¿Tiene el hombre futuro? | por Bertrand Russell ~ Bloghemia ¿Tiene el hombre futuro? | por Bertrand Russell

¿Tiene el hombre futuro? | por Bertrand Russell











“Cuando encuentres oposición, aunque provenga de tu esposo o de tus hijos, trata de superarla por medio de la razón y no de la autoridad, pues una victoria que dependa de la autoridad es irreal e ilusoria..” Bertrand  Russell 

Texto del filósofo, matemático y premio nobel de literatura, Bertrand  Russell, publicado en su libro " ¿Has Man a Future?


Por: Bertrand  Russell


«El hombre, u homo sapiens, como con cierta arrogancia se llama a sí mismo, es la más interesante, y también la más irritante, de las especies animales que existen en el planeta Tierra.» 

Así podría comenzar el último capítulo de un informe sobre nuestra flora y fauna redactado por un biólogo marciano con inclinaciones filosóficas. Es difícil que nosotros, tan implicados emocional e instintivamente, podamos alcanzar esta visión amplia e imparcial, natural para un viajero procedente de otro mundo. Sin embargo, alguna que otra vez resulta útil intentar colocarse en una perspectiva como la de nuestro supuesto marciano y, desde ella, evaluar el pasado, el presente y el futuro (eventual) de nuestra especie, así como la buena o mala influencia que el Hombre ha ejercido, ejerce y puede ejercer de ahora en adelante sobre la vida en la Tierra y quizá, en el futuro, sobre la vida en otros lugares. En este tipo de observación, las pasiones pasajeras pierden importancia —como las pequeñas colinas que, contempladas desde un avión, parecen planas—; en cambio, lo que tiene importancia permanente destaca mucho más que en una visión limitada. 

Al comienzo, el hombre no pareció tener una perspectiva demasiado prometedora en la lucha general por la existencia. Era todavía una especie rara, menos ágil que el mono para trepar a los árboles y huir de las bestias salvajes, casi desprovisto de pelo que lo protegiese contra el frío, con la desventaja de una infancia prolongada y obligado a disputar su alimento con otras especies. Su única ventaja inicial era su cerebro. Poco a poco, esta ventaja se fue acrecentando, y el hombre dejó de ser un cazador fugitivo para convertirse en el Señor de la Tierra. Las primeras etapas de este proceso pertenecen a la prehistoria, y sobre su secuencia sólo caben conjeturas. Aprendió a dominar el fuego, que había entrañado unos peligros similares —aunque en una escala mucho menor— a los que ofrece en nuestra época la liberación de la energía nuclear. El fuego no sólo le sirvió para mejorar la comida, sino que, además, encendido en la entrada de su caverna, le permitió dormir sin riesgo de ser atacado. Inventó lanzas, arcos y flechas. Cavó trampas donde furiosos mamuts se debatieron inútilmente. Domesticó animales y, en los albores de la historia, descubrió las ventajas de la agricultura. 

Sin embargo, la más importante de todas sus conquistas, su mayor adquisición, fue el lenguaje. Debemos suponer que el lenguaje hablado se desarrolló en forma muy lenta a partir de los gritos puramente animales. El lenguaje escrito, que al principio no fue una representación de la palabra, se inventó a través de la estilización gradual de imágenes de la realidad. El inmenso mérito del lenguaje consistió en posibilitar la transmisión de la experiencia y, con ello, todo lo que una generación había aprendido pudo pasar a la siguiente. La educación pudo reemplazar en gran medida a la experiencia personal. La escritura, más aún que la palabra, permitió almacenar los conocimientos y suplir la memoria mediante registros. El progreso humano se debió por encima de todo a esta posibilidad de conservar los descubrimientos de los individuos. Durante cierta época se produjeron mejoras biológicas de la capacidad craneana, acompañadas por un desarrollo de la capacidad genética. Pero esa etapa concluyó hace unos 500.000 años y, desde entonces, la inteligencia innata se ha incrementado poco o nada, y el progreso del hombre se ha basado en habilidades transmitidas a través de la tradición y la educación. Estos cimientos se echaron en la época prehistórica, probablemente sin un propósito deliberado, pero, una vez establecidos, hicieron posible el progreso cada vez más rápido del conocimiento y la habilidad. El progreso realizado durante los últimos cinco siglos ha sido mayor que el de todos los otros períodos de la historia registrada. Una de las dificultades de nuestra época consiste en que los hábitos mentales no pueden cambiar tan rápido como las técnicas; por tanto, a medida que se incrementa la habilidad, la sabiduría se va debilitando. 

Los largos milenios durante los cuales la supervivencia humana estuvo lejos de encontrarse asegurada, dotaron al hombre de una serie de técnicas muy útiles y de unos instintos y hábitos modelados por las luchas que debió emprender. Los peligros con que tenía que enfrentarse no eran todavía humanos: hambre, inundaciones, erupciones volcánicas. El libro del Génesis narra lo que en un principio pudo hacerse contra el hambre generalizado. Contra las inundaciones se ensayaron dos métodos: los chinos, desde los albores de su historia, construyeron diques a lo largo del río Amarillo, mientras que en el Asia Occidental, como se ve en la historia de Noé, los hombres pensaron que la mejor protección era una vida virtuosa. Lo mismo pensaron a propósito de las erupciones, y el relato de la destrucción de Sodoma y Gomorra constituye la expresión literaria de tales ideas. El inquietante antagonismo entre ambos tipos de teoría —la de China y la del Asia Occidental— ha perdurado hasta nuestros días, pero con un gradual predominio del punto de vista chino. Sin embargo, ciertos descubrimientos bastante recientes han mostrado que una vida virtuosa (si bien no en el sentido tradicional) es tan necesaria para la supervivencia como los diques.

Cuando el hombre superó los peligros que encerraba el entorno no humano, llegó a su nuevo mundo dotado de la estructura instintiva y emocional que le había permitido sobrevivir durante las eras precedentes. Había necesitado un alto grado de tenacidad y la decisión apasionada de sobrevivir mientras fuese posible. Había necesitado ser sumamente cauteloso, vigilante, temeroso y, en los momentos críticos, audaz ante el peligro. ¿Qué haría con todo ese complejo de hábitos y pasiones, una vez superados los riesgos del pasado? Lamentablemente, la solución que encontró no fue demasiado feliz. Dirigió la hostilidad y la desconfianza, que hasta entonces había orientado contra los leones y los tigres, hacia los miembros de su propia especie, pero no hacia todos, porque muchas de las técnicas que le habían permitido sobrevivir requerían la cooperación social, sino tan sólo contra los que no formaban parte de su unidad cooperativa. De este modo, durante muchos siglos, a través de la cohesión tribal y la guerra sistemática, pudo conciliar la necesidad de cooperación social con la ferocidad y desconfianza instintivas que las luchas del pasado habían engendrado en él. Desde los albores de la historia hasta nuestros días, la capacidad desarrollada por la inteligencia no ha cesado de transformar el entorno, mientras que, por lo general, el instinto y la emoción han conservado la forma que recibieron en épocas en que el hombre debió enfrentarse con un mundo más salvaje y más primitivo. 

Como consecuencia de la nueva orientación impuesta al miedo y a la desconfianza —dirigidos ya no contra el mundo no humano sino contra grupos humanos rivales—, el gregarismo alcanzó un nuevo grado de desarrollo. El hombre no es un animal tan social como la hormiga o la abeja, quienes al parecer nunca se sienten impulsadas a actuar de modo antisocial. No pocas veces los hombres han matado a sus reyes; en cambio, las abejas no asesinan a sus reinas. Si una hormiga extraña penetra por accidente en un hormiguero que no es el suyo, se la mata inmediatamente, sin que jamás se produzcan protestas «pacifistas». No existen minorías disidentes, y la cohesión social determina invariablemente el comportamiento de cada uno de los individuos. En el caso de los seres humanos esto no sucede. Es probable que el grupo social del hombre primitivo no fuese más grande que la familia. Cabe suponer que la amenaza de otros seres humanos hizo que la familia se ampliara hasta formar la tribu, cuyos miembros tenían, o suponían tener, un antepasado común. Como resultado de las guerras se crearon uniones de tribus y, más tarde, naciones, imperios y alianzas. A menudo, la necesaria cohesión social se quebró, pero ello trajo aparejada la derrota. Por tanto, en parte por la selección natural y en parte por comprender que era lo que les convenía, los hombres desarrollaron su capacidad de cooperar en grupos cada vez más grandes y demostraron un gregarismo del que sus antepasados habían carecido. 

El mundo en que vivimos es el resultado de unos 6.000 años de guerra sistemática. Por lo general, a los pueblos derrotados se les exterminaba o se los destruía casi por completo. El éxito en la guerra dependía de varios factores; los más importantes eran la superioridad numérica, el mayor grado de desarrollo técnico y de cohesión social, y el ardor guerrero. Desde un punto de vista puramente biológico, podemos considerar positivo cualquier factor capaz de incrementar la cantidad de seres humanos que pueden vivir en determinada región, y desde este punto de vista más bien limitado, muchas guerras deben considerarse venturosas. Es indudable que los romanos incrementaron notablemente la población de gran parte del Imperio Occidental. Colón y sus sucesores consiguieron que el hemisferio occidental mantuviera una cantidad de pobladores muchas veces mayor que la de los indios precolombinos. En China y la India, las vastas poblaciones sólo fueron posibles por la existencia de unos gobiernos centrales, establecidos después de prolongados períodos de guerra. Pero en modo alguno éste ha sido el resultado constante de las guerras. Los mongoles produjeron daños irreparables en Persia, y otro tanto hicieron los turcos en el imperio de los califas. Las ruinas del norte de África, en regiones que hoy son desiertos, constituyen un elocuente testimonio de los perjuicios acarreados por la caída de Roma. Se calcula que la rebelión de Tai-ping produjo más muertes que la primera guerra mundial. En todos estos casos, la victoria correspondió a la parte menos civilizada; sin embargo, a pesar de estos ejemplos en contrario, es probable que, como promedio, las guerras del pasado hayan contribuido más a incrementar que a reducir la cantidad de seres humanos existentes en nuestro planeta. 

Sin embargo, el punto de vista biológico no es el único posible. Desde el punto de vista meramente numérico, las hormigas han sido muchos cientos de veces más afortunadas que los hombres. En Australia he conocido vastas regiones donde no vive un solo hombre, pero que están pobladas por innumerables hordas de termitas, si bien no por ello hemos de considerar a las termitas superiores a nosotros. Los méritos del hombre no se limitan a los que le han permitido convertirse en el más numeroso de los grandes mamíferos. Esos otros méritos, que son distintivamente humanos, pueden calificarse, en forma genérica, como culturales. No son característicos de los individuos sino de las sociedades, y se relacionan con aspectos que nada tienen que ver con la cohesión social y la capacidad de triunfar en la guerra. 

La división de la humanidad en naciones enfrentadas y a menudo hostiles entre sí ha tenido una influencia desastrosamente deformadora sobre lo que cada nación considera digno de honra. En Gran Bretaña, los monumentos públicos más destacados celebran la memoria de Nelson y de Wellington, a quienes los británicos honramos por su habilidad para matar extranjeros. Por extraño que ello parezca, los extranjeros no sienten la misma admiración que nosotros por estos britanos que demostraron semejante tipo de ingenio. Si preguntamos a cualquier no britano culto cuáles son para él las mayores glorias de Gran Bretaña, es mucho más probable que cite a Shakespeare, a Newton y a Darwin que a Nelson y a Wellington. Quizá la matanza de extranjeros haya sido a veces necesaria en interés de la raza humana en general, pero cuando ha estado justificada se ha tratado de una especie de trabajo policial, y a menudo sólo ha sido la expresión de la arrogancia y la rapacidad nacionales. No es en mérito a sus dotes para el homicidio que la raza humana es digna de respeto. Cuando, como dice el Libro de los Muertos egipcio, el quizá último hombre se presente ante el Juez del Otro Mundo y alegue que la extinción de su especie es un hecho lamentable, ¿qué tipo de argumentos podrá aducir? Me gustaría que pudiera decir que la vida humana ha sido, en general, feliz. Sin embargo, hasta ahora, o, en todo caso, desde la invención de la agricultura, de la desigualdad social y de la guerra sistemática, la raza humana ha vivido, en su mayor parte, una vida de penurias, de trabajo excesivo, y ocasionalmente de trágicos desastres. Quizá en el futuro ya no sea así, porque ahora bastaría una pizca de sabiduría para que toda vida humana fuese gozosa, pero ¿quién puede decir cuándo llegará esa pizca? Mientras tanto, lo que nuestro último hombre podrá alegar para obtener el beneplácito de Osiris se parece muy poco a una historia de la felicidad general. 

Si fuese yo quien abogara ante Osiris en favor de la perduración de la raza humana, diría lo siguiente: «¡Oh, juez justo e inexorable!, la acusación contra mi especie es más que merecida, sobre todo en la actualidad. Pero no todos somos culpables, y hay pocos de nosotros cuyas potencialidades no sean mejores que las que nuestras circunstancias nos han permitido desarrollar. No olvides que hemos surgido hace muy poco del cenagoso suelo abonado por la vieja ignorancia y la lucha continua por la existencia. La mayoría de lo que sabemos lo hemos descubierto en las últimas doce generaciones. Embriagados por nuestro nuevo poder sobre la naturaleza, muchos de nosotros nos hemos lanzado equivocadamente en pos del poder sobre otros seres humanos. Se trata de un fuego fatuo que intenta seducirnos para que volvamos a la ciénaga de la que en parte hemos ido saliendo. Pero este extravío insensato no ha absorbido todas nuestras energías. Lo que hemos llegado a conocer sobre el mundo en que vivimos, sobre las nebulosas y los átomos, sobre lo grande y lo pequeño, es mucho más de lo que hubiese parecido posible antes de nuestra época. Sin duda, replicarás que ese conocimiento sólo es bueno en manos de quienes disponen de suficiente sabiduría como para hacer buen uso de él. Pero esa sabiduría también existe, aunque todavía en forma esporádica y desprovista del poder necesario para controlar los acontecimientos. Los sabios y los profetas han advertido sobre la insensatez de la guerra; si prestáramos oídos a lo que nos dicen, alcanzaríamos un nuevo estado de felicidad. 

»Esos grandes hombres no se han limitado a mostrarnos lo que hay que evitar. También nos han mostrado que el hombre tiene la posibilidad de crear un mundo de belleza resplandeciente y de gloria imperecedera. Allí están los poetas, los compositores, los pintores, los hombres que han sabido revelar su visión interior en edificios de mayestático esplendor. Ese país imaginario puede ser nuestro. Y también las relaciones entre los hombres podrían tener la belleza de la poesía lírica. Muchas personas tienen por momentos un atisbo de esta posibilidad en el amor entre el hombre y la mujer. Nada justifica que esta experiencia permanezca encerrada en unos límites estrechos, pues como en la Sinfonía Coral, es algo que podría abarcar el mundo entero. Se trata de posibilidades que están implícitas en el ser humano, y que, a la larga, podrán ir realizándose. Por estas razones, Señor Osiris, te rogamos que nos concedas una prórroga, una oportunidad para que salgamos de nuestra vieja insensatez e ingresemos en un mundo de luz, amor y belleza.» 

Quizá nuestra súplica sea atendida. De todos modos, esas posibilidades —que, por lo que sabemos, sólo existen en el Hombre— son las que justifican la supervivencia de nuestra especie. 

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