado en tiranía, siempre se ha recordado también que, en palabras de Condorcet, «el adjetivo “revolucionarias” solo puede aplicarse a las revoluciones que tienen por objeto la libertad» 

«Revolución», como cualquier otro término de nuestro vocabulario político, puede utilizarse en sentido genérico, sin tenerse en cuenta ni el origen de la palabra ni el momento temporal en que el término se haya aplicado por primera vez a un fenómeno político concreto. El presupuesto básico de semejante uso es que, con independencia de cuándo y por qué apareciera el término, el fenómeno al que alude tiene la misma edad que la memoria humana. La tentación de usar esta palabra en sentido genérico es particularmente fuerte cuando hablamos de «guerras y revoluciones» a un tiempo, pues de hecho las guerras son tan antiguas como la historia de la humanidad desde que tenemos testimonio de ella. Quizá cueste trabajo utilizar la palabra «guerra» en otro sentido que no sea el genérico, aunque solo sea porque su primera aparición no puede ser datada en el tiempo ni localizada en el espacio, pero no existe una excusa semejante para el uso indiscriminado del término «revolución». Antes de que se produjeran las dos grandes revoluciones de finales del siglo XVIII y de que apareciera el sentido específico que adquirió luego, la palabra apenas ocupaba un lugar destacado en el vocabulario del pensamiento o la práctica políticos. Cuando encontramos el término en el siglo XVII, por ejemplo, va unido estrictamente a su significado astronómico original, que se refería al movimiento eterno, irresistible y recurrente de los cuerpos celestes; el uso político era metafórico y describía el retorno a un punto preestablecido por ende, un movimiento, el regreso a un orden predeterminado. La palabra se utilizó por primera vez no ya cuando estalló en Inglaterra lo que podemos llamar efectivamente una revolución y Cromwell se erigió en una especie de dictador, sino en 1660, con ocasión del restablecimiento de la monarquía, tras el derrocamiento del Parlamento Remanente (Rump Parliament). Pero incluso la Revolución Gloriosa, el acontecimiento gracias al cual el término supo encontrar su sitio, de forma harto paradójica, en el lenguaje histórico político, no fue concebida como una revolución, sino como la restauración del poder monárquico a sus antiguas rectitud y gloria. El verdadero significado de «revolución», antes de los acontecimientos de finales del siglo XVIII, queda expresado tal vez con la mayor claridad en la inscripción que lleva el Gran Sello de Inglaterra de 1651, según la cual la primera transformación de la monarquía en república significó: «Freedom by God’s blessing restored». 


El hecho de que la palabra «revolución» significara originalmente restauración es más que una mera curiosidad semántica. Ni siquiera las revoluciones del siglo XVIII pueden entenderse sin advertir que estallaban ante todo con la restauración como objetivo y que el contenido de dicha restauración era la libertad. En Estados Unidos, en palabras de John Adams, los hombres que participaron en la revolución se habían visto «llamados [a ella] sin haberlo previsto y no habían tenido más remedio que hacerla sin tener una inclinación previa»; lo mismo cabe decir de Francia, donde, en palabras de Tocqueville, «habría cabido creer que el objetivo de la inminente revolución sería la restauración del Antiguo Régimen, no su derrocamiento». Y en el transcurso de ambas revoluciones, cuando sus actores iban adquiriendo consciencia de que se habían embarcado en una empresa completamente nueva y no en el regreso a una situación anterior, fue cuando la palabra «revolución» adquirió, por consiguiente, su nuevo significado. Fue Thomas Paine, ni más ni menos, quien todavía fiel al espíritu pretérito propuso con toda seriedad llamar «contrarrevoluciones» tanto a la Revolución estadounidense como a la francesa. Quería librar a aquellos acontecimientos tan extraordinarios de la sospecha de que con ellos se había dado vida a unos  comienzos completamente nuevos, así como del rechazo motivado por la violencia con la que dichos sucesos se habían visto irremediablemente unidos. 

Es muy probable que pasemos por alto la expresión de un horror casi instintivo en la conciencia de aquellos primeros revolucionarios ante algo que era completamente nuevo. Esto es posible en parte porque estamos perfectamente familiarizados con el entusiasmo de los científicos y los filósofos de la Edad Moderna por «unas cosas que no se habían visto nunca hasta entonces y unas ideas que no se le habían ocurrido nunca a nadie hasta la fecha» 

También es así porque nada de lo sucedido en el curso de esas revoluciones resulta tan notable y tan sorprendente como el enfático hincapié hecho en la novedad, repetida una y otra vez por actores y espectadores a un tiempo, en la insistencia en que nunca se había producido hasta entonces nada comparable por su significación y su grandeza. La cuestión crucial a la par que compleja es que el enorme pathos de la nueva era, el Novus Ordo Seclorum, que aún aparece escrito en los billetes de un dólar, salió adelante solo cuando los actores de la revolución, en buena parte en contra de su voluntad, llegaron a un punto de no retorno. 

Así, lo sucedido a finales del siglo XVIII fue en realidad un intento de restauración y recuperación de antiguos derechos y privilegios que acabó justo en lo contrario: en el desarrollo progresivo y la apertura de un futuro que desafiaba cualquier intento posterior de actuar o de pensar en términos de movimiento circular o giratorio. Y mientras que la palabra «revolución» se transformó radicalmente en el proceso revolucionario, ocurrió algo similar, pero infinitamente más complejo, con la palabra «libertad». Mientras que con ella no se pretendía indicar nada más que la libertad «restaurada por la bendición de Dios», seguiría refiriéndose a los derechos y libertades que hoy asociamos con el gobierno constitucional, lo que propiamente se llaman derechos civiles. Entre estos no se incluía el derecho político a participar en los asuntos públicos. Ninguno de los otros derechos, incluido el derecho a ser representado a efectos de tributación, fue resultado de la revolución, ni en la teoría ni en la práctica. Lo revolucionario no era la proclama de «vida, libertad y propiedad», sino la idea de que se trataba de derechos inalienables de todos los seres humanos, al margen de dónde vivieran o del tipo de gobierno que tuvieran. E incluso en esa nueva y revolucionaria extensión a toda la humanidad, la libertad no significaba más que la autonomía frente a todo impedimento injustificable, es decir, algo en esencia negativo. Los derechos civiles son resultado de la liberación, pero no constituyen en absoluto la auténtica sustancia de la libertad, cuya esencia es la admisión en el ámbito público y la participación en los asuntos públicos. Si las revoluciones hubieran tenido por objeto solo la garantía de los derechos civiles, habría bastado con liberarse de unos regímenes que se habían excedido en el ejercicio de sus poderes y que habían menoscabado unos derechos bien arraigados. Y la verdad es que las revoluciones del siglo XVIII empezaron afirmando esos viejos derechos. El asunto se torna más complejo cuando la revolución tiene que ver tanto con la liberación como con la libertad, y como la liberación es de hecho una condición de la libertad —aunque la libertad no sea en absoluto una consecuencia necesaria de la liberación—, resulta difícil ver y determinar dónde acaba el deseo de liberación, de verse libre de la opresión, y dónde empieza el deseo de libertad, de vivir una vida política. El meollo del asunto es que la liberación de la opresión podría haberse conseguido perfectamente con un gobierno monárquico pero no tiránico, mientras que la libertad como modo de vida político requería una forma de gobierno nueva, o mejor dicho redescubierta, esto es, la instauración de una república. A decir verdad, nada confirma con más claridad los hechos que la afirmación retrospectiva de Jefferson, cuando señalaba que «lo que estaba en disputa en aquellos momentos era una divergencia de principios entre los impulsores de un gobierno republicano y los defensores de un gobierno monárquico». La identificación del gobierno republicano con la libertad y la convicción de que la monarquía es un gobierno criminal propio de esclavos eran ideas que, aunque se convirtieron en un lugar común tan pronto como empezaron las revoluciones, habían estado en gran medida ausentes del pensamiento de los propios revolucionarios. Con todo, aunque lo que estos perseguían era un nuevo tipo de libertad, resultaría muy difícil sostener que hasta ese momento carecían de un concepto previo de ella. Antes bien, fue la pasión por esa nueva libertad política, aunque todavía no se identificara con una forma de gobierno republicana, lo que inspiró y preparó a los que llevaron a cabo la revolución sin saber plenamente lo que estaban haciendo.

Ninguna revolución, independientemente de con cuánta amplitud abra sus puertas a las masas y a los oprimidos —les malheureux, les misérables o les damnés de la terre, como los llamamos en virtud de la grandilocuente retórica de la Revolución francesa—, se ha iniciado nunca por ellos. Y ninguna revolución ha sido jamás obra de conspiraciones, de sociedades secretas o de partidos abiertamente revolucionarios. Hablando en términos generales, ninguna revolución es posible allí donde la autoridad del Estado se halla intacta, lo que, en las condiciones actuales, significa allí donde cabe confiar en que las Fuerzas Armadas obedezcan a las autoridades civiles. Las revoluciones no son respuestas necesarias, sino respuestas posibles a la delegación de poderes de un régimen, no la causa, sino la consecuencia del desmoronamiento de la autoridad política. En todos los lugares en los que se ha permitido que se desarrollen sin control esos procesos desintegradores, habitualmente durante un periodo prolongado de tiempo, pueden producirse revoluciones, a condición de que haya un número suficiente de gente preparada para el colapso del régimen existente y para la toma del poder. Las revoluciones parecen triunfar siempre con una facilidad pasmosa en sus fases iniciales, y el motivo de que así sea es que quienes supuestamente «hacen» las revoluciones no «toman el poder», sino que más bien recogen los pedazos del mismo que yacen en las calles. 

Si los hombres de la Revolución estadounidense y de la Revolución francesa tenían algo en común antes de que se produjeran los acontecimientos que habrían de determinar su vida, que conformarían sus convicciones y que, en última instancia, los separarían, era un apasionado deseo de participar en los asuntos públicos y una repugnancia no menos vehemente ante la hipocresía y la estupidez de la «buena sociedad», a lo que habría que añadir un desasosiego y un desprecio más o menos declarados por la insignificancia de las cuestiones meramente privadas. Por lo que se refiere a la formación de esa mentalidad tan especial, John Adams tenía toda la razón cuando decía que «la revolución se llevó a cabo antes de que diera comienzo la guerra» no debido a un espíritu específicamente revolucionario o rebelde, sino porque los habitantes de las colonias habían «constituido por ley corporaciones u órganos políticos» con «derecho a reunirse […] en sus propios ayuntamientos y a deliberar acerca de los asuntos públicos», pues efectivamente fue «en aquellas asambleas de municipios o distritos donde se forjó en primera instancia el sentimiento del pueblo». A decir verdad, en Francia no existía nada que pudiera compararse con las instituciones políticas de las colonias, pero la mentalidad era la misma; lo que Tocqueville llamaba en Francia «pasión» y «gusto» era en Estados Unidos una experiencia manifiesta desde los primeros tiempos de la colonización, de hecho, ya desde que el Pacto del Mayflower se convirtió en una verdadera escuela de civismo y de libertades públicas. Antes de las revoluciones, se llamaba a aquellos hombres de uno y otro lado del Atlántico hommes de lettres, y una característica de todos ellos era que dedicaban su tiempo de ocio a «escudriñar los registros de la Antigüedad», es decir, a volcarse en la historia de Roma, no ya porque estuvieran románticamente enamorados del pasado como tal, sino con el fin de recuperar las enseñanzas políticas, tanto cívicas como institucionales, que se habían perdido o casi olvidado durante los siglos de tradición estrictamente cristiana. «El mundo ha estado vacío desde los tiempos de los romanos y solo su recuerdo lo llena y sigue profetizando la libertad», exclamaba Saint-Just; ya Thomas Paine había pronosticado antes que él: «Lo que Atenas fue en miniatura, lo será América a gran escala» 

Para entender el papel desempeñado por la Antigüedad en la historia de las revoluciones, vendrá a bien recordar el entusiasmo por la «antigua prudencia» con el que Harrington y Milton acogieron la dictadura de Cromwell, y cómo Montesquieu lo resucitó en el siglo XVIII con las Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia de los romanos. Sin el ejemplo clásico de lo que podía ser la política y de lo que podía significar para la felicidad del hombre la participación en los asuntos públicos, ninguno de los actores de una y otra revolución habría tenido el valor necesario para llevar a cabo lo que parecía una acción sin precedentes. Desde una perspectiva histórica, era como si al resurgimiento de la Antigüedad acarreado por el Renacimiento se le hubiera concedido de repente un nuevo plazo de vida, como si el fervor republicano de las efímeras ciudades Estado de Italia, condenadas de antemano a la desaparición por el advenimiento del Estado nación, hubiera permanecido adormecido, por así decir, para dar tiempo a las naciones de Europa a crecer bajo la tutela de los monarcas absolutos y de los exponentes del despotismo ilustrado. Los primeros elementos de una filosofía política correspondientes a esta noción de libertad pública aparecen expresados en los escritos de John Adams. Su punto de partida es la observación de que «donde quiera que encontremos hombres, mujeres o niños, ya sean jóvenes o viejos, ricos o pobres, de alto rango o humildes […], ignorantes o cultos, puede comprobarse que a todo individuo lo mueve el deseo de ser visto, oído, elogiado, aprobado y respetado por las personas que lo rodean y de las que tiene conocimiento». La virtud que tenía ese «deseo» estaba, a juicio de Adams, en «el deseo de destacar entre otros», y al vicio que le correspondía lo llamaba «ambición», pues «persigue el poder como medio de distinción». Y, en efecto, estos dos rasgos se encuentran entre las principales virtudes y los principales vicios del hombre político. Pues la voluntad de poder como tal, independientemente de cualquier afán de distinción (para lo que el poder no es un medio, sino un fin), es característica del tirano y ya ni siquiera es un vicio político. Se trata más bien de una cualidad que tiende a destruir toda la vida política, tanto en los vicios como en las virtudes. Es precisamente porque no tiene el menor deseo de sobresalir y carece de todo afán de distinción que el tirano encuentra tan agradable dominar, excluyéndose de paso de la compañía de otros; y viceversa, es el deseo de sobresalir lo hace que los hombres amen la compañía de sus semejantes y lo que los incita a entrar en el ámbito de lo público. Esa libertad pública es una realidad mundana tangible, creada por los hombres para gozar conjuntamente en público, para ser vistos, escuchados, conocidos y recordados por otros. Y ese tipo de libertad exige igualdad; solo es posible entre iguales. Desde el punto de vista institucional, lo anterior solo es posible en una república, que no sabe de súbditos ni tampoco, estrictamente hablando, de soberanos. Ese es el motivo de que las discusiones sobre las formas de gobierno, en neto contraste con otras ideologías posteriores, desempeñaran un papel tan prominente en el pasamiento y los escritos de los primeros revolucionarios. 

Esquemáticamente hablando, cabría decir que cada revolución pasa primero por la fase de liberación, antes de poder alcanzar la libertad, la segunda fase y también la decisiva en la fundación de una nueva forma de gobierno y de un nuevo cuerpo político. A lo largo de la Revolución estadounidense, la primera fase supuso la liberación de las restricciones políticas, de la tiranía, de la monarquía o de cualquiera que sea la palabra que se haya usado. Esa primera fase se caracterizó por la violencia, pero la segunda fue cuestión de deliberación, de discusión y de persuasión, en resumen, de aplicar la «ciencia política» tal como concebían este término los fundadores. Pero en Francia se produjo algo totalmente distinto. La primera fase de la revolución está mucho mejor caracterizada por la desintegración y no por la violencia, y cuando se alcanzó la segunda fase y la Convención Nacional declaró que Francia era una república, el poder ya se había trasladado a las calles. Los hombres que se habían congregado en París para representar a la nation y no al peuple, los hombres cuyas principales preocupaciones —ya se llamaran Mirabeau, Robespierre, Danton o Saint-Just — habían sido el Gobierno, la reforma de la monarquía y luego la fundación de una república, se vieron de repente enfrentados a otra labor de liberación, esto es, a la tarea de liberar al pueblo en general de la miseria, a la tarea de liberarlo para que fuera libre. Aún no estamos ante lo que Marx y Tocqueville considerarían como un rasgo completamente nuevo en la Revolución de 1848: el paso entre querer cambiar la forma de gobierno y tratar de alterar el orden de la sociedad por medio de la lucha de clases. Solo a partir de febrero de 1848, tras «el primer gran enfrentamiento […] entre las dos clases en que se divide la sociedad», señalaba Marx que la revolución pasaba a significar «subversión de la sociedad burguesa, mientras que antes había significado subversión de la forma del Estado». La Revolución francesa de 1789 fue el preludio de esta, y aunque acabó en un fracaso deprimente, siguió siendo trascendental para todas las revoluciones posteriores. Puso de relieve lo que significaba en la práctica la nueva fórmula, a saber, que todos los hombres han sido creados iguales. Y era esa igualdad la que tenía en mente Robespierre cuando dijo que la revolución marca la grandeza del hombre frente a la pequeñez de los grandes; también lo que pensaba Hamilton, cuando afirmó que la revolución había venido a vindicar el honor de la raza humana, y lo mismo se puede decir de Kant, influido por las enseñanzas de Rousseau y por la Revolución francesa, cuando concibió la nueva dignidad del hombre. Con independencia de lo que se consiguiera o se dejara de conseguir con la Revolución francesa —y, desde luego, no consiguió la igualdad de los hombres—, liberó a los pobres de la oscuridad, de la invisibilidad. Lo que se ha considerado irrevocable desde entonces es que los que estaban entregados en cuerpo y alma a la libertad podían aceptar una situación en la que estar libre de la necesidad —la libertad para ser libres— era privilegio de una minoría. 




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