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Paulo Freire: a la élite dominante le es fácil, la praxis opresora






“A fin de que los oprimidos se unan entre sí, es necesario que corten el cordón umbilical de carácter mágico o mítico, a través del cual se encuentran ligados al mundo de la opresión.”
 -Paulo Freire.
                                    


Texto del educador brasileño Paulo Freire, publicado como Epígrafe del capítulo 4º del libro de su libro Pedagogía del oprimido  


Si en la teoría de la acción antidialógica se impone, necesariamente, el que los dominadores provoquen la división de los oprimidos con el fin de mantener más fácilmente la opresión, en la teoría dialógica de la acción, por el contrario, el liderazgo se obliga incansablemente a desarrollar un esfuerzo de unión de los oprimidos entre sí y de éstos con él para lograr la liberación.

Como en cualquiera de las categorías de la acción dialógica, el problema central con que en ésta, como en las otras, se enfrenta, es que ninguna de ellas se da fuera de la praxis.

Si a la élite dominante le es fácil, o por lo menos no le es tan difícil, la praxis opresora, no es lo mismo lo que se verifica con el liderazgo revolucionario al intentar la praxis liberadora.

Mientras la primera cuenta con los instrumentos del poder, los segundos se encuentran bajo la fuerza de este poder.

La primera se organiza a sí misma libremente, y, aun cuando tenga divisiones accidentales y momentáneas, se unifica rápidamente frente a cualquier amenaza a sus intereses fundamentales. La segunda, que no existe sin las masas populares, en la medida en que es una contradicción antagónica de la primera, tiene, en esta condición, el primer óbice a su propia organización.

Sería una inconsecuencia de la élite dominadora si consintiera en la organización del liderazgo revolucionario, vale decir, en la organización de las masas oprimidas, pues aquélla no existe sin la unión de éstas entre sí.

Y de éstas con el liderazgo.

Mientras que, para la élite dominadora, su unidad interna implica la división de las masas populares para el liderazgo revolucionario, su unidad sólo existe en la unidad de las masas entre sí y con él. La primera existe en la medida en que existe su antagonismo con las masas; la segunda, en razón de su comunión con ellas que, por esto mismo, deben estar unidas y no divididas.

La situación concreta de opresión, al dualizar el yo del oprimido, al hacerlo ambiguo, emocionalmente inestable, temeroso de la libertad, facilita la acción divisora del dominador en la misma proporción en que dificulta la acción unificadora indispensable para la práctica liberadora.

Aún más, la situación objetiva de dominación es, en sí misma, una situación divisora. Empieza por separar el yo oprimido en la medida en que, manteniendo una posición de “adherencia” a la realidad que se le presenta como algo omnipotente, aplastador, lo aliena en entidades extrañas, explicadoras de este poder.

Parte de su yo se encuentra en la realidad a la que se haya “adherido”, parte afuera, en la o las entidades extrañas, a las cuales responsabiliza por la fuerza de la realidad objetiva y frente a la cual no le es posible hacer nada. De ahí que sea éste igualmente un yo dividido entre un pasado y un  presente iguales y un futuro sin esperanzas que, en el fondo, no existe. Un yo que no se reconoce siendo, y por esto no puede tener, en lo que todavía ve, el futuro que debe construir en unión con otros.

En la medida en que sea capaz de romper con la “adherencia”, objetivando la realidad de la cual emerge, se va unificando como yo, como sujeto frente al objeto. En este momento, en que rompe también la falsa unidad de su ser dividido, se individualiza verdaderamente.

De este modo, si para dividir es necesario mantener el yo dominado “adherido” a la realidad opresora, mitificándola, para el esfuerzo de unión  el primer paso lo constituye la desmitificación de la realidad.

Si a fin de mantener divididos a los oprimidos se hace indispensable una ideología de la opresión, para lograr su unión es imprescindible una forma de acción cultural a través de la cual conozcan el porqué y el cómo de su “adherencia” a la realidad que les da un conocimiento falso de sí mismos y de ella. Es necesario, por lo tanto, desideologizar.

Por eso el esfuerzo por la unión de los oprimidos no puede ser un trabajo de mera esloganización ideológica. Este, distorsionando la relación auténtica entre el sujeto y la realidad objetiva, separa también lo cognoscitivo de lo afectivo y de lo activo, que, en el fondo, son una totalidad no dicotomizable.

Realmente, lo fundamental de la acción dialógico-liberadora, no es “desadherir” a los oprimidos de una realidad mitificada en la cual se hallan divididos, para “adherirlos” a otra.

El objetivo de la acción dialógica radica, por el contrario, en proporcionar a los oprimidos el reconocimiento del porqué y del como de su “adherencia”, para que ejerzan un acto de adhesión a la praxis verdadera de transformación de una realidad injusta.

El significar, la unión de los oprimidos, la relación solidaria entre sí, sin importar cuáles sean los niveles reales en que éstos se encuentren como tales, implica, indiscutiblemente, una conciencia de clase.

La “adherencia” a la realidad en que se encuentran los oprimidos, sobre todo aquellos que constituyen las grandes masas campesinas de América Latina, exige que la conciencia de la clase oprimida pase, si no antes, por lo menos concomitantemente, por la conciencia del hombre oprimido.

Proponer a un campesino europeo, posiblemente, su condición de hombre como un problema, le parecerá algo extraño.

No será lo mismo hacerlo a campesinos latinoamericanos cuyo mundo, de modo general, se “acaba en las fronteras del latifundio y cuyos gestos repiten, de cierta manera, aquellos de los animales y los árboles;  campesinos que, “inmersos” en el tiempo, se consideran iguales a éstos.

Estamos convencidos de que es indispensable que estos hombres, adheridos de tal forma a la naturaleza y a la figura del opresor, se perciban como hombres a quienes se les ha prohibido estar siendo.

La “cultura del silencio”, que se genera en la estructura opresora y bajo cuya fuerza condicionante realizan su experiencia de “objetos”, necesariamente los constituye ele esta forma.

Descubrirse, por lo tanto, a través de una modalidad de acción cultural, dialógica, problematizadora de sí mismos en su enfrentamiento con el mundo, significa, en un primer momento, que se descubran como Pedro, Antonio o Josefa, con todo el profundo significado que tiene este descubrimiento.

Descubrimiento que implica una percepción distinta del significado de los signos. Mundo, hombre, cultura, árboles, trabajo, animal, van asumiendo un significado verdadero que antes no tenían.

Se reconocen ahora como seres transformadores de la realidad, algo que para ellos era misterioso, y transformadores de esa realidad a través de su trabajo creador.

Descubren que, como hombres, no pueden continuar siendo “objetos” poseídos, y de la toma de conciencia de sí mismos como hombres oprimidos derivan a la conciencia de clase oprimida.

Cuando el intento de unión de los campesinos se realiza en base a prácticas activistas, que giran en torno de lemas y no penetran en esos aspectos fundamentales, lo que puede observarse es una yuxtaposición de los individuos, yuxtaposición que le da a su acción un carácter meramente mecanicista.

La unión de los oprimidos es un quehacer que se da en el dominio de  lo humano y no en el de las cosas. Se verifica, por eso mismo, en la realidad que solamente será auténticamente comprendida al captársela en la dialecticidad entre la infra y la supra-estructura.

A fin de que los oprimidos se unan entre sí, es necesario que corten el cordón umbilical de carácter mágico o mítico, a través del cual se encuentran ligados al mundo de la opresión.

La unión entre ellos no puede tener la misma naturaleza que sus relaciones con ese mundo.

Por eso la unión de los oprimidos es realmente indispensable al proceso revolucionario y ésta le exige al proceso que sea, desde su comienzo, lo que debe ser: acción cultural.

Acción cultural cuya práctica, para conseguir la unidad de los oprimidos, va a depender de la experiencia histórica y existencial que ellos están teniendo, en esta o aquella estructura.

En tanto los campesinos se encuentran en una realidad “cerrada”, cuyo centro de decisiones opresoras es “singular” y compacto, los oprimidos urbanos se encuentran en un contexto que está “abriéndose” y en el cual el centro de mando opresor se hace plural y complejo.

En el primero, los dominados se encuentran bajo la decisión de la figura dominadora que encarna, en su persona, el sistema opresor en sí; en  el segundo caso, se encuentran sometidos a una especie de “impersonalidad opresora”.

En ambos casos existe una cierta “invisibilidad” del poder opresor. En el primero, dada su proximidad a los oprimidos; en el segundo, dada su difusividad.

Las formas de acción cultural, en situaciones distintas como éstas, tienen el mismo objetivo: aclarar a los oprimidos la situación concreta en que se encuentran, que media entre ellos y los opresores, sean aquéllas visibles o no.

Sólo estas formas de acción que se oponen, por un lado, a los discursos verbalistas  inoperantes  y,   por  otro,  al  activismo  mecanicista,  pueden oponerse también a la acción divisora de las elites dominadoras y dirigir su atención en dirección a la unidad de los oprimidos.


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