La enfermedad del ocio | por Byung Chul Han ~ Bloghemia La enfermedad del ocio | por Byung Chul Han

La enfermedad del ocio | por Byung Chul Han






Ilustración: Steve Cutts




Hay que recobrar el reposo contemplativo. Si se priva por completo a la vida del elemento contemplativo uno se ahoga en su propio hacer”. Byung Chul Han 

                                 


Texto del filósofo surcoreano Byung Chul Han.

Por: Byung Chul Han 

En la Edad Media la universidad era cualquier cosa menos un centro de formación profesional. Por eso practicaba también rituales. Cetros, sellos, birretes, medallas y togas son las insignias de los rituales académicos. Hoy también se van eliminando en amplia medida los rituales en la universidad. La universidad convertida en una empresa con sus clientes no necesita rituales. Los rituales no se avienen con el trabajo y la producción. Y donde pese a todo vuelven a introducirse resultan meramente decorativos y decadentes. No son más que una nueva ocasión para hacerse selfies o para ver confirmado el propio rendimiento. Cuando todo tiene carácter de producción los rituales desaparecen. 

Las fiestas actuales o los festivales tienen poco que ver con aquel tiempo sublime. Son objeto de una gestión de eventos. El evento como versión consumista de la fiesta muestra una estructura temporal totalmente distinta. La palabra «evento» viene del latín eventus, que significa «sobrevenir repentinamente». Su temporalidad es la eventualidad. Es azarosa, arbitraria y no vinculante. Pero los rituales y las fiestas son cualquier cosa menos eventuales y no vinculantes. La eventualidad es la temporalidad de la actual sociedad de los eventos. Se opone a lo enlazador y vinculante de la fiesta. A diferencia de la fiesta, los eventos tampoco generan ninguna comunidad. Los festivales son eventos masivos. Las masas no constituyen ninguna comunidad. 

El régimen neoliberal totaliza la producción. Por eso se someten a ella todos los ámbitos de la vida. La totalización de la producción conduce a la total profanación de la vida. La producción acapara incluso el reposo, degradándolo a tiempo libre, a pausa para hacer un descanso. No introduce ningún período santo de la congregación. El tiempo libre es para algunos un tiempo vacío, que provoca un horror vacui. La creciente presión para aportar rendimiento no hace posible ni siquiera una pausa que permita descansar. Por eso muchos se ponen enfermos justamente durante el tiempo libre. Esta enfermedad tiene ya un nombre: leisure sickness o «enfermedad del ocio». El tiempo libre viene a ser aquí una torturante forma vacía del trabajo. El reposo activo y ritual deja paso al torturante no hacer nada. 

El trabajo tiene un comienzo y un final. Por eso el período de trabajo es seguido de un período de descanso. El rendimiento, por el contrario, no tiene principio ni fin. No hay un período de rendimiento. El rendimiento en cuanto imperativo neoliberal perpetúa el trabajo. En la sociedad ritual la vida colectiva, la fiesta, alcanza a veces —como advierte Durkheim— una forma excesiva, una especie de desenfreno. Eso sucede cuando el período de trabajo, es decir, el período de dispersión, es demasiado largo y la dispersión misma es demasiado extrema. Una fiesta sigue a otra. Hoy es justamente el trabajo lo que asume forma de desenfreno, sin que se perciba una necesidad de fiesta y congregación. Por eso la presión para producir conduce a la desintegración de la comunidad. 

A menudo se interpreta el capitalismo como religión. Pero si se entiende la religión como religare, como vínculo, entonces el capitalismo es cualquier cosa menos religión, pues carece de toda fuerza para congregar y mancomunar. Ya el dinero tiene efectos individualizadores y aislantes. Aumenta mi libertad individual liberándome de mis vínculos personales con los demás. A cambio de un pago hago que otro trabaje para mí, sin que yo entable ninguna relación personal con él. Y de la religión es esencial la calma contemplativa. Pero ella es lo contrario del capital. El capital no descansa. Conforme a su esencia tiene que trabajar constantemente y estar en movimiento. El hombre se asimila al capital en la medida en que pierde toda capacidad de reposo contemplativo. Además, la distinción entre lo sagrado y lo profano forma parte esencial de la religión. Lo sagrado une aquellas cosas y valores que dan vida a una comunidad. Su rasgo esencial es mancomunar. El capitalismo, por el contrario, elimina todas las diferencias al totalizar lo profano. Hace que todo sea comparable y, por tanto, igual. Engendra un infierno de lo igual. 

La religión cristiana es, en marcada medida, narrativa. Días festivos como los de Pascua, Pentecostés y Navidad son clímax narrativos dentro de una narrativa global que genera sentido y da orientación. Cada día alcanza su tensión narrativa propia y obtiene su relevancia específica dentro de la narrativa global. El propio tiempo se hace narrativo, es decir, significativo. El capitalismo no es narrativo. No narra. Solo cuenta. Priva al tiempo de toda significación. Profana el tiempo reduciéndolo a tiempo laboral. Así es como los días resultan todos iguales. 

Al equiparar capitalismo y religión, Agamben pone a los peregrinos y a los turistas en un mismo nivel: «A los fieles en el Templo —o a los peregrinos que recorrían la tierra de Templo en Templo, de santuario en santuario— corresponden hoy los turistas, que viajan sin paz en un mundo enajenado en Museo» . En realidad, peregrinos y turistas pertenecen respectivamente a dos órdenes totalmente distintos. Los turistas recorren no-lugares vaciados de sentido, mientras que los peregrinos están ligados a lugares que congregan y vinculan a los hombres. La congregación es el rasgo esencial del lugar: 

“El lugar reúne hacia sí a lo supremo y a lo extremo. Lo que reúne así penetra y atraviesa todo con su esencia. El lugar, lo reunidor, recoge hacia sí y resguarda lo recogido, pero no como una envoltura encerradora, sino de modo que transluce y translumina lo reunido, liberándolo así a su ser propio”

También la iglesia es un lugar de congregación. La palabra sinagoga viene del griego synagein, que igual que symbállein significa «juntar». Es un lugar donde se celebran en común rituales religiosos, es decir, donde se presta atención, en compañía de otros, a lo sagrado. La religión como religare es al mismo tiempo relegere, «fijar la atención». En eso se distingue el templo del museo. Ni los visitantes de los museos ni los turistas constituyen una comunidad. Son masas o muchedumbres. También los lugares son profanados al quedar convertidos en sitios dignos de visitarse o en atracciones turísticas. «Haber visto» es la versión consumista de relegere. Ahí no se presta una atención profunda. Los sitios dignos de visitarse o las atracciones turísticas se diferencian esencialmente de aquel lugar que «translumina lo reunido, liberándolo así a su ser propio». No producen aquel efecto de profundidad simbólica que engendra una comunidad. Ante las atracciones turísticas se pasa de largo. No dejan demorarse en ellas, no permiten ninguna estancia. 

En vista de la creciente presión para producir y para aportar rendimiento es una tarea política hacer un uso distinto de la vida, un uso lúdico. La vida recobra su dimensión lúdica cuando, en lugar de someterse a un objetivo externo, pasa a referirse a sí misma. Hay que recobrar el reposo contemplativo. Si se priva por completo a la vida del elemento contemplativo uno se ahoga en su propio hacer. El sabbat indica que el reposo contemplativo, la quietud y el silencio son esenciales para la religión. También en este sentido la religión se contrapone diametralmente al capitalismo. Al capitalismo no le gusta la calma. La calma sería el nivel cero de producción, y en la sociedad posindustrial el silencio sería el nivel cero de comunicación. 

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