"No he vuelto a encontrar nunca satisfacción religiosa en ninguna doctrina filosófica que me fuera posible aceptar" Bertrand Russell
Texto del filósofo, matemático y premio Nobel de literatura, Bertrand Russell, publicado originalmente en su libro Portraits from Memory and Other Essays (1956).
Por: Bertrand Russell
Los motivos que han conducido a los hombres a convertirse en filósofos han sido de varias clases. El motivo más respetable fue él deseo de comprender el mundo. En la antigüedad, cuando la filosofía y la ciencia no se distinguían entre sí, este motivo fue el predominante. Otro motivo que constituyó un poderoso incentivo en épocas primitivas estaba basado en las ilusiones producidas por los sentidos. Cuestiones de este tipo: ¿dónde está el arco iris? ¿Las cosas son como aparecen a la luz del sol o como aparecen bañadas por la luna? O, en una forma más moderna: ¿son las cosas realmente como aparecen ante el simple ojo o como aparecen vistas por un microscopio? Semejantes acertijos, sin embargo, empezaron, muy pronto, a ser sustituidos por un problema más considerable. Cuando los griegos comenzaron a dudar de los dioses del Olimpo, algunos de ellos buscaron en la filosofía algo que sustituyese a las creencias tradicionales. A través de la combinación de esos dos motivos, surgió un doble movimiento en filosofía: por un lado, se creyó demostrar que mucho de lo que pasa por conocimiento en la vida cotidiana, no es conocimiento real; y, por otro lado, que existe una verdad filosófica más profunda y más en consonancia, según la mayoría de los filósofos, con lo que desearíamos que fuese el universo, que la de nuestras ciencias cotidianas. En casi todas las filosofías, la duda ha sido el aguijón y la certeza ha sido el objetivo. Se ha dudado de los sentidos, de la ciencia, de la teología. En algunos filósofos, una de esas dudas ha sido la principal; en otros, otra. Los filósofos han diferido también ampliamente en cuanto a las respuestas que sugirieron para aclarar esas dudas e, incluso, en cuanto a si es posible una respuesta.
Todas las razones tradicionales influyeron para que me dedicara a la filosofía, pero hubo dos que influyeron de manera especial. La que primero ejerció su influencia, y la que más tiempo la ejerció, fue el deseo de encontrar algún conocimiento que pudiese aceptarse como la verdad cierta. El otro motivo fue el deseo de hallar alguna satisfacción para mis impulsos religiosos.
Creo que lo primero que me llevó a la filosofía (aunque en aquel tiempo la palabra «filosofía» era todavía desconocida para mí) ocurrió cuando tenía once años. Mi niñez fue casi siempre solitaria y mi único hermano era siete años mayor que yo. Indudablemente, como resultado de mi mucha soledad, llegué a ser bastante solemne; tenía un montón de tiempo para pensar, pero no muchos conocimientos con los cuales pudieran ejercitarse mis meditaciones. Aunque aún no era consciente de ello, sentía ese placer por las demostraciones que es típico de la mentalidad matemática. Cuando fui mayor, encontré a otros que opinaban como yo en este asunto. Mi amigo G. H. Hardy, que era profesor de matemáticas puras, gozaba de este placer con una intensidad muy grande. Una vez, me dijo que, si pudiese encontrar una prueba de que yo me iba a morir antes de cinco minutos, lamentaría naturalmente perderme, pero que ese pesar sería completamente sobrepasado por el placer que le produciría la prueba. Estuve enteramente de acuerdo con él, y no me ofendí en absoluto. Antes de que empezase a estudiar geometría, alguien me dijo que la geometría demostraba cosas y, por esta razón, cuando mi hermano habló de enseñármela, me alegré mucho. La geometría, en aquel tiempo, era todavía «Euclides». Mi hermano, como principio, empezó con las definiciones. Las acepté con una disposición bastante buena. Pero, después, llegó a los axiomas. «Los axiomas —me dijo— no pueden demostrarse, pero tienen que darse por supuestos, para que todo lo demás pueda ser demostrado.» Ante estas palabras, mis esperanzas se derrumbaron. Había pensado que sería maravilloso encontrar algo que uno pudiese demostrar, y resultaba que eso sólo podía hacerse por medio de supuestos para los cuales no había ninguna prueba. Miré a mi hermano, con alguna indignación, y dije: «Pero, ¿por qué debo admitirlos, si no pueden demostrarse?» Replicó: «Porque, si no lo haces, no podremos continuar.» Pensé que podía valer la pena conocer el resto del asunto, y estuve de acuerdo en admitir los axiomas de momento. Pero continué sumido en la duda y en la perplejidad hacia una esfera en la que había confiado encontrar una claridad indisputable pesar de esas dudas, que la mayoría de las veces olvidé y para las que, en general, suponía que podía haber alguna solución aún desconocida para mí, encontré un gran deleite en las matemáticas —mucho más deleite de hecho, que en cualquier otro estudio—. Me gustaba pensar en las aplicaciones de las matemáticas al mundo físico, y tenía la esperanza de que, alguna vez, habría unas matemáticas de la conducta humana tan precisas como las matemáticas de las máquinas. Confiaba en ello, porque me gustaban las demostraciones, y la mayor parte de las veces, esta razón pesaba más que el deseo, que también experimentaba, de creer en el libre albedrío. A pesar de todo, nunca he superado mis dudas fundamentales sobre la validez de las matemáticas.
Cuando empecé a estudiar matemáticas superiores, me asaltaron nuevas dificultades. Mis profesores me ofrecían demostraciones que me parecían falaces y que, como supe más tarde, se había descubierto que lo eran. Entonces, y hasta algún tiempo después de dejar Cambridge, no sabía que las mejores demostraciones se debían a los matemáticos alemanes. Por consiguiente, seguí estando en buena disposición para recibir las medidas heroicas de la filosofía de Kant. Esta sugería un método nuevo y amplio desde el que las dificultades que me habían perturbado parecían bagatelas sin importancia. Más tarde, llegué a considerar todo esto completamente falso; pero fue solamente después de que me permití hundirme hasta el cuello en el fango dei lodazal metafísico. Mi paso a la filosofía fue alentado por cierto disgusto de las matemáticas, ocasionado por el exceso de concentración y de absorción que exige la preparación de los exámenes. El esfuerzo para adquirir la técnica de los exámenes me había conducido a considerar que las matemáticas consistían en trampas astutas, en dispositivos ingeniosos y, en conjunto, en un crucigrama. Cuando, al final de mis tres cursos en Cambridge, me desembaracé de mi último examen matemático, juré que nunca miraría las matemáticas otra vez y vendí todos mis libros de matemáticas. Con esta predisposición, el estudio de la filosofía me produjo la impresión deliciosa de un paisaje nuevo emergiendo de un valle.
No había sido sólo en las matemáticas donde busqué la certeza. Como Descartes (cuya obra todavía no conocía), pensaba que mi propia existencia era indudable para mí. Como él, creía que era posible suponer que el mundo exterior no es nada más que un sueño. Pero aunque así sea, es un sueño que es realmente soñado, y el hecho de que yo lo experimente sigue siendo inconmoviblemente cierto. Este pensamiento se me ocurrió, por primera vez, cuando tenía 16 años, y me puse muy contento cuando después aprendí que Descartes había hecho de él el fundamento de su filosofía En Cambridge, mi interés por la filosofía recibió un estímulo por otro motivo. El escepticismo, que me había llevado a dudar incluso de las matemáticas, me llevó también a poner en cuestión los dogmas fundamentales de la religión, pero deseaba ardientemente encontrar el modo de conservar, por lo menos, algo que mereciese el nombre de creencia religiosa. Desde los 15 años a los 18, gasté una gran cantidad de tiempo y de pensamiento en la creencia religiosa. Examiné los dogmas fundamentales, uno por uno, esperando con todo mi corazón, encontrar alguna razón para aceptarlos. Escribí mis pensamientos en un libro de notas que todavía poseo. Naturalmente, eran simples y juveniles, pero, por entonces, no vi ninguna solución para el agnosticismo que sugerían.
En Cambridge, llegué a conocer los sistemas totales de pensamiento que, con anterioridad, ignoraba, y abandoné, por algún tiempo, las ideas que había elaborado en soledad. En Cambridge, tomé contacto con la filosofía de Hegel, el cual, a través de 19 volúmenes abstrusos, pretendía haber demostrado algo que equivaldría muy bien a una versión corregida y elaborada de las creencias tradicionales. Hegel concebía el universo como una unidad firmemente estructurada. Su universo era como la jalea por el hecho de que, si se tocaba cualquier parte de ella, temblaba el conjunto; pero era distinto de la jalea, porque no se podía realmente cortar en partes. Según él, su aparente consistencia en partes, era una ilusión. La única realidad era lo Absoluto, que era como llamaba a Dios. En esta filosofía, me encontré a gusto durante algún tiempo. Tal como me la expusieron sus partidarios, especialmente McTaggart, que entonces era uno de mis íntimos amigos, la filosofía de Hegel me había parecido, a la vez, encantadora y demostrable. McTaggart era un filósofo, seis años mayor que yo aproximadamente, y un discípulo ardiente de Hegel durante toda su vida. Influyó muy considerablemente en sus contemporáneos y, durante algún tiempo, caí bajo esa influencia. Existía un curioso placer en creerse uno mismo que el tiempo y el espacio no son reales, que la materia es una ilusión y que, en realidad, el mundo no es nada más que espíritu. Pero, en un momento de decisión, abandoné a los discípulos y acudí al maestro, y hallé, en el mismo Hegel, un fárrago de confusiones que me parecieron poco mejor que retruécanos. Por lo tanto, abandoné su filosofía. Por algún tiempo me sentí satisfecho con una doctrina derivada, con modificaciones, de Platón.
Según la doctrina de Platón, que yo aceptaba sólo en forma diluida, existe un mundo eterno e inmutable de ideas, del cual el mundo que se ofrece a nuestros sentidos es una copia imperfecta. Las matemáticas, en consonancia con esta doctrina, se ocupan de un mundo de ideas, y, por consiguiente, poseen una exactitud y una perfección que no existe en el mundo cotidiano. Esta especie de misticismo matemático, que Platón derivó de Pitágoras, me atraía. Pero, finalmente, me vi obligado a abandonar esta doctrina también, y, después, no he vuelto a encontrar nunca satisfacción religiosa en ninguna doctrina filosófica que me fuera posible aceptar.