La coyuntura del socialismo | por Bertrand Russell ~ Bloghemia La coyuntura del socialismo | por Bertrand Russell

La coyuntura del socialismo | por Bertrand Russell






“Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas.” -  Bertrand Russell
                                 




Texto del filosofo, matemático y premio nobel de Literatura,  Bertrand Russell, publicado en su libro "In praise of idleness" en 1932. 




Por:  Bertrand Russell


La inmensa mayoría de los socialistas de nuestros días son discípulos de Carlos Marx, con quien comparten la idea de que la única fuerza política capaz de instaurar el socialismo es la indignación que siente el proletariado desposeído contra los propietarios de los medios de producción. Por una reacción inevitable, aquellos que no son proletarios han decidido, con comparativamente pocas excepciones, que el socialismo es algo a lo que hay que resistirse; y cuando oyen a los que se proclaman a sí mismos sus enemigos predicar la guerra de clases, se sienten naturalmente inclinados a empezar ellos la guerra mientras todavía tienen el poder. El fascismo es una réplica al comunismo, y una réplica formidable. En tanto el socialismo se predica en términos marxistas, provoca tan poderoso antagonismo que su éxito en los países occidentales desarrollados se hace cada día más improbable. Por supuesto que, en cualquier caso, hubiese provocado la oposición de los ricos; pero tal oposición hubiese sido menos feroz y menos extendida.

Por mi parte, aun cuando soy un socialista tan convencido como el más ardoroso marxista, no considero el socialismo como un evangelio de la venganza proletaria, ni aun, primordialmente, como un medio para asegurar la justicia económica. Lo considero, en principio, como un ajuste a la producción mecanizada exigido por consideraciones de sentido común y calculado para incrementar la felicidad no sólo de los proletarios, sino de todos, excepto una exigua minoría de la raza humana. El que ello no pueda realizarse ahora sin un violento cataclismo, ha de atribuirse, en gran parte, a la violencia de sus defensores. Pero todavía tengo cierta esperanza de que una defensa más prudente ablande a la oposición y haga posible una transición menos catastrófica.

Empecemos por una definición del socialismo. La definición debe comprender dos partes: la económica y la política. La parte económica consiste en la propiedad estatal del poder económico fundamental, que abarca, como mínimo, la tierra y los minerales, el capital, la banca, el crédito y el comercio exterior. La parte política requiere que el poder político fundamental sea democrático. El mismo Marx, y prácticamente todos los socialistas antes de 1918, hubieran estado de acuerdo, sin discutirlo, con esta parte de la definición; pero desde que los bolcheviques disolvieron la asamblea constituyente rusa se ha desarrollado una doctrina diferente, según la cual, cuando un gobierno socialista ha llegado al poder por medio de una revolución, solamente sus más ardientes defensores han de tener el poder político. Hemos de admitir, desde luego, que tras una guerra civil no siempre es posible conceder el derecho al voto a los vencidos inmediatamente; pero, en tanto sea éste el caso, no es posible establecer inmediatamente el socialismo. Un gobierno socialista que ha puesto en práctica la parte económica del socialismo no habrá completado su tarea hasta que haya conseguido suficiente apoyo popular para que resulte posible un gobierno democrático. La necesidad de democracia es evidente si tomamos un caso extremo: un déspota oriental puede decretar que todos los recursos naturales de su territorio han de ser suyos; pero no está, al hacer esto, estableciendo un régimen socialista; ni puede aceptarse como modelo a imitar el régimen de Leopoldo II en el Congo. A menos que exista fiscalización popular, no hay razón para esperar que el estado conduzca sus empresas económicas con miras a algo distinto de su propio enriquecimiento, y, en consecuencia, la explotación simplemente tomará otra forma. La democracia, por tanto, debe ser aceptada como una parte de la definición del régimen socialista.

Con respecto a la parte económica de la definición, se hace necesaria cierta elucidación más amplia, ya que existen formas de empresa privada que algunos considerarían compatibles con el socialismo y otros no. ¿Deberíamos permitir a un colonizador que edificase por sí mismo una choza en un trozo de terreno alquilado al estado? Sí; pero de ello no se sigue que debiéramos permitir a todo individuo que construya rascacielos en Nueva York. De modo semejante, un hombre puede prestar un chelín a un amigo; pero un financiero no puede prestar diez millones a una compañía o a un gobierno extranjero. La cuestión es de grado, y es fácil de ajustar, ya que en las grandes transacciones son necesarias varias formalidades legales, pero no en las pequeñas. Cuando tales formalidades son indispensables, procuran al estado oportunidad de ejercer un control. Para tomar otro ejemplo: las joyas no son capital, en el sentido económico, ya que no son un medio de producción; pero, tal y como son las cosas, un hombre que posee diamantes puede venderlos y comprar acciones. Bajo el régimen socialista podrá continuar poseyendo diamantes, pero no podrá venderlos para comprar acciones, puesto que no habrá acciones que comprar. No será necesario prohibir legalmente la riqueza privada, sino solamente la inversión privada, con el resultado de que, al no recibir nadie intereses, la riqueza privada se disolverá gradualmente, excepto en lo que se refiere a una cantidad razonable de posesiones personales. El poder económico sobre otros seres humanos no debe pertenecer a individuos, pero la propiedad privada que no confiere poder económico puede sobrevivir

Las ventajas que pueden esperarse del establecimiento del socialismo, suponiendo que esto sea posible sin una devastadora guerra revolucionaria, son de muy distintos tipos, y en modo alguno se limitan a las clases asalariadas. Estoy muy lejos de confiar en que todas o alguna de tales ventajas resulten de la victoria de un partido socialista tras un largo y difícil conflicto de clases, que exacerbaría los ánimos, daría protagonismo a un tipo militarista cruel, aniquilaría por la muerte, el exilio o la prisión los talentos de muchos expertos de valía y daría al gobierno victorioso una mentalidad de cuartel. Todos los méritos que voy a reivindicar para el socialismo presuponen que éste haya triunfado por la persuasión y que toda la fuerza que pueda resultar necesaria sirva solamente para neutralizar pequeñas bandas de descontentos. Estoy convencido de que si la propaganda socialista se llevara a efecto con menos odio y acritud, haciendo un llamamiento, no a la envidia, sino a la evidente necesidad de organización económica, la tarea de persuasión se facilitaría enormemente y la necesidad de fuerza disminuiría en proporción. Desapruebo el recurso a la fuerza, excepto en defensa de lo que, por medio de la persuasión, haya llegado a establecerse legalmente, porque: a) se puede fracasar, b) la lucha ha de ser desastrosamente destructiva, y c) es posible que los vencedores, tras una lucha obstinada, hayan olvidado sus propósitos originales e instituyan algo completamente distinto, probablemente una tiranía militar.

Doy por supuesta, en consecuencia, como condición para un socialismo venturoso, la persuasión pacífica de una mayoría para la aceptación de sus doctrinas.

Voy a exponer nueve argumentos en favor del socialismo, ninguno de ellos nuevo, y no todos de la misma importancia. La lista podría alargarse indefinidamente, pero creo que estos nueve son suficientes para mostrar que el socialismo no es el evangelio de una sola clase:

1. LA QUIEBRA DEL BENEFICIO COMO MOTIVAClÓN

El beneficio, como categoría económica aislada, sólo se hace claro en cierto estadio del desarrollo industrial. Su germen, sin embargo, puede verse en las relaciones de Robinson Crusoe con su criado Viernes. Supongamos que, en el otoño, Robinson Crusoe, por medio de su rifle, ha adquirido el control de toda la provisión de alimentos de su isla. Se hallará entonces en situación de obligar a Viernes a trabajar en la preparación de la cosecha del año siguiente, en el entendimiento de que Viernes se mantendrá con vida mientras todo el excedente vaya a su patrono. Lo que Robinson Crusoe recibe de acuerdo con este contrato puede ser considerado como interés sobre su capital, constituido éste por sus escasas herramientas y el alimento almacenado que posee. Pero el beneficio, tal y como se produce en condiciones más civilizadas, implica la circunstancia más avanzada del intercambio. Un fabricante de algodón, por ejemplo, no hace algodón para él y para su familia solamente; el algodón no es lo único que necesita, y tiene que vender el grueso de su producción para satisfacer sus restantes necesidades. Pero antes de poder fabricar algodón tiene que comprar otras cosas: algodón en bruto, maquinaria, mano de obra y energía. Su beneficio consiste en la diferencia entre lo que paga por todas esas cosas y lo que recibe por el producto terminado. Pero si dirige su fábrica por sí mismo, hemos de deducir lo que habría de representar el salario de un director contratado para hacer el mismo trabajo; es decir, el beneficio del fabricante consiste en sus ganancias totales, menos el sueldo del hipotético director. En las grandes empresas, donde los accionistas no se ocupan de la dirección, lo que reciben es el beneficio de la empresa. Los que tienen dinero para invertir son impulsados por la expectativa del beneficio, que es, por tanto, el móvil determinante por el que nuevas empresas han de ponerse en funcionamiento y las antiguas han de expansionarse. Suponen los defensores de nuestro sistema actual, que la expectativa de beneficio conducirá, en general, a que se produzcan los artículos que verdaderamente se necesitan y en la cantidad que se necesitan. En alguna medida, esto ha sido cierto en el pasado, pero ya no lo es.

Ello es el resultado del carácter complejo de la producción moderna. Si yo soy un anticuado remendón de aldea y los vecinos me traen sus zapatos para que se los arregle, sé que el producto de mi trabajo será requerido; pero si soy un fabricante de zapatos en gran escala, que utiliza maquinaria costosa, tengo que conjeturar cuántos pares de zapatos seré capaz de vender, y es fácil que mi conjetura sea errada. Otro fabricante puede disponer de mejor maquinaria y estar en condiciones de vender zapatos más baratos; o mis antiguos clientes pueden haber empobrecido y haber aprendido a hacer durar más sus viejos zapatos; o puede cambiar la moda, y la gente puede pedir una clase de zapatos que mis máquinas son incapaces de fabricar. Si ocurre alguna de estas cosas, no solamente dejaré de obtener beneficios, sino que mis máquinas permanecerán inactivas y mis empleados quedarán sin trabajo. El trabajo empleado en la construcción de mis máquinas fracasó en la producción de artículos útiles, y fue tan absolutamente baldío como si hubiera consistido en arrojar arena al mar. Los hombres que quedan sin trabajo dejan de crear cosas que sirvan a las necesidades humanas, y la comunidad se empobrece en la medida de lo que se gaste para salvarlos de morir de hambre. Los hombres al pasar a depender de los subsidios de paro en lugar de depender de sus salarios, gastan mucho menos que antes y, en consecuencia, generan paro entre los que fabricaban los productos que ellos compraban. Y así, el mal cálculo original acerca del número de zapatos que se podía vender con beneficio produce círculos cada vez más amplios de paro, con la consiguiente disminución de la demanda. En cuanto a mí, estoy atado a mi costosa maquinaria, que probablemente haya absorbido todo mi capital y mi crédito; ello me impide cambiar de pronto la fabricación de zapatos por alguna otra industria más próspera.

O tomemos otro negocio más lucrativo: la construcción de barcos. Durante la guerra, y hasta algún tiempo después, había una inmensa demanda de barcos. Como nadie sabía cuánto podía durar la guerra ni cuánto éxito podrían tener los submarinos, se hicieron preparativos enormemente elaborados para construir un número de barcos sin precedentes. En 1920, las pérdidas de guerra habían sido compensadas, y la necesidad de barcos, a causa de la disminución del comercio marítimo, se había hecho súbitamente mucho menor. Casi todas las instalaciones de astilleros quedaron inútiles y la gran mayoría de los hombres empleados quedaron sin trabajo. No se puede decir que merecieran esta desgracia, puesto que el gobierno les había instado frenéticamente a que construyeran barcos tan de prisa como pudieran. Pero bajo nuestro sistema de empresa privada, el gobierno no reconoció responsabilidad alguna para con aquellos que se habían sumido en la indigencia. E inevitablemente, la miseria se extendió. Había menos demanda de acero, y, en consecuencia, las industrias del hierro y del acero también sufrieron. Hubo menos demanda de carne australiana y argentina, porque los obreros en paro hubieron de contentarse con una dieta frugal. Como resultado, hubo menos demanda para las manufacturas que Australia y Argentina tomaban a cambio de su carne. Y así sucesivamente hasta el infinito.

Pero hay una razón aún más importante para el fracaso del beneficio como móvil en los tiempos actuales, y es el fracaso de la escasez. Suele ocurrir que artículos de ciertas clases puedan producirse en enormes cantidades más baratos que en escala más modesta. En este caso, podría ser que el sistema de producción más económico consistiera en tener una sola fábrica en todo el mundo para cada una de estas clases de productos. Pero como a este estado de cosas se ha ido llegando gradualmente, hay, de hecho, muchas fábricas. Cada una sabe que si fuera la única en el mundo, podría suministrar a todos y conseguir un gran beneficio; pero, en la realidad, existen competidores, ninguno trabaja a plena capacidad y, por consiguiente, ninguno obtiene un beneficio seguro. Esto conduce al imperialismo económico, puesto que la única posibilidad de beneficio radica en el control exclusivo de algún inmenso mercado. Entre tanto, los competidores más débiles se hunden, y cuanto más importante es cada uno de ellos, mayor es la dislocación que se produce cuando alguno quiebra. La competencia conduce a una producción tan excesiva, que no se puede vender con beneficio; pero la reducción de la oferta es excesivamente lenta, ya que donde hay maquinaria muy costosa puede resultar menos desastroso producir durante años con pérdidas que no producir en absoluto. 

Todas estas confusiones y dislocaciones resultan de permitir que la moderna industria a gran escala esté dirigida al beneficio privado como principal finalidad.

En un régimen capitalista, el costo que determina el que un producto sea o no fabricado por determinada firma es el costo para tal firma, no para la comunidad. Ilustremos la diferencia con un ejemplo imaginario. Supongamos que alguien — digamos Henry Ford— encuentra el modo de fabricar automóviles tan baratos que ningún otro pueda competir, con el resultado de que todas las demás firmas dedicadas a la fabricación de automóviles quiebren. Para calcular el costo para la comunidad de uno de los nuevos coches baratos, habríamos de añadir a lo que el señor Ford tiene que pagar, la parte proporcional del costo de todas las instalaciones, ahora inútiles, pertenecientes a las demás firmas y del costo de la preparación y educación de los trabajadores y directores antes empleados por otras firmas, pero que ahora están en paro. (Algunos encontrarían trabajo con Henry Ford, pero probablemente no todos, puesto que el nuevo proceso es más barato y requiere, por tanto, menos mano de obra.) Muy bien puede haber también otros gastos para la comunidad —litigios laborales, huelgas, motines, policía suplementaria, procesos y encarcelamientos. Cuando todas estas partidas se toman en cuenta, puede resultar que el costo de los nuevos automóviles para la comunidad sea, para empezar, considerablemente mayor que el de los antiguos. Ahora bien: es el costo para la comunidad lo que determina qué es lo socialmente ventajoso, en tanto que es el costo para el fabricante individual lo que determina, en nuestro sistema, lo que verdaderamente ocurre.

Más adelante explicaré cómo el socialismo trataría este problema.

LA POSIBILIDAD DE OCIO

Debido a la productividad de las máquinas, se necesita ahora mucho menos trabajo que antes para mantener un tolerable nivel de bienestar para la raza humana. Algunos escritores ahorrativos sostienen que una hora de trabajo al día bastaría, pero quizá esta estimación no tenga en cuenta en la medida necesaria al Asia. Voy a suponer, con el objeto de estar completamente seguro, que cuatro horas de trabajo diario por parte de todos los adultos serían suficientes para producir tanto bienestar material como una persona razonable podría desear.

Actualmente, sin embargo, debido a la intervención del beneficio como móvil, el ocio no puede distribuirse equitativamente: unos trabajan demasiado, mientras otros se hallan en paro. Ello ocurre de la siguiente manera: el valor del asalariado para el patrono depende de la cantidad de trabajo que hace, la cual, en cuanto las horas no excedan de siete u ocho, supone el patrono, es proporcional a la duración de la jornada de trabajo. El asalariado, por su parte, prefiere un día de trabajo más bien largo con un buen salario que una jornada corta con jornales más bajos. De aquí se sigue que conviene a las dos partes una jornada larga, aunque los que, como consecuencia de ella, se hallan en paro mueran de hambre o hayan de ser atendidos por las instituciones públicas a costa del erario público.

Puesto que la raza humana no alcanza, en nuestros días, un razonable nivel de bienestar material, un promedio de menos de cuatro horas de trabajo al día inteligentemente dirigido sería suficiente para producir lo que hoy se produce en artículos de primera necesidad y comodidades primarias. Esto quiere decir que si el promedio de la jornada de trabajo para los que tienen trabajo es de ocho horas, más de la mitad de los trabajadores estarían parados si no fuese por ciertas formas de ineficiencia y de producción innecesaria. Para hablar primero de la ineficiencia: ya hemos visto el derroche a que da lugar la competencia, pero hemos de añadir a ello todo lo que se gasta en publicidad y todo el trabajo especializado que se consume en el comercio. El nacionalismo implica otra clase de derroche: los fabricantes norteamericanos de automóviles, por ejemplo, creen necesario, a causa de los aranceles, establecer fábricas en los principales países europeos, siendo así que habría un evidente ahorro de trabajo si pudieran producir todos sus automóviles en una enorme planta en los Estados Unidos. Luego está el dispendio que suponen los armamentos y el entrenamiento militar, que abarca a toda la población masculina dondequiera que exista el servicio militar obligatorio. Gracias a estas y a otras formas de despilfarro, unidas a los lujos de los ricos, más de la mitad de la población tiene todavía empleo. Pero en tanto dure nuestro actual sistema, no se puede dar un solo paso hacia la eliminación de gastos superfluos sin hacer aún peor la ya apurada situación de los asalariados.

INSEGURIDAD ECONÓMICA

En el actual estado del mundo, no solamente hay muchas personas sin empleo, sino que la mayoría de las que lo tienen se ven perseguidas por un perfectamente razonable temor de perderlo en cualquier momento. Los asalariados viven en el constante peligro del paro: saben que la firma donde trabajan puede quebrar o verse en la necesidad de reducir sus plantillas; los hombres de negocios, incluso aquellos que tienen fama de ser muy ricos, saben que la pérdida de todo su dinero no es en absoluto improbable.

Los profesionales han de luchar duramente. Tras hacer grandes sacrificios para la educación de sus hijos e hijas, se encuentran con que no existen las salidas que solía haber para aquellos que poseían la preparación adquirida por sus hijos. Si son abogados, descubren que las gentes ya no pueden permitirse el lujo de pleitear, aunque grandes injusticias queden sin remediar; si son médicos, se dan cuenta de que sus otrora lucrativos pacientes hipocondríacos ya no pueden costearse la enfermedad, mientras que muchos verdaderos pacientes han de privarse del tratamiento médico más necesario. Encontramos hombres y mujeres con títulos universitarios trabajando tras los mostradores de las tiendas, lo cual puede salvarlos del paro, pero sólo a costa de aquellos que antes hubiesen tenido ese empleo. En todas las clases, desde la más baja hasta casi la más alta, el miedo económico gobierna los pensamientos del hombre durante el día y sus sueños durante la noche, determinando que su trabajo agote sus nervios y que no descanse en su tiempo libre. Este terror omnipresente es, creo, la causa principal del clima de locura que se ha extendido por grandes zonas del mundo civilizado.

El afán de riqueza se debe, en muchos casos, al deseo de seguridad. Los hombres ahorran dinero y lo invierten con la esperanza de tener algo con que vivir cuando estén viejos y enfermos, y de poder evitar que sus hijos se hundan en la escala social. En tiempos pasados, esta esperanza era racional, puesto que había cosas tales como inversiones seguras. Pero ahora la seguridad se ha hecho inalcanzable: las más grandes empresas fracasan, los estados quiebran y todo lo que queda corre el riesgo de ser barrido en la próxima guerra. El resultado, excepto para aquellos que continúan viviendo en el limbo, es un estado de desgraciada temeridad que hace muy difícil una cuerda consideración de los posibles remedios.

La seguridad económica haría más por el aumento de la felicidad de las comunidades civilizadas que cualquier otro cambio que pueda imaginarse, excepto el evitar la guerra. El trabajo —en la medida en que pueda ser socialmente necesario— debería ser legalmente obligatorio para todos los adultos sanos, pero los ingresos correspondientes deberían depender tan sólo de su deseo de trabajar, y no cesar cuando, por cualquier razón, sus servicios resultasen temporalmente innecesarios. Un médico, por ejemplo, debería recibir un salario hasta su muerte, aunque no esperáramos de él que trabajara pasada cierta edad. Debería estar seguro de que sus hijos tuviesen una buena educación. Si la salud de la comunidad mejorara tanto que los servicios médicos directos de todos los titulados dejasen de ser necesarios, algunos de ellos deberían ser empleados en la investigación médica o sanitaria, o en la promoción de una dieta más adecuada. No creo pueda dudarse que la gran mayoría de los médicos serían más felices con tal sistema que con el presente aun cuando aquél supusiera una disminución en la recompensa de los pocos que alcanzan un éxito eminente.

El deseo de riquezas excepcionales no es, de ningún modo, un estímulo necesario para el trabajo. Actualmente, la mayor parte de los hombres trabajan, no para hacerse ricos, sino para no morir de hambre. Un cartero no espera ser más rico que otro cartero, ni un soldado ni un marinero esperan amasar una fortuna sirviendo a su país. Hay unos cuantos hombres, es cierto —y suelen ser hombres de excepcional energía y personalidad— para los que la consecución de un gran éxito financiero es el móvil dominante. Algunos hacen mucho bien, otros hacen mucho daño; algunos hacen o adoptan una invención útil, otros manipulan la bolsa o corrompen a los políticos. Pero principalmente lo que desean es el éxito, del cual el dinero es el símbolo. Si el éxito solamente pudiera obtenerse por otros medios, tales como los honores o los puestos administrativos importantes, hallarían en ello un incentivo suficiente y verían más necesario el trabajo útil para la comunidad. El deseo de riqueza en sí mismo, como opuesto al deseo de éxito, no es un móvil socialmente más útil que el deseo de comer o beber en exceso. Un sistema social no es, por tanto, peor porque no dé salida a este deseo. Por otra parte, un sistema que aboliera la inseguridad acabaría con la mayor parte de la histeria de la vida moderna.

LOS RICOS SIN TRABAJO

Los males del paro entre los asalariados son reconocidos por todo el mundo. Los sufrimientos de los afectados, la pérdida de su trabajo para la comunidad y el efecto desmoralizador del fracaso prolongado en la búsqueda de empleo son temas tan familiares, que resulta innecesario extenderse sobre ellos.

Los ricos sin trabajo constituyen un mal de distinta especie. El mundo está lleno de personas ociosas, principalmente mujeres, que tienen poca educación, mucho dinero y, consecuentemente, mucha confianza en sí mismas. En razón de su riqueza, están en situación de requerir mucho trabajo destinado a su comodidad. Aunque rara vez poseen una verdadera cultura, son los principales protectores del arte, que sólo es probable que les agrade si es malo. Su inutilidad los conduce a un sentimentalismo ilusorio, que les lleva a rechazar la sinceridad vigorosa y a ejercer una deplorable influencia sobre la cultura. Especialmente en los Estados Unidos, donde los hombres que ganan dinero están, en su mayor parte, demasiado ocupados para gastarlo en sí mismos, la cultura está en gran medida dominada por las mujeres, cuyo único blasón se deriva del hecho de que sus maridos dominan el arte de hacerse ricos. Hay quienes sostienen que el capitalismo es más favorable para el arte de lo que podría serlo el socialismo, pero creo que, al hacerlo, recuerdan las aristocracias del pasado y olvidan las plutocracias del presente.

La existencia de ricos ociosos tiene otro resultado desgraciado. Aunque en las industrias más importantes la tendencia moderna se dirige más hacia la constitución de unas pocas grandes empresas que a la de muchas pequeñas, todavía hay muchas excepciones a esta regla. Consideremos, por ejemplo, el número de pequeñas tiendas innecesarias en Londres. Allí donde las mujeres ricas hacen sus compras hay por todas partes innumerables sombrererías, generalmente establecidas por condesas rusas, cada una de las cuales pretende ser un punto más exquisita que cualquiera de las otras. Sus clientes pasan de una a otra, consumiendo horas en una compra que debería ser cuestión de minutos. El trabajo de los que sirven en las tiendas y el tiempo de los que compran en ellas se desperdicia de igual manera. A lo cual hay que agregar el mal que supone el que un número de personas se ganen la vida en una actividad estrechamente relacionada con la futilidad. El poder adquisitivo de los muy ricos determina el que tengan una gran cantidad de parásitos, los que, por muy alejados que estén por sí de la riqueza, temen, sin embargo, quedarse sin sustento si no hay ricos ociosos que compren su mercancía. Toda esta gente sufre moral, intelectual y artísticamente a causa de su dependencia del indefendible poder de los necios.

EDUCACIÓN.

La educación superior está limitada, en nuestros tiempos, principalmente, si no de un modo completo, a los hijos de la gente pudiente. Ocurre algunas veces, es cierto, que los muchachos o muchachas de las clases trabajadoras llegan a la universidad por medio de becas; pero, por regla general, tienen que trabajar tan duramente en el proceso, que quedan agotados y no satisfacen las primeras expectativas. Como resultado de nuestro sistema tiene lugar un gran despilfarro de preparaciones; un muchacho o una muchacha nacidos de padres obreros pueden tener una capacidad de primer orden en matemáticas, o en música, o en ciencias, pero es muy improbable que tengan oportunidad de ejercitar sus talentos. Además, la educación, al menos en Inglaterra, todavía está infectada de arriba abajo por la presunción; en las escuelas privadas y elementales, a los alumnos se les imbuye de conciencia de clase en cada uno de los momentos de su vida escolar. Y como la educación está controlada en lo principal por el estado, éste tiene que defender el statu quo, y, por tanto, embotar en lo posible las facultades críticas de los jóvenes y preservarles de los «pensamientos peligrosos». Todo esto, hemos de admitirlo, es inevitable en cualquier régimen inseguro, y es peor en Rusia que en Inglaterra o en los Estados Unidos. Pero, mientras que un régimen socialista podría, en su momento, llegar a ser lo bastante seguro como para no temer a la crítica, hoy ya es difícil que ello pueda ocurrirle a un régimen capitalista, a menos que se establezca un estado de esclavos en el cual los trabajadores no reciban educación alguna. No cabe esperar, por tanto, que los actuales defectos del sistema educativo puedan ser remediados hasta que el sistema económico haya sido transformado.

LA EMANCIPACIÓN DE LA MUJER Y EL BIENESTAR DE LOS NIÑOS

A pesar de todo lo que se ha hecho en tiempos recientes para mejorar la situación de la mujer, la gran mayoría de las esposas siguen dependiendo económicamente de sus maridos. Esta dependencia es peor, en varios aspectos, que la del asalariado respecto de su patrono. Un empleado puede abandonar su empleo, pero para una esposa esto es difícil; es más: por mucho que tenga que trabajar en sus labores de casa, no puede pedir retribución en dinero. En tanto persista tal estado de cosas, no puede decirse que las mujeres estén en situación siquiera aproximada a la igualdad económica con los hombres. Sin embargo, es difícil ver cómo puede resolverse el asunto sin el establecimiento del socialismo. Es necesario que el gasto de los hijos sea soportado por el estado antes que por el marido, y que las mujeres casadas, excepto durante la lactancia y el último período del embarazo, se ganen la vida trabajando fuera de casa. Esto requiere ciertas reformas arquitectónicas (consideradas en un ensayo anterior del presente libro) y el establecimiento de escuelas-guardería para los niños muy pequeños. Para los niños, como para las madres, esto sería muy beneficioso, ya que los niños requieren unas condiciones de espacio, de luz y de dieta imposibles en la casa de un asalariado, pero que les pueden ser proporcionadas con poco gasto en las escuelas-guardería. 

Una reforma de esta clase en la situación de las mujeres y en la crianza de los niños puede ser posible sin socialismo completo, y aun ha sido llevada a cabo aquí y allá en pequeña escala y de modo incompleto. Pero no puede lograrse adecuada y completamente si no como parte de una transformación económica general de la sociedad.

ARTE

Del progreso que cabe esperar en arquitectura al introducirse el socialismo ya he hablado. La pintura, antiguamente, acompañaba y adornaba las arquitecturas espaciosas, y puede volver a hacerlo cuando la escuálida vida privada engendrada por nuestro miedo competitivo hacia el vecino haya sido reemplazada por un deseo común de belleza. El moderno arte del cine tiene inmensas posibilidades, que no podrán desarrollarse mientras el móvil de los productores sea comercial; de hecho, muchos son de la opinión de que la URSS se ha acercado más a la realización de tales posibilidades. Cuánto sufre la literatura a causa del interés comercial, lo sabe cualquier escritor; casi todo escrito vigoroso ofende a algún grupo y, por tanto, reduce las ventas. Es difícil para un escritor no medir su propio mérito por sus derechos, y cuando obras malas producen grandes recompensas pecuniarias, se requiere una firmeza de carácter inusitada para trabajar bien y permanecer pobre.

Ha de admitirse que el socialismo podría hacer las cosas todavía peor. Desde el momento en que la edición sea un monopolio del estado, será fácil para el estado ejercer una censura poco liberal. Mientras haya oposición violenta al nuevo régimen, ello será casi inevitable. Pero cuando el período de transición pase, se puede confiar en que los libros que el estado no quiera aceptar por sus méritos podrán ser publicados si el autor cree que merece la pena sufragar el gasto trabajando durante más tiempo. Puesto que las horas de labor serán pocas, no resultará excesivamente penoso; pero ello bastará para desalentar a los autores que no estén seriamente convencidos de que sus libros contienen algo de valor. Es importante que sea posible publicar un libro, pero que no resultara muy fácil. Actualmente sobran libros en cantidad, así como escasean en calidad.

SERVICIOS PÚBLICOS IMPRODUCTIVOS

Desde la aparición de gobiernos civilizados se ha reconocido que hay algunas cosas que deben hacerse, pero que no pueden dejarse a la azarosa influencia del beneficio como motivación. La más importante ha sido la guerra; ni siquiera los más convencidos de la ineficiencia de la empresa del estado sugieren que la defensa nacional se arriende a contratistas privados. Pero hay otras muchas cosas de las que las autoridades públicas han juzgado necesario tomar a su cargo, tales como la construcción de carreteras, puertos, faros, parques urbanos, etc. Un sector importante de la actividad socializada, que se ha desarrollado durante los últimos cien años, es la salud pública. Al principio, los partidarios fanáticos del laisser-faire se oponían, pero los argumentos prácticos fueron abrumadores. De habernos adherido a la teoría de la empresa privada, toda clase de nuevos sistemas de hacer fortuna hubiese sido posible. Un hombre afectado por la peste podría haber recurrido a un agente de publicidad para enviar circulares a las compañías de ferrocarriles, a los teatros, etc., en las que se comunicara la intención del enfermo de morir en sus locales, a menos que se pagase una fuerte suma a su viuda. Pero se decidió que ni la cuarentena ni el aislamiento quedaran librados a la voluntad, ya que el beneficio era general y la pérdida individual.

El número y la complejidad crecientes de los servicios públicos ha sido uno de los rasgos característicos del siglo pasado. El más importante de tales servicios es la educación. Antes de que el estado la impusiera universalmente, había varios motivos para que existiesen escuelas y universidades. Había fundaciones piadosas que databan de la Edad Media, y fundaciones seculares, tales como el Colegio de Francia, hechas por monarcas renacentistas esclarecidos; y había escuelas de caridad para los pobres intelectualmente dotados. Ninguna de estas instituciones tenía por finalidad el beneficio. Había, sin embargo, escuelas que sí perseguían ese objetivo; son ejemplos de ello Dotheboys Hall y Salem House. Todavía existen escuelas concebidas comercialmente, y aunque la existencia de las autoridades educativas impide copiar el modelo de Dotheboys Hall, tienden a poner el acento sobre la elegancia más que sobre un elevado nivel de logros docentes. En general, el móvil del beneficio ha tenido poca influencia en la educación; y esta poca influencia ha sido mala.

Aun cuando las autoridades públicas no lleven a cabo por sí mismas los trabajos, creen necesario controlarlos. La iluminación de las calles puede ser hecha por una compañía privada, pero ha de hacerse, sea o no remuneradora. Las casas pueden ser construidas por empresas privadas, pero la construcción es regulada por reglamentos. En esta cuestión, se suele reconocer que sería de desear una regulación mucho más estricta. La planificación urbana unitaria, tal como la proyectada por Sir Christopher Wren para Londres después del gran incendio, podría terminar con el horror y la miseria de los barrios marginales y de los suburbios y hacer las ciudades modernas bellas, sanas y agradables. Este ejemplo ilustra otro de los argumentos contra la empresa privada en nuestro muy cambiante mundo. Las zonas que podrían considerarse como unidades son demasiado grandes aun para los mayores plutócratas. Londres, por ejemplo, debería considerarse como un conjunto, puesto que un alto porcentaje de sus habitantes duermen en una parte y trabajan en otra. Algunas importantes cuestiones, tales como el canal de San Lorenzo, implican vastos intereses localizados en diferentes lugares de dos países; en tales casos, ni siquiera basta un solo gobierno para cubrir un área suficiente. Las personas, las mercancías y la energía se pueden transportar mucho más fácilmente que en el pasado, con el resultado de que las localidades pequeñas tienen menos autarquía que cuando el caballo era el medio de locomoción más rápido. Las centrales eléctricas están adquiriendo tal importancia que, si se dejaran en manos privadas, se haría posible una nueva clase de tiranía, comparable a la del barón medieval en su castillo. Es obvio que una comunidad que depende de una central eléctrica no puede tener una seguridad económica mínima si la central es libre de explotar al completo sus ventajas monopolísticas. El transporte de mercancías determina todavía el que se dependa del ferrocarril; el de las personas ha vuelto a depender parcialmente de la carretera. Los trenes y los automóviles han hecho de la separación entre pueblos algo obsoleto, y los aeroplanos tienen el mismo efecto sobre las fronteras nacionales. De esta forma, el progreso técnico hace cada vez más necesario el control público de zonas cada vez más extensas.

GUERRA

Llego ahora al último y más sólido argumento en pro del socialismo; es decir, a la necesidad de evitar la guerra. No voy a perder tiempo hablando de la probabilidad de la guerra ni de su perniciosidad, ya que cabe darlas por supuestas. Voy a limitarme a dos cuestiones: 1º ¿Hasta qué punto está ligado, en nuestros días, el peligro de guerra con el capitalismo? 2º ¿Hasta qué punto haría desaparecer el peligro la instauración del socialismo?

La guerra es una antigua institución, a la que originalmente no dio el ser el capitalismo, aunque sus causas fueron siempre principalmente económicas. En el pasado tenía dos causas fundamentales: las ambiciones personales de los monarcas y el expansivo espíritu emprendedor de tribus o naciones vigorosas. Conflictos tales como la guerra de los Siete Años presentan los dos aspectos: en Europa fue dinástico, mientras que en América y en India fue un conflicto entre naciones. Las conquistas de los romanos se debieron, en gran parte, a motivos pecuniarios directamente personales por parte de los generales y sus legionarios. Pueblos de pastores, como los árabes, los hunos y los mogoles, se han lanzado repetidamente a una carrera de conquistas a causa de la insuficiencia de sus primitivas zonas de pastos. Y en todos los tiempos, excepto cuando un monarca podía imponer su voluntad (como en el Imperio chino y en el Bajo Imperio romano), la guerra se vio favorecida por el hecho de que los machos vigorosos, seguros de su victoria, gustaban de ella, mientras que sus hembras los admiraban por sus hazañas. Aunque la guerra se ha alejado muchísimo de sus primitivos orígenes, estos antiguos motivos sobreviven y deben ser recordados por los que quieren que la guerra desaparezca. Solamente el socialismo internacional puede proporcionar una salvaguarda completa contra la guerra, pero el socialismo nacional en todos los países civilizados más importantes podría, como trataré de demostrar, hacer disminuir enormemente sus probabilidades.

Mientras que los temerarios impulsos hacia la guerra existen todavía en una parte de la población de los países civilizados, los motivos que determinan el deseo de paz son mucho más sólidos que en tiempo alguno durante los últimos siglos. La gente sabe por amarga experiencia que la última guerra no trajo prosperidad ni siquiera para los vencedores. Se da cuenta de que es probable que la próxima guerra produzca una cantidad de bajas en la población civil con la que nada ha habido de magnitud comparable en tiempo alguno, ni de parecida intensidad desde la guerra de los Treinta Años, y de que no es en manera alguna probable que quede limitada a una de las partes. Teme que las ciudades importantes sean destruidas y que todo un continente se pierda para la civilización. Los ingleses, en particular, tienen conciencia de que han perdido su inmemorial inmunidad contra la invasión. Estas consideraciones han producido en Gran Bretaña un apasionado deseo de paz, y en la mayor parte de los restantes países un sentimiento de la misma índole, aunque quizá menos intenso.

¿Por qué, a pesar de todo esto, existe un inminente peligro de guerra? La causa inmediata, por supuesto, es el rigor del tratado de Versalles, con el consiguiente desarrollo del nacionalismo alemán militante. Pero probablemente una nueva guerra sólo diera lugar a un tratado aún más severo que el de 1919, conducente a una reacción aún más virulenta por parte de los vencidos. Una paz permanente no puede surgir de este infinito vaivén, sino únicamente de la eliminación de las causas de enemistad entre las naciones. Hoy, estas causas han de buscarse, principalmente, en los intereses económicos de ciertos grupos, y, por tanto, sólo pueden ser abolidos por una reconstrucción económica fundamental.

Tomemos la industria del hierro y del acero como el ejemplo más importante de la forma en que las fuerzas económicas promueven la guerra. El hecho esencial es que, con la técnica moderna, el costo de producción por tonelada es menor si se produce una gran cantidad que si el rendimiento es más pequeño. En consecuencia, hay beneficio si el mercado es lo bastante grande, pero no de otro modo. La industria norteamericana del acero, al tener un mercado interno que excede, con mucho, a todos los demás, ha tenido hasta ahora escasa necesidad de preocuparse por política más allá de interferir, cuando resultó imprescindible, los proyectos de desarme naval. Pero las industrias del acero alemana, francesa e inglesa tienen todas un mercado menor que el exigido por sus necesidades técnicas. Podrían, por supuesto, asegurarse ciertas ventajas, pero también para esto hay objeciones económicas. Una gran parte de la demanda de acero está relacionada con los preparativos de guerra, y, por lo tanto, la industria del acero, en conjunto, se beneficia con el nacionalismo y con el incremento del material bélico nacional. Por añadidura, tanto el Comité des Forges como el trust alemán del acero confían en machacar a sus rivales en lugar de tener que repartirse los beneficios con ellos; y como los gastos de guerra recaerán principalmente sobre otros, estiman posible considerar el resultado financieramente ventajoso. Probablemente estén equivocados, pero el errar es algo natural en los hombres audaces y engreídos, intoxicados por el poder. El hecho de que el mineral lorenés, vitalmente importante, esté en territorio que antes fue alemán, pero que ahora es francés, aumenta la hostilidad de los dos grupos y sirve como constante recordación de lo que puede lograrse mediante la guerra. Y, naturalmente, los alemanes son los más agresivos, puesto que los franceses ya gozan de los despojos de la última guerra

Por supuesto, sería imposible para la industria del acero, y para otras grandes industrias que tienen intereses similares, poner a las grandes naciones al servicio de sus propósitos si no existieran en la población impulsos con los que pudieran contar. En Francia e Inglaterra pueden recurrir al miedo; en Alemania, al resentimiento contra la injusticia; y tales motivos son perfectamente válidos, de una parte y de otra. Pero si se pudiera tomar el asunto en consideración con tranquilidad, resultaría obvio para las dos partes que un acuerdo equitativo haría más felices a todos. No hay ninguna buena razón por la cual los alemanes deban continuar sufriendo una injusticia, ni habría excusa razonable, si la injusticia desapareciera, para que se condujeran de modo de inspirar temor a sus vecinos. Pero siempre que se hace un esfuerzo para ser razonable y tomar las cosas con tranquilidad interviene la propaganda en forma de llamamientos al patriotismo y a la defensa del honor nacional. El mundo está en la situación de un borracho que desea reformarse, pero está rodeado de amigos amables que le ofrecen bebida y, en consecuencia, vuelve a caer perpetuamente en su vicio. En este caso, los amigos amables son hombres que obtienen dinero de su desdichada propensión, y el primer paso para su reforma debe consistir en deshacerse de ellos. Es solamente en este sentido que el capitalismo moderno puede ser considerado como promotor de la guerra; no es la única causa, pero proporciona un estímulo esencial a las otras causas. Si dejara de existir, la ausencia de este estímulo no tardaría en hacer ver a los hombres lo absurdo de la guerra ni en inducirles a buscar acuerdos equitativos que hicieran improbable su futuro acaecimiento. 


La solución completa y definitiva del problema planteado por la industria del acero y otras con intereses similares sólo puede encontrarse en el socialismo internacional; es decir, en el manejo de aquéllas por una autoridad representativa de todos los gobiernos afectados. Pero es probable que la nacionalización en cada uno de los principales países industriales baste para hacer desaparecer el apremiante peligro de guerra. Porque si la dirección de la industria del acero estuviese en manos del gobierno, y el gobierno fuese democrático, su producción no estaría orientada al provecho de ningún particular, sino al provecho de la nación. En el balance de las finanzas públicas, los beneficios conseguidos por la industria del acero a expensas de otros sectores de la comunidad serían compensados por pérdidas en algún otro campo, y como ningún ingreso individual fluctuaría con las ganancias o pérdidas de una industria aislada, nadie tendría motivos para promover los intereses del acero a costa de la comunidad. La producción de acero incrementada a causa de un incremento en los armamentos, aparecería como una pérdida, puesto que haría disminuir la provisión de artículos de consumo a distribuir entre la población. De este modo, los intereses públicos y los privados estarían en armonía y desaparecerían los motivos para propaganda engañosa.

Queda algo por decir acerca de la forma en que el socialismo remediaría otros males que hemos estado considerando.

En lugar de la búsqueda de beneficios como móvil conductor en la industria, habrá una planificación gubernamental. Si es cierto que el gobierno puede calcular erróneamente, ello es menos probable que en el caso de un individuo particular, porque aquél podrá tener un más completo conocimiento de causa. Cuando el precio del caucho era elevado, todo el que pudo plantó árboles de caucho, con el resultado de que, al cabo de unos pocos años, el precio cayó desastrosamente, y se vio la necesidad de establecer un acuerdo que restringiera la producción de caucho. Una autoridad central que posee todas las estadísticas puede impedir errores de esta clase. No obstante, causas imprevistas, como son los nuevos inventos, pueden falsear hasta los más cuidadosos cálculos. En tales casos, la comunidad en su conjunto se beneficia haciendo la transición a nuevos procesos de un modo gradual. Con respecto a los que en cualquier momento se quedan sin trabajo, será posible, bajo el socialismo, adoptar medidas que hoy resultan imposibles a causa del temor al paro y al mutuo recelo entre patronos y obreros. Cuando una industria decae y otra se desarrolla, los hombres más jóvenes pueden ser trasladados y preparados técnicamente para trabajar en la que progresa. La mayor parte del paro puede evitarse reduciendo las horas de trabajo. Cuando no se encuentre trabajo para un hombre, éste recibirá, sin embargo, su salario completo, ya que se le pagará su voluntad de trabajar. En la medida en que el trabajo haya de imponerse, se impondrá por la ley penal, y no mediante sanciones económicas.

Quedará en manos de los que hagan la planificación, y por tanto, en definitiva, sujeto al voto popular, el dar con un equilibrio entre comodidades y tiempo libre. Si todos trabajan cuatro horas diarias, habrá menos comodidades que si trabajan cinco. Cabe esperar que los progresos técnicos serán utilizados, en parte, para procurar más comodidad, y, en parte, para proporcionar más ocio.

La inseguridad económica ya no existirá (excepto en la medida en que persista el peligro de guerra), ya que todo el mundo recibirá un salario, a menos que sea un criminal, y el gasto de los niños será soportado por el estado. Las mujeres no dependerán de los maridos, ni se permitirá que los niños sufran gravemente a causa de los defectos de sus padres. No habrá dependencia económica entre unos individuos y otros, sino entre todos los individuos y el estado.

Mientras el socialismo exista en unos países civilizados pero no en otros, perdurará una posibilidad de guerra y no serán realizables todas las ventajas del sistema. Pero creo que se puede suponer con seguridad que todos los países que adopten el socialismo dejarán de ser agresivamente militaristas y se limitarán realmente a prevenir la agresión de los otros. Es probable que, cuando el socialismo se universalice en el mundo civilizado, los motivos que llevan a las guerras en gran escala ya no tengan fuerza suficiente para superar las muy obvias razones que existen para preferir la paz.

El socialismo, repito, no es una doctrina solamente para el proletariado. Al evitar la inseguridad económica, se estima que ha de incrementar la felicidad de todos, excepto la de un grupo de personas de las más ricas; y si, como yo creo firmemente, puede evitar las guerras de importancia, incrementará inconmensurablemente el bienestar de todo el mundo, porque la convicción de ciertos magnates de la industria de poder beneficiarse con otra guerra mundial, a pesar del argumento económico que puede hacer verosímil su punto de vista, no es sino una loca ilusión de megalómanos.

¿Es el caso, realmente, como sostienen los comunistas, que el socialismo, un sistema tan universalmente beneficioso y tan fácil de comprender; un sistema recomendado, además, por la quiebra evidente del actual régimen económico y por el peligro acuciante de un desastre universal producido por la guerra; es el caso, realmente, que este sistema no pueda ser presentado de un modo persuasivo sino a los proletarios y a un puñado de intelectuales, y que solamente pueda ser impuesto por medio de una guerra de clases, sangrienta, destructivo y de dudosos resultados? Por mi parte, me resulta imposible creerlo. El socialismo, en algunos aspectos, marcha en contra de antiguos hábitos y levanta, por tanto, una impulsiva oposición que sólo puede ser vencida de un modo gradual. En la mente de sus oponentes, ha quedado asociado al ateísmo y al reino del terror. Con la religión, el socialismo no tiene nada que ver. Es una doctrina económica, y un socialista puede ser cristiano o mahometano, budista o adorador de Brahma, sin inconsistencia lógica alguna. En cuanto al reino del terror, ha habido muchos reinos del terror en tiempos recientes, principalmente del lado de la reacción, y donde el socialismo llegue como rebelión contra alguno de ellos, es de temer que herede parte de la fiereza del régimen que lo antecedió. Pero en los países donde todavía se permite cierto grado de libertad de pensamiento y de palabra, creo que la causa del socialismo puede ser presentada, con una combinación de entusiasmo y paciencia, de modo de persuadir a mucho más de la mitad de la población. Si, cuando llegue la oportunidad, la minoría recurre a la fuerza ilegalmente, la mayoría habrá de emplear la fuerza, por supuesto, para neutralizar a los rebeldes. Pero si el trabajo previo de persuasión se ha llevado a cabo adecuadamente, la rebelión tendría que ser tan evidentemente desesperada, que ni siquiera los más reaccionarios la intentarían, o, si lo hicieran, serían vencidos tan fácil y rápidamente, que no habría ocasión para que se instalara un reinado del terror. Cuando la persuasión resulta posible y la mayoría aún no ha sido convencida, el recurso a la fuerza está fuera de lugar; cuando una mayoría ha sido persuadida, la cuestión puede dejarse a la función ordinaria del gobierno democrático, a menos que las personas fuera de la ley estimen oportuno provocar una insurrección. Impedir tal insurrección sería una medida semejante a la que cualquier gobierno puede adoptar, y los socialistas no tienen más motivo para recurrir a la fuerza que los que puedan tener otros partidos constitucionales en los países democráticos. Y si los socialistas han de tener alguna vez fuerzas bajo su mando, será solamente por persuasión previa que habrán podido adquirirlas.

Se acostumbra argüir en ciertos círculos que, si bien quizá en un tiempo el socialismo pudo haberse afirmado por los medios ordinarios de la propaganda política, el desarrollo del fascismo ha hecho imposible tal cosa. Por lo que se refiere a los países que tienen gobiernos fascistas, esto es cierto, desde luego, puesto que no es posible oposición constitucional alguna. Pero en Francia, en Gran Bretaña y en los Estados Unidos las cosas son de otro modo. En Francia y en Gran Bretaña hay poderosos partidos socialistas; en Gran Bretaña y en los Estados Unidos, los comunistas son numéricamente desdeñables, y no hay síntomas de que estén ganando terreno. Han alcanzado exactamente para proporcionar a los reaccionarios una excusa para tomar medidas represivas suaves, pero éstas no han sido lo bastante terroríficas para impedir el resurgimiento del partido laborista o el avance del radicalismo en los Estados Unidos. Está lejos de ser improbable que los socialistas sean pronto mayoría en Gran Bretaña. Entonces, sin duda, encontrarán dificultades para llevar a efecto su política, y los más tímidos pueden tratar de hacer de tales dificultades una excusa para posponer las cosas; equivocadamente, porque mientras la persuasión es inevitablemente gradual, la transición final al socialismo debe ser rápida y súbita. Hasta ahora, sin embargo, no hay fundamento para suponer que los métodos constitucionales vayan a fracasar, y mucho menos para suponer que cualesquiera otros tengan más probabilidades de éxito. Por el contrario, cada llamamiento a la violencia inconstitucional favorece el desarrollo del fascismo. Cualesquiera que sean las flaquezas de la democracia, solamente por medio de ella y con la ayuda de la fe popular en él, podrá el socialismo tener alguna esperanza de triunfo en Gran Bretaña o en los Estados Unidos. Quienquiera que debilite el respeto a los gobiernos democráticos, está incrementando, intencionada o involunariamente, las probabilidades del fascismo, y no las del socialismo o el comunismo.

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