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Pierre Bourdieu : la Iglesia es una empresa de dimensión económica





"En el caso de la sociología, sin embargo, siempre estamos caminando sobre brasas, y las cosas que discutimos están vivas, no están muertas ni enterradas" - Pierre Bourdieu
                                 




Texto del sociólogo francés, Pierre Bourdieu, publicado en su libro "Raisons pratiques. Sur la théorie de l’action" en 1994. 





Por: Pierre Bourdieu

En primer lugar, la imagen manifiesta: una institución que se encarga del cuidado de las almas. O, en un grado superior de objetivación, con Max Weber: un cuerpo (sacerdotal) que posee el monopolio de la manipulación legítima de los bienes de salvación; y, a este título, investido de un poder propiamente espiritual, ejercido ex oficio, sobre la base de una transacción permanente con las expectativas de los laicos: la Iglesia se basa en unos principios de visión (disposiciones constitutivas de la «creencia»), que en parte ella ha constituido, para orientar las representaciones o las prácticas, reforzando o transformando estos principios. Y ello, aprovechando su autonomía relativa respecto a la demanda de los laicos.

Pero la Iglesia  es una empresa de dimensión económica, capaz de asegurar su propia perpetuación sirviéndose de diferentes tipos de recursos. Respecto a esto también, una imagen aparente oficial: la Iglesia vive de ofrendas o de contraprestaciones a cambio de su servicio religioso (la ofrenda para el culto) y de las rentas de sus bienes (los bienes de la Iglesia). La realidad es mucho más compleja: el poder temporal de la Iglesia se basa asimismo en el control de empleos que pueden deber su existencia a la mera lógica económica (cuando están vinculados a empresas económicas propiamente religiosas, como las de peregrinaciones, o de dimensión religiosa, como las empresas de prensa católica) o a la ayuda del Estado, como los puestos en la enseñanza.

Los propios «primeros interesados» ignoran las verdaderas bases económicas de la Iglesia, como se desprende de la declaración típica: «Puesto que el Estado no da ni un duro a la Iglesia, son los fieles quienes mantienen a la Iglesia con sus ofrendas.» Sin embargo, la transformación profunda de las bases económicas de la Iglesia queda patente a través del hecho de que los responsables de la institución pueden aludir a las posesiones materiales de la Iglesia, antes tanto más negadas y ocultas cuanto que constituían el blanco principal de la crítica anticlerical.

Consecuencia de esta transformación, para calibrar el dominio de la Iglesia, se puede sustituir la encuesta sobre los practicantes y la intensidad de su práctica tal como la llevaba a cabo el canónigo Boulard por un censo de los empleos que tienen su razón de ser en la existencia de la Iglesia y de la creencia cristiana y que desaparecerían si una u otra a su vez llegaran a desaparecer (es decir tanto las industrias de cirios, de rosarios o de imágenes piadosas como los centros de enseñanza religiosa o la prensa confesional). Esta segunda medida es mucho más adecuada: en efecto, todo parece indicar que vamos hacia una Iglesia sin fieles que obtendría el principio de su fuerza (inseparablemente política y religiosa o, como dice el lenguaje de los clérigos, «apostólica») del conjunto de los puestos que ocupa.

El cambio de los fundamentos económicos de la Iglesia que poco a poco se ha ido efectuando hace que la transacción meramente simbólica con los laicos (y el poder simbólico ejercido por la predicación y la salvación de almas) acabe relegada a un segundo plano en beneficio de la transacción con el Estado que garantiza las bases del poder temporal que la Iglesia ejerce, a través de los empleos financiados por el Estado, y sobre los agentes que han de ser cristianos (católicos) para ocupar los puestos que controla.

El poder efectivo que detenta sobre un conjunto de puestos (de docente en un centro católico, pero también de guarda en una piscina asociada a un centro religioso, de intendente en un hospicio religioso, etc.) que, sin que la pertenencia o la práctica religiosa sea explícitamente exigida, recaen prioritariamente en miembros de la comunidad católica e incitan a quienes los ocupan o a quienes aspiran a conseguirlos a perpetuarse como católicos, garantiza a la Iglesia el dominio de una especie de clientela de Estado y, con ello, una renta de beneficios materiales y, en cualquier caso, simbólicos (y ello, sin necesidad de asegurarse la propiedad directa de los centros de dimensión económica correspondientes).

A causa de todo ello la Iglesia parece estar adaptada a la imagen de desinterés y de humildad que conforma su vocación declarada. A través de una especie de inversión del fin y los medios, la defensa de la enseñanza privada se presenta como una defensa de los medios imprescindibles para el cumplimiento de la función espiritual (pastoral, apostólica) de la Iglesia, cuando en primer lugar trata de garantizar a esta los empleos, las posiciones «católicas» que constituyen la condición principal de su perpetuación y cuya justificación consiste en las actividades de enseñanza.



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