El arte de escribir | por Walter Benjamín ~ Bloghemia El arte de escribir | por Walter Benjamín

El arte de escribir | por Walter Benjamín








“Para las masas en su existencia más honda, inconsciente, las fiestas de alegría y los incendios son sólo un juego en el que se preparan para el instante enorme de la llegada de la madurez, para la hora en la que el pánico y la fiesta, reconociéndose como hermanos, tras una larga separación, se abracen en un levantamiento revolucionario.” -Walter Benjamín 
                                    




Texto del filósofo alemán Walter Benjamin recogido en el libro  Imágenes que piensan.


Por: Walter Benjamin 

El que es buen escritor nunca dice más de lo que piensa. Y esto es muy importante. Pues el decir no es solo darle su expresión al pensamiento, sino otorgarle su realización. Y así, caminar no es ya tan solo expresión del deseo de alcanzar una meta, sino su propia realización.

De qué tipo concreto sea la realización de que se trata, si le hará justicia estrictamente a la meta fijada o se perderá en la exuberancia del deseo, depende ya del entrenamiento de aquel que se encuentra de camino.

Y cuanto más disciplinada sea y más evite la realización de movimientos que sean tambaleantes y superfluos, más se satisfará toda actitud corporal consigo misma, como más adecuado será también su uso.

Porque al mal escritor se le ocurren siempre muchas cosas, y se entrega a ellas justamente como el mal corredor, que no se halla instruido en el secreto de los movimientos, flojos o briosos, de sus miembros. Pero precisamente por lo mismo, nunca puede decir sobria y justamente lo que piensa. El talento que es propio del buen escritor consiste en ofrecer a través de su estilo al pensamiento ese mismo espectáculo que un cuerpo que este bien entrenado sin duda nos ofrece. Nunca dice más de lo pensado. Y por eso mismo su escritura no es un beneficio para él mismo, sino solamente para aquello que él quiere decir.


Leer novelas

No todos los libros se leen igual. Por ejemplo, las novelas solo existen para ser devoradas. Leerlas es por tanto un placer de ingestión. Pero esto nada tiene que ver con la empatía. El lector no se pone en el lugar del héroe, sino que ingiere lo que le sucede. La analogía más clara con esto es la presentación apetitosa con la cual un plato nutritivo llega hasta la mesa. Ciertamente, existe un alimento crudo de la experiencia —al igual que existe un alimento crudo del estomago—: la experiencia hecha en carne propia. Pero el arte que produce la novela, al igual que el de la cocina, comienza mas allá de lo que es la materia prima. ¡Y cuántas de las sustancias nutritivas son indigestas en estado crudo! ¡Cuántas diferentes experiencias son aconsejables en los libros, pero no para hacerlas! Leerlas siempre viene bien a alguien que se hundiría por completo al tener que sufrirlas in natura.  

Si existe la musa de la novela —la décima musa—, su emblema será un hada cocinera, que eleva al mundo del estado crudo para sacarle el gusto al producir en él lo comestible. Y también por eso puede leerse el periódico fácilmente mientras que se come, pero no leer una novela. Son tareas del todo incompatibles.

El arte de narrar

Cada mañana que llega nos informa de las novedades que suceden en el mundo. Pero somos pobres sin embargo en historias que tengan interés. ¿A qué se debe esto? A que ya no llegan a nosotros acontecimientos que no estén entremezclados con explicaciones. Dicho en otras palabras: casi nada de cuanto nos sucede beneficia a la narración; casi todo es informativo. La mitad del arte de la narración consiste en liberar alguna historia de explicaciones al reproducirla. Los antiguos eran maestros en hacerlo, ante todo Herodoto. En el capítulo catorce del libro tercero de sus Historias encontramos la historia de

Psammético. Guando este rey de Egipto resultó derrotado y capturado por Cambises, que era el rey de Persia, éste hizo el intento de humillarlo. Gambises ordenó pues que Psammético se situara en la calle a través de la cual iba a pasar el desfile de la victoria sobre él. Y además se encargó de que el prisionero viera pasar a su propia hija cuando, como sirvienta, iba a llevar un cántaro a la fuente. Mientras que los egipcios sollozaban teniendo que contemplar este espectáculo, Psammético siguió mudo e inmóvil, con los ojos clavados en el suelo. Y cuando vio a su hijo conducido hacia la ejecución, permaneció del mismo modo inmóvil. Pero cuando, entre los prisioneros, reconoció a uno de sus sirvientes, que era un hombre viejo y miserable, se golpeó la cabeza con los puños y manifestó una gran tristeza.

La historia nos permite comprender en qué consiste una verdadera narración. La información tiene un interés exclusivamente en el instante en que del todo es nueva. Ella vive tan solo en ese instante, se entrega a él por completo y se explica sin pérdida de tiempo. Por el contrario, la narración nunca se entrega. Centra sus fuerzas en el interior, y mucho tiempo después aun sigue siendo capaz de desplegarse. Así volvió Montaigne a la narración del rey de Egipto y se preguntó por qué el rey no se lamenta hasta que por fin ve a su sirviente. Y Montaigne se responde: “Estando de antemano lleno e inundado de tristeza, la menor sobrecarga rompió los límites de su padecer»‘. De ese modo se puede entender esta historia. Pero aún deja espacio para explicaciones diferentes. Cualquiera puede acceder a conocerlas planteando la pregunta de Montaigne en el círculo que forman sus amigos. Por ejemplo, dijo uno de los míos: “Al rey no le conmueve el destino de los de su familia, por cuanto se trata de su propio destino”. Otro respondió: “Sobre un escenario nos conmueven sin duda muchas cosas que nada nos conmueven en la vida, y ese sirviente era para el rey solamente un actor”. Añadió un tercero: “El dolor mayor se enquista siempre, y no se manifiesta hasta que llega la relajación. La visión del sirviente hizo ese efecto”. Y dijo un cuarto: “Si esta historia tuviera lugar hoy, todos los periódicos dirían que Psammético amaba mucho más a su siervo que a sus hijos”.

Lo seguro es que hoy un periodista lo daría explicado de inmediato. Herodoto no nos da una explicación. Hace un relato completamente seco. Y por eso esta historia situada en el antiguo Egipto sigue siendo capaz, varios milenios después de sucedida, de provocar asombro y reflexión. Se parece así a las semillas que han estado encerradas bien herméticamente durante miles de años en las salas que guardan las pirámides, de modo que con ello han conservado hasta el día de hoy su capacidad de germinar.


Tras !a consumación

Se ha pensado a menudo la génesis de las grandes obras a través de la imagen del nacimiento. Esta imagen, que es dialéctica, abraza ese proceso por dos lados. Uno tiene que ver directamente con la concepción creativa y concierne en el genio a lo femenino. Es lo femenino que se agota con la consumación. Da vida a la obra y muere luego. Lo que en el maestro muere con la creación ya consumada es la parte en el en que la creación fue concebida. Mas la consumación de cualquier obra —y esto nos conduce de inmediato hasta el otro lado del proceso— no es nunca algo muerto. Y no es accesible desde fuera; por eso, el pulir y corregir no sirve aquí de nada. La consumación tiene lugar al interior de la propia obra. Y también aquí se habla, aún una vez más, de nacimiento: en su consumación la creación va a dar de nuevo a luz al creador. Y no de acuerdo con su feminidad, aquella por la cual fue concebido, sino por su elemento masculino.

Satisfecho y feliz, el creador deja así atrás a la naturaleza, dado que esta existencia, esa que él recibió por vez primera desde las tinieblas más profundas de su seno materno, va a debérsela ahora a otro reino más claro y luminoso. Porque su patria nunca es el lugar en donde naciera el creador; el creador viene al mundo justamente en donde está su patria. Es el primogénito masculino de la obra que un día concibiera.
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