Sobre las subsistencias y el derecho a la existencia | por Maximilien Robespierre ~ Bloghemia Sobre las subsistencias y el derecho a la existencia | por Maximilien Robespierre

Sobre las subsistencias y el derecho a la existencia | por Maximilien Robespierre








“Los alimentos necesarios para el hombre son tan sagrados como la propia vida. Todo cuanto resulte indispensable para conservarla es propiedad común de la sociedad entera; tan sólo el excedente puede ser propiedad individual, y puede ser abandonado a la industria de los comerciantes.” - Maximilien Robespierre                                 




 Articulo del estadista francés Maximilien Robespierre, una de las figuras más conocidas e influyentes de la Revolución Francesa



Por: Maximilien Robespierre


¿Cuál es el primer objetivo de la sociedad? Es mantener los derechos imprescriptibles del hombre. ¿Cuál es el primero de estos derechos? El derecho a la existencia.

La primera ley social es pues la que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios de existir. Todos los demás están subordinados a este. La propiedad no ha sido instituida o garantizada para otra cosa que para cimentarlo. Se tienen propiedades, en primer lugar, para vivir. No es cierto que la propiedad pueda oponerse jamás a la subsistencia de los hombres.

Los alimentos necesarios para el hombre son tan sagrados como la propia vida. Todo cuanto resulte indispensable para conservarla es propiedad común de la sociedad entera; tan sólo el excedente puede ser propiedad individual, y puede ser abandonado a la industria de los comerciantes. Toda especulación mercantil que hago a expensas de la vida de mi semejante no es tráfico, es bandidaje y fratricidio.

Según este principio, ¿cuál es el problema que hay que resolver en materia de legislación sobre las subsistencias? Pues es este: asegurar a todos los miembros de la sociedad el disfrute de la parte de los productos de la tierra que es necesaria para su existencia; a los propietarios o cultivadores el precio de su industria, y librar lo superfluo a la libertad de comercio.

Desafío al más escrupuloso defensor de la propiedad a contradecir estos principios, a menos que declare abiertamente que entiende por esa palabra el derecho a despojar y asesinar a sus semejantes. ¿Cómo, pues, se ha podido pretender que toda especie de molestia, o mejor dicho, que toda regla sobre la venta del trigo era un atentado a la propiedad, o disfrazar este sistema bárbaro bajo el nombre falsamente engañoso de libertad de comercio? ¿Los autores de este sistema no se percatan de que se contradicen a sí mismos necesariamente?

¿Por qué os veis forzados a aprobar la prohibición de la exportación de granos al extranjero cada vez que la abundancia no está asegurada en el interior? Fijáis vosotros mismos el precio del pan, ¿Fijáis el de las especies, o el de las brillantes producciones de la In dia? ¿Cuál es la causa de todas esas excepciones, sino la evidencia misma de los principios que acabo de desarrollar? ¿Qué digo? El gobierno incluso somete a veces el propio comercio de objetos de lujo a modificaciones que la sana política aconseja. ¿Por qué aquello que interesa a la subsistencia del pueblo habría de estar necesariamente exento de limitaciones?

Sin duda si todos los hombres fueran justos y virtuosos; si jamás la codicia estuviera tentada a devorar la substancia del pueblo; si dóciles a la voz de la razón y de la naturaleza, todos los ricos se considerasen los ecónomos de la sociedad, o los hermanos del pobre, no se podría reconocer otra ley que la libertad más ilimitada. Pero si es cierto que la avaricia puede especular con la miseria, y la tiranía misma puede hacerlo con el desespero del pueblo; si es cierto que todas estas pasiones declaran la guerra a la humanidad sufriente, ¿por qué no deben reprimir las leyes estos abusos? ¿Por qué no de ben las leyes detener la mano homicida del monopolista, del mismo modo que lo hacen con el asesino ordinario? ¿Por qué no de ben ocuparse de la existencia del pueblo, tras haberse ocupado durante tanto tiempo de los gozos de los grandes, y de la potencia de los déspotas?

Pero, ¿cuáles son los medios para reprimir estos abusos? Se pretende que son impracticables. Yo sostengo que son tan simples como infalibles. Se pretende que plantean un problema insoluble, incluso para un genio. Yo sostengo que no presentan ninguna dificultad al menos para el buen sentido y para la buena fe. Sostengo que no hieren ni el interés del comercio, ni los derechos de propiedad. Que la circulación a lo largo de toda la extensión de la república sea protegida, pero tomemos las precauciones necesarias para que la circulación tenga lugar. Precisamente me quejo de una falta de circulación. Pues el azote del pueblo, la fuente de la escasez, son los obstáculos puestos a la circulación, con el pretexto de hacerla ilimitada. ¿Circulan las subsistencias públicas cuando los ávidos especuladores las retienen amontonadas en sus graneros? ¿Circulan cuando se acu mulan en las manos de un pequeño número de millonarios que las sustraen al comercio, para hacerlas más preciosas y más raras; que calculan fríamente cuántas familias deben perecer antes de que el ali mento haya esperado el tiempo fijado por su atroz avaricia? ¿Circulan cuando no hacen sino atravesar las comarcas en que han sido producidas, ante los ojos de los ciudadanos indigentes sometidos al suplicio de Tántalo, para ser engullidas en algún desconocido pozo sin fondo de algún empresario de la escasez pú blica? ¿Circulan cuando al lado de las más abundantes cosechas languidece el ciudadano necesitado, a falta de poder entregar una pieza de oro, o un trozo de papel suficientemente precioso como para obtener una parcela?

La circulación es lo que pone los artículos de primera necesidad al alcance de todos los hombres y que lleva la abundancia y la vida a las cabañas. ¿Acaso circula la sangre cuando está obstruida en el cerebro o en el pecho? Circula cuando fluye libremente por todo el cuerpo. Las subsistencias son la sangre del pueblo, y su libre circulación no es menos necesaria para la salud del cuerpo social, que la de la sangre para el cuerpo humano. Favoreced pues la libre circulación de granos, impidiendo todas las obstrucciones funestas. ¿Cuál es el medio para conseguir este objetivo? Sustraer a la codicia el interés y la facilidad de crear estas obstrucciones. Ahora bien, tres causas las favorecen: el secreto, la libertad desenfrenada y la certeza de la impunidad.

El secreto, ya que cualquiera puede esconder la cantidad de subsistencias públicas de que priva a la sociedad entera, ya que cualquiera puede hacerlas desaparecer fraudulentamente y transportarlas, sea a países extranjeros, sea a almacenes del interior. Ahora bien, se proponen dos medios simples: el primero es tomar todas las precauciones para comprobar la cantidad de grano que ha producido cada región, y la que cada propietario o cultivador ha cosechado. El segundo consiste en forzar a los comerciantes de grano a venderlo en el mercado y en prohibir todo transporte de mercancías por la no che. No es la posibilidad ni la utilidad de esas precauciones lo que hay que probar, puesto que están todas fuera de discusión. ¿Es le gítimo hacer esto? Pero, ¿cómo se pueden entender como un atentado a la propiedad unas reglas de policía general, ordenadas por el interés general de la so ciedad? ¿Qué buen ciudadano puede quejarse de ser obligado a actuar con lealtad y a la luz del día? ¿Quién precisa de las tinieblas si no son los conspiradores y los bribones? Por otra parte, ¿no os he probado que la sociedad tenía el derecho de reclamar la porción necesaria para la subsistencia de sus ciudadanos? ¿Qué digo? Es el más sagrado de los deberes. ¿Cómo pueden ser injustas las leyes ne cesarias para asegurarla?

He dicho que las otras causas de las operaciones desastrosas del monopolio eran la libertad indefinida y la impunidad. ¿Qué otro medio sería más seguro para animar la codicia y para desprenderla de todo tipo de freno, que aceptar como principio que la ley no tiene el derecho de vigilarla, de imponerle las más mínimas trabas? ¿Que la única regla que se le prescriba sea la poder osarlo todo impunemente? ¿Qué digo? El grado de perfección al que ha llegado esta teoría es tal que casi está establecido que los acaparadores son intachables; que los monopolistas son los benefactores de la humanidad; que en las querellas que surgen entre ellos y el pueblo, siempre se equivoca el pueblo. O bien el crimen del monopolio es im posible o bien es real. Si es una quimera, ¿cómo puede ser que siempre se haya creído en esa quimera? ¿Por qué hemos experimentado sus estragos desde el inicio de nuestra revolución? ¿Por qué informes libres de toda sospecha y hechos incontestables nos denuncian sus culpables maniobras? ¿Si es real, por qué extraño privilegio sólo él obtiene el derecho a estar protegido? ¿Qué límites pondrían a sus atentados los vampiros despiadados que especulasen con la miseria pública, si a toda especie de reclamación se opusieran siempre las bayonetas y la orden absoluta de creer en la pureza y la bondad de todos los acaparadores? La libertad indefinida no es otra cosa que la excusa, la salvaguardia y la causa de este abuso. ¿Cómo puede considerarse entonces su remedio? ¿De que nos quejamos? Precisamente de los males que ha producido el sistema actual, o al menos de los males que no ha po dido prevenir. ¿Y qué remedio se nos propone? El mismo sistema. Yo os denuncio a los enemigos del pueblo y me respondéis: dejadlos hacer. 3 En este sistema todo está contra la sociedad. Todo está a favor de los comerciantes de granos.

Es aquí donde se hace necesaria toda vuestra sabiduría y circunspección, legisladores. Un tema de este estilo siempre es difícil de tratar. Es peligroso redoblar las alarmas del pueblo, y dar a en tender que se autoriza su descontento. Aún más peligroso es callar la verdad y disimular los principios. Pero si queréis seguirlos, todos los inconvenientes desaparecen. Sólo los principios pueden agotar la fuente del mal.

Sé bien que cuando se examinan las circunstancias de un determinado motín, provocado por la escasez real o ficticia del trigo, suele señalarse muchas veces la influencia de causas extrañas. La ambición y la intriga tienen necesidad de provocar disturbios. Algunas veces son estos mismos hombres los que excitan al pueblo para encontrar el pretexto de degollarlo, y para hacer terrible la libertad ante los ojos de los hombres débiles y egoístas. Pero no es menos verdadero que el pueblo es naturalmente recto y apacible. Siempre está guiado por una intención pura. Los malvados no pueden alborotarlo a menos que le presenten un motivo poderoso y legítimo ante su vista. Ellos aprovechan su descontento, no lo crean. Y cuando lo inducen a cometer excesos so pretexto del abastecimiento, es porque está predispuesto por la opresión y por la miseria. Jamás un pueblo feliz fue un pueblo turbulento. Quien conozca a los hombres, quien conoce sobre todo al pueblo francés, sabe que no es posible para un insensato o para un mal ciudadano sublevarlo sin razón contra las leyes que ama y aún menos contra los mandatarios que ha elegido y contra la libertad que ha conquistado. Es tarea de sus representantes devolverle la confianza que él mismo les ha otorgado y desconcertar la malevolencia aristocrática, satisfaciendo sus necesidades y calmando sus alarmas.

Las propias alarmas de los ciudadanos deben ser respetadas. ¿Có mo calmarlas si permanecéis inactivos? Si las medidas que os proponemos no fueran tan necesarias como pensamos, bastaría que él las desease, es suficiente que éstas probaran ante sus ojos vuestra adhesión a sus intereses, para determinaros a adoptarlas. Ya he indicado cuál era la naturaleza y el espíritu de estas leyes. Me contentaré aquí con exigir la prioridad para los proyectos de decreto que proponen precauciones contra el monopolio, reservándome el de re cho de proponer modificaciones, si es adoptada. Ya he probado que estas medidas y los principios sobre los que se fundan eran necesarias para el pueblo. Voy a probar que son útiles para los ricos y todos los propietarios.

No quiero arrebatarles ningún beneficio honesto, ninguna propiedad legítima. Sólo les quito el derecho de atentar contra el de otro. No destruyo el comercio sino el bandidaje del monopolista. Sólo les condeno a la pena de dejar vivir a sus semejantes. Sin embargo, nada podría serles más ventajoso. El mayor servicio que el legislador puede rendir a los hombres es el de forzarlos a ser gen te honesta. El mayor interés del hombre no es amasar tesoros y la más dulce propiedad no es devorar la subsistencia de cien familias infortunadas. El placer de aliviar a sus semejantes y la gloria de servir a su patria, bien valen esta deplorable ventaja. ¿Para qué les sirve a los especuladores más ávidos la libertad indefinida de su odioso tráfico? Para ser oprimidos u opresores. Este último destino, sobre todo, es horroroso. Ricos egoístas, sabed prever y prevenir por adelantado los resultados terribles de la lucha del orgullo y de las cobardes pasiones contra la justicia y la humanidad. Que el ejemplo de los nobles y de los reyes os instruya. Aprended a disfrutar de los encantos de la igualdad y de las delicias de la virtud. O, al menos, contentaos con las ventajas que la fortuna os da, y dejadle al pueblo pan, trabajo y sus costumbres. Se agitan en vano los enemigos de la libertad, para desgarrar el seno de su patria. Ellos no pararán el curso de la razón humana, como no pueden parar el curso del sol. La cobardía no triunfará sobre el valor. Es propio de la intriga huir ante la libertad. Y vosotros, legisladores, ¿os acordáis de que no sois los representantes de una casta privilegiada sino los del pueblo francés? No olvidéis que la fuente del orden es la justicia. Que la garantía más segura de la tranquilidad pública es la felicidad de los ciudadanos, y que las largas convulsiones que desgarran los estados no son otra cosa que el combate de los prejuicios contra los principios, del egoísmo contra el interés general, del orgullo y de las pasiones de los hombres poderosos contra los derechos y contra las necesidades de los más débiles.





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