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Bertrand Russell : el aburrimiento es un problema del moralista




"Todos los grandes libros contienen partes aburridas, y todas las grandes vidas han incluido períodos sin ningún interés." - Bertrand Russell                                  




Texto de Bertrand Russell, publicado por primera vez en su libro "The Conquest of Happiness" en el año 1930



Por: Bertrand Russell

El aburrimiento como factor de la conducta humana ha recibido, en mi opinión, mucha menos atención de la que merece. Estoy convencido de que ha sido una de las grandes fuerzas motrices durante toda la época histórica, y en la actualidad lo es más que nunca. El aburrimiento parece ser una emoción característicamente humana. Es cierto que los animales en cautividad se vuelven indiferentes, pasean de un lado a otro y bostezan, pero en su estado natural no creo que experimenten nada parecido al aburrimiento. La mayor parte del tiempo tienen que estar alerta para localizar enemigos, comida o ambas cosas; a veces están apareándose y otras veces están intentando mantenerse abrigados. Pero no creo que se aburran, ni siquiera cuando son desgraciados. Es posible que los simios antropoides se nos parezcan en este aspecto, como en tantos otros, pero como nunca he convivido con ellos no he tenido la oportunidad de hacer el experimento. Uno de los aspectos fundamentales del aburrimiento consiste en el contraste entre las circunstancias actuales y algunas otras circunstancias más agradables que se abren camino de manera irresistible en la imaginación. Otra condición fundamental es que las facultades de la persona no estén plenamente ocupadas. Huir de los enemigos que pretenden quitarnos la vida es desagradable, me imagino, pero desde luego no es aburrido. Ningún hombre se aburre mientras lo están ejecutando, a menos que tenga un valor casi sobrehumano. De manera similar, nadie ha bostezado durante su primer discurso en la Cámara de los Lores, con excepción del difunto duque de Devonshire, que de este modo se ganó la reverencia de sus señorías. El aburrimiento es básicamente un deseo frustrado de que ocurra algo, no necesariamente agradable, sino tan solo algo que permita a la víctima del ennui distinguir un día de otro. En una palabra: lo contrario del aburrimiento no es el placer, sino la excitación.

El deseo de excitación está profundamente arraigado en los seres humanos, sobre todo en los varones. Supongo que en la fase cazadora resultaba más fácil satisfacerlo que en épocas posteriores. La caza era excitante, la guerra era excitante, cortejar a una mujer era excitante. Un salvaje se las arreglará para cometer adulterio con una mujer mientras el marido de esta duerme a su lado, sabiendo que le aguarda una muerte segura si el marido se despierta. Esta situación, me imagino yo, no es aburrida. Pero con la invención de la agricultura, la vida comenzó a volverse tediosa, excepto para los aristócratas, por supuesto, que seguían estando —y aún siguen— en la fase cazadora. Hemos oído hablar mucho sobre el tedio del maquinismo, pero yo creo que el tedio de la agricultura con métodos antiguos era por lo menos igual de grande. De hecho, contra lo que sostienen casi todos los filántropos, yo diría que la era de las máquinas ha hecho disminuir considerablemente la cantidad total de aburrimiento en el mundo. Las horas de trabajo de los asalariados no son solitarias, y las horas nocturnas se pueden dedicar a una variedad de diversiones que eran imposibles en una aldea rural antigua. Consideremos una vez más lo que ha cambiado la vida de la clase media-baja. En otros tiempos, después de cenar, cuando la esposa y las hijas habían recogido las cosas, todos se sentaban a pasar lo que se llamaba «un agradable rato en familia». Esto significaba que el padre de familia se quedaba dormido, su mujer hacía punto y las hijas deseaban estar muertas o en Tombuctú. No se les permitía leer ni salir de la habitación, porque la teoría decía que durante aquel rato el padre conversaba con ellas, lo cual tenía que ser un placer para todos los interesados. Con suerte, acababan casándose y así tenían ocasión de infligir a sus hijas una juventud tan lúgubre como había sido la suya. Si no tenían suerte, se convertían en solteronas, y quizá incluso en ancianas decrépitas, un destino tan horrible como el peor que pudieran reservar los salvajes para sus víctimas. Hay que tener en cuenta toda esta carga de aburrimiento cuando pensamos en el mundo de hace cien años; y si nos remontamos más atrás en el tiempo, el aburrimiento es aún peor. Imaginemos la monotonía del invierno en una aldea medieval. La gente no sabía leer ni escribir, solo tenían velas para alumbrarse después de anochecer, el humo de su único fuego llenaba la única habitación que no estaba espantosamente fría. Los caminos eran prácticamente intransitables, de modo que casi nunca veían a personas de otras aldeas. Seguro que el aburrimiento contribuyó en gran medida a la práctica de la caza de brujas, el único deporte que podía animar las noches de invierno. Ahora nos aburrimos menos que nuestros antepasados, pero tenemos más miedo de aburrirnos. Ahora sabemos, o más bien creemos, que el aburrimiento no forma parte del destino natural del hombre, sino que se puede evitar si ponemos suficiente empeño en buscar excitación. En la actualidad, las chicas se ganan la vida, en gran parte porque esto les permite buscar excitación por las noches y escapar del «agradable rato en familia» que sus abuelas tenían que soportar. Todo el que puede vive en una ciudad; en Estados Unidos, los que no pueden, tienen coche, o al menos una motocicleta, para ir al cine. Y por supuesto, tienen radio en sus casas. Chicos y chicas se encuentran con mucha menos dificultad que antes, y cualquier chica de servicio espera disfrutar, por lo menos una vez a la semana, de tal cantidad de excitación que a una heroína de Jane Austen le habría durado toda una novela. A medida que ascendemos en la escala social, la búsqueda de excitación se hace cada vez más intensa. Los que pueden permitírselo están desplazándose constantemente de un lado a otro, llevando consigo alegría, bailes y bebida, pero por alguna razón esperan disfrutar más de estas cosas en un sitio nuevo. Los que tienen que ganarse la vida reciben obligatoriamente su cuota de aburrimiento en las horas de trabajo, pero los que disponen de dinero suficiente para librarse de la necesidad de trabajar tienen como ideal una vida completamente libre de aburrimiento. Es un noble ideal, y líbreme Dios de vituperarlo, pero me temo que, como otros ideales, es más difícil de conseguir que lo que suponen los idealistas. Al fin y al cabo, las mañanas son aburridas en proporción a lo divertidas que fueron las noches anteriores. Se llegará a la edad madura y puede que incluso a la vejez. A los veinte años, los jóvenes piensan que la vida se termina a los treinta. Yo, que tengo cincuenta y ocho, no puedo ya sostener esa opinión. Posiblemente, tan insensato es gastar el capital vital como el capital financiero. Puede que cierto grado de aburrimiento sea un ingrediente necesario de la vida. El deseo de escapar del aburrimiento es natural; de hecho, todas las razas humanas lo han manifestado en cuanto han tenido ocasión. Cuando los salvajes probaron por primera vez el alcohol que les ofrecían los hombres blancos, encontraron por fin un modo de escapar de su milenario tedio, y, excepto cuando el gobierno ha interferido, se han emborrachado hasta morir de diversión. Las guerras, los pogromos y las persecuciones han formado parte de las vías de escape del aburrimiento; incluso pelearse con los vecinos era mejor que nada. Así pues, el aburrimiento es un problema del moralista, ya que por lo menos la mitad de los pecados de la humanidad se cometen por miedo a aburrirse. 

Sin embargo, el aburrimiento no debe considerarse absolutamente malo. Existen dos clases, una de las cuales es fructífera mientras que la otra es ridícula. La fructífera se basa en la ausencia de drogas, mientras que la ridícula en la ausencia de actividades vitales. No pretendo decir que las drogas no puedan desempeñar nunca un buen papel en la vida. Hay momentos, por ejemplo, en que el médico inteligente recetará un opiáceo, y creo que dichos momentos son más frecuentes que lo que suponen los prohibicionistas. Pero, desde luego, el ansia de drogas es algo que no se puede dejar a merced de los impulsos naturales desatados. Y el tipo de aburrimiento que experimenta la persona habituada a las drogas cuando se ve privada de ellas es algo para lo que no puedo sugerir ningún remedio, aparte del tiempo. Pues bien, lo que se aplica a las drogas se puede aplicar, dentro de ciertos límites, a todo tipo de excitación. Una vida demasiado llena de excitación es una vida agotadora, en la que se necesitan continuamente estímulos cada vez más fuertes para obtener la excitación que se ha llegado a considerar como parte esencial del placer. Una persona habituada a un exceso de excitación es como una persona con una adicción morbosa a la pimienta, que acaba por encontrar insípida una cantidad de pimienta que ahogaría a cualquier otro. Evitar el exceso de excitación siempre lleva aparejado cierto grado de aburrimiento, pero el exceso de excitación no solo perjudica la salud sino que embota el paladar para todo tipo de placeres, sustituyendo las satisfacciones orgánicas profundas por meras titilaciones, la sabiduría por la maña y la belleza por sorpresas picantes. No quiero llevar al extremo mis objeciones a la excitación. Cierta cantidad es sana, pero, como casi todo, se trata de una cuestión cuantitativa. Demasiado poca puede provocar ansias morbosas, en exceso provoca agotamiento. Así pues, para llevar una vida feliz es imprescindible cierta capacidad de aguantar el aburrimiento, y esta es una de las cosas que se deberían enseñar a los jóvenes.

Todos los grandes libros contienen partes aburridas, y todas las grandes vidas han incluido períodos sin ningún interés. Imaginemos a un moderno editor estadounidense al que le presentan el Antiguo Testamento como si fuera un manuscrito nuevo, que ve por primera vez. No es difícil imaginar cuáles serían sus comentarios, por ejemplo, acerca de las genealogías. «Señor mío», diría, «a este capítulo le falta garra. No esperará usted que los lectores se interesen por una simple lista de nombres propios de personas de las que no se nos cuenta casi nada. Reconozco que el comienzo de la historia tiene mucho estilo, y al principio me impresionó favorablemente, pero se empeña usted demasiado en contarlo todo. Realce los momentos importantes, quite lo superfluo y vuelva a traerme el manuscrito cuando lo haya reducido a una extensión razonable». Eso diría el editor moderno, sabiendo que el lector moderno teme aburrirse. Lo mismo diría de los clásicos confucianos, del Corán, de El Capital de Marx y de todos los demás libros consagrados que han vendido millones de ejemplares. Y esto no se aplica únicamente a los libros consagrados. Todas las mejores novelas contienen pasajes aburridos. Una novela que eche chispas desde la primera página a la última seguramente no será muy buena novela. Tampoco las vidas de los grandes hombres han sido apasionantes, excepto en unos cuantos grandes momentos. Sócrates disfrutaba de un banquete de vez en cuando y seguro que se lo pasó muy bien con sus conversaciones mientras la cicuta le hacía efecto, pero la mayor parte de su vida vivió tranquilamente con Xantipa, dando un paseíto por la tarde y tal vez encontrándose con algunos amigos por el camino. Se dice que Kant nunca se alejó más de quince kilómetros de Königsberg en toda su vida. Darwin, después de dar la vuelta al mundo, se pasó el resto de su vida en su casa. Marx, después de incitar a unas cuantas revoluciones, decidió pasar el resto de sus días en el Museo Británico. En general, se comprobará que la vida tranquila es una característica de los grandes hombres, y que sus placeres no fueron del tipo que parecería excitante a ojos ajenos. Ningún gran logro es posible sin trabajo persistente, tan absorbente y difícil que queda poca energía para las formas de diversión más fatigosas, exceptuando las que sirven para recuperar la energía física durante los días de fiesta, cuyo mejor ejemplo podría ser el alpinismo

La capacidad de soportar una vida más o menos monótona debería adquirirse en la infancia. Los padres modernos tienen mucha culpa en este aspecto; proporcionan a sus hijos demasiadas diversiones pasivas, como espectáculos y golosinas, y no se dan cuenta de la importancia que tiene para un niño que un día sea igual a otro, exceptuando, por supuesto, las ocasiones algo especiales. En general, los placeres de la infancia deberían ser los que el niño extrajera de su entorno aplicando un poco de esfuerzo e inventiva. Los placeres excitantes y que al mismo tiempo no supongan ningún esfuerzo físico, corno por ejemplo el teatro, deberían darse muy de tarde en tarde. La excitación es como una droga, que cada vez se necesita en mayor cantidad, y la pasividad física que acompaña a la excitación es contraria al instinto. Un niño, como una planta joven, se desarrolla mejor cuando se le deja crecer sin perturbaciones en la misma tierra. El exceso de viajes, la excesiva variedad de impresiones, no son buenos para los jóvenes, y son la causa de que, a medida que crecen, se vuelvan incapaces de soportar la monotonía fructífera. No pretendo decir que la monotonía tenga méritos por sí misma; solo digo que ciertas cosas buenas no son posibles excepto cuando hay cierto grado de monotonía. Consideremos, por ejemplo, el Preludio de Wordsworth: a todo lector le resultará obvio que lo que hay de valioso en las ideas y sentimientos de Wordsworth sería imposible para un joven urbano sofisticado. Un chico o un joven que tenga algún propósito constructivo serio aguantará voluntariamente grandes cantidades de aburrimiento si lo considera necesario para sus fines. Pero los propósitos constructivos no se forman fácilmente en la mente de un muchacho si este vive una vida de distracciones y disipaciones, porque en este caso sus pensamientos siempre estarán dirigidos al próximo placer y no al distante logro. Por todas estas razones, una generación incapaz de soportar el aburrimiento será una generación de hombres pequeños, de hombres excesivamente disociados de los lentos procesos de la naturaleza, de hombres en los que todos los impulsos vitales se marchitan poco a poco, como las flores cortadas en un jarrón.

No me gusta el lenguaje místico, pero no sé cómo expresar lo que quiero decir sin emplear frases que suenan más poéticas que científicas. Podemos pensar lo que queramos, pero somos criaturas de la tierra; nuestra vida forma parte de la vida de la tierra, y nos nutrimos de ella, igual que las plantas y los animales. El ritmo de la vida de la tierra es lento; el otoño y el invierno son tan imprescindibles como la primavera y el verano, el descanso es tan imprescindible como el movimiento. Para el niño, más aún que para el hombre, es necesario mantener algún contacto con los flujos y reflujos de la vida terrestre. El cuerpo humano se ha ido adaptando durante millones de años a este ritmo, y la religión ha encarnado parte del mismo en la fiesta de Pascua. Una vez vi a un niño de dos años, criado en Londres, salir por primera vez a pasear por el campo verde. Estábamos en invierno, y todo se encontraba mojado y embarrado. A los ojos de un adulto aquello no tenía nada de agradable, pero al niño le provocó un extraño éxtasis; se arrodilló en el suelo mojado y apoyó la cara en la hierba, dejando escapar gritos semiarticulados de placer. La alegría que experimentaba era primitiva, simple y enorme. La necesidad orgánica que estaba satisfaciendo es tan profunda que los que se ven privados de ella casi nunca están completamente cuerdos. Muchos placeres, y el juego puede ser un buen ejemplo, no poseen ningún elemento de este contacto con la tierra. Dichos placeres, en el instante en que cesan, dejan al hombre apagado e insatisfecho, hambriento de algo que no sabe qué es. Estos placeres no dan nada que pueda llamarse alegría. En cambio, los que nos ponen en contacto con la vida de la tierra tienen algo profundamente satisfactorio; cuando cesan, la felicidad que provocaron permanece, aunque su intensidad mientras duraron fuera menor que la de las disipaciones más excitantes. La distinción que tengo en mente recorre toda la gama de actividades, desde las más simples a las más civilizadas. El niño de dos años del que hablaba hace un momento manifestó la forma más primitiva posible de unión con la vida de la tierra. Pero lo mismo ocurre, en una forma más elevada, con la poesía. Lo que inmortaliza los versos de Shakespeare es que están repletos de esa misma alegría que impulsó al niño de dos años a besar la hierba. Pensemos en «Hark, hark, the lark» o en «Come unto these yellow sands»; lo que vemos en estos poemas es la expresión civilizada de la misma emoción que nuestro niño de dos años solo podía expresar con gritos inarticulados. O bien consideremos la diferencia entre el amor y la mera atracción sexual. El amor es una experiencia en la que todo nuestro ser se renueva y refresca como las plantas cuando llueve después de una sequía. En el acto sexual sin amor no hay nada de esto. Cuando el placer momentáneo termina, solo queda fatiga, disgusto y la sensación de que la vida está vacía. El amor forma parte de la vida en la tierra; el sexo sin amor, no.

La clase especial de aburrimiento que sufren las poblaciones urbanas modernas está íntimamente relacionada con su separación de la vida en la tierra. Esto es lo que hace que la vida esté llena de calor, polvo y sed, como una peregrinación por el desierto. Entre los que son lo bastante ricos para elegir su modo de vida, la clase particular de insoportable aburrimiento que padecen se debe, por paradójico que esto parezca, a su miedo a aburrirse. Al huir del aburrimiento fructífero caen en las garras de otro mucho peor. Una vida feliz tiene que ser, en gran medida, una vida tranquila, pues solo en un ambiente tranquilo puede vivir la auténtica alegría.




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