Una estética de la existencia | por Michel Foucault ~ Bloghemia Una estética de la existencia | por Michel Foucault

Una estética de la existencia | por Michel Foucault






"La ‘psiquiatrización’ de la vida cotidiana, si se la examinase de cerca, revelaría posiblemente lo invisible del poder...” 
-Michel Foucault
                                    


Entrevista realizada por A. Fontana a Michel Foucault, en el año 1984, publicada en el diario Le Monde. 








—Siete años han pasado desde La voluntad de saber. Sé que sus últimos libros le han planteado problemas y que se ha encontrado con dificultades. Me gustaría que me hablara de esas dificultades y de ese viaje al mundo grecorromano, que le era, si no desconocido, al menos un poco extraño. 

—Las dificultades venían del proyecto mismo, que pretendía precisamente evitarlas. Al programar mi trabajo en varios volúmenes sobre un plan preparado de antemano, yo me había dicho que ahora había llegado el momento en que podría escribirlos sin dificultad, y desarrollar simplemente lo que tenía en la cabeza, confirmándolo con el trabajo de investigación empírica. Estuve a punto de morir de aburrimiento escribiendo esos libros: se parecían demasiado a los precedentes. Para algunos, escribir un libro supone siempre arriesgar algo. Por ejemplo, no lograr escribirlo. Cuando se sabe de antemano a dónde se quiere llegar, hay una dimensión de la experiencia que falta, la que consiste precisamente en escribir un libro arriesgándose a no terminarlo. De modo que cambié el proyecto general: en lugar de estudiar la sexualidad en los confines del saber y del poder, intenté investigar desde un plano más elevado cómo se había constituido, para el propio sujeto, la experiencia de su sexualidad como deseo. Despejar esta problemática me llevó a examinar de cerca textos muy antiguos, latinos y griegos, que me han exigido mucha preparación, muchos esfuerzos, y que me han dejado hasta el final sumido en no pocas dudas e incertidumbres. 

—Hay siempre una cierta «intencionalidad» en sus obras, que a menudo escapa a los lectores. La Historia de la locura era, en el fondo, la historia de la constitución de ese saber que se llama psicología, Las palabras y las cosas era la arqueología de las ciencias humanas; Vigilar y castigar, la implantación de las disciplinas del cuerpo y del alma. Parece que lo que está en el centro de sus últimos libros es lo que usted llama los «juegos de verdad». 

—No creo que haya una gran diferencia entre estos libros y los precedentes. Cuando uno escribe libros como esos, se desea intensamente cambiar por completo todo lo que uno piensa y encontrarse al final muy distinto de lo que uno era al principio. Luego uno se da cuenta de que en el fondo ha cambiado relativamente poco. Quizá ha cambiado de perspectiva, ha girado alrededor del problema, que siempre es el mismo, es decir, las relaciones entre el sujeto, la verdad y la constitución de la experiencia. He intentado analizar cómo dominios como los de la locura, la sexualidad, la delincuencia, pueden entrar en un cierto juego de la verdad, y cómo, por otro lado, a través de esta inserción de la práctica humana, del comportamiento, en el juego de la verdad, el sujeto mismo se encuentra afectado. Ese era el problema de la historia de la locura, de la sexualidad. 

—¿No se trata en el fondo de una nueva genealogía de la moral? 

—De no ser por la solemnidad del título y la marca grandiosa que Nietzsche le impuso, diría que sí. 

—En un escrito aparecido en Le Débat de noviembre de 1983 usted habla, a propósito de la Antigüedad, de morales orientadas hacia la ética y de morales orientadas hacia el código. ¿Es esa la división entre las morales grecorromanas y las nacidas con el cristianismo? 

—Con el cristianismo hemos visto instaurarse lentamente, progresivamente un cambio en relación con las morales antiguas, que eran esencialmente una práctica, un estilo de libertad. Naturalmente, había también ciertas normas de comportamiento que regulaban la conducta de cada uno. Pero la voluntad de ser un sujeto moral, la búsqueda de una ética de la existencia eran principalmente, en la Antigüedad, un esfuerzo para afirmar la libertad de uno y dar a la propia vida una cierta forma en la cual uno podía reconocerse, ser reconocido por los otros, y la posteridad misma podía encontrar un ejemplo. Esta elaboración de la propia vida como una obra de arte personal, incluso aunque obedeciese a cánones colectivos, estaba en el centro, me parece, de la experiencia moral, de la voluntad de moral en la Antigüedad, en tanto que en el cristianismo, con la religión del texto, la idea de una voluntad de Dios, el principio de obediencia, la moral tomaba mucho más la forma de un código de reglas (solamente algunas prácticas ascéticas estaban más ligadas al ejercicio de una libertad personal). De la Antigüedad al cristianismo se pasa de una moral que era esencialmente búsqueda de una ética personal a una moral como obediencia a un sistema de reglas. Y si me he interesado en la Antigüedad, es que, por toda una serie de razones, la idea de una moral como obediencia a un código de reglas está, ahora, en trance de desaparecer, ya ha desaparecido. Y a esta ausencia de moral responde, debe responder, una búsqueda que es la de una estética de la existencia. 

—¿Todo el saber acumulado en estos últimos años sobre el cuerpo, la sexualidad, las disciplinas, ha mejorado nuestra relación con los otros, nuestro estar en el mundo? 

—No puedo evitar pensar que toda una serie de cosas puestas en discusión, incluso independientemente de opciones políticas, alrededor de ciertas formas de existencia, reglas de comportamiento, etc., han sido profundamente beneficiosas: la relación con el cuerpo, entre hombre y mujer, con la sexualidad. 

—Esos saberes, por tanto, nos han ayudado a vivir mejor. 

—No ha habido simplemente un cambio en las preocupaciones, sino en el discurso filosófico, teórico y crítico: en efecto, en la mayor parte de los análisis hechos, no se sugería a las gentes lo que debían ser, lo que debían hacer, lo que debían creer y pensar. Se trataba más bien de hacer aparecer cómo, hasta el presente, los mecanismos sociales habían podido operar, cómo las formas de la opresión y del constreñimiento habían actuado, y luego, a partir de ahí, me parece que se dejaba a la gente la posibilidad de determinarse, de hacer, sabiendo todo eso, la elección de su existencia. 

—Hace cinco años, se emprendió la lectura, en su seminario del Collège de France, de Hayek y von Mises. Nos dijimos entonces: a través de una reflexión sobre el liberalismo, Foucault nos va a dar un libro sobre la política. El liberalismo parecía también un rodeo para encontrar al individuo, más allá de los mecanismos de poder. Es conocido su contencioso con el sujeto fenomenológico. En aquella época se comenzaba a hablar de un sujeto de prácticas, y la relectura del liberalismo se había hecho un poco en torno a eso. No es un misterio para nadie que nos hemos dicho varias veces: no hay sujeto en la obra de Foucault. Los sujetos están siempre sujetados [assujettis, sometidos], son el punto de aplicación de técnicas, de disciplinas normativas, pero no son nunca sujetos soberanos. 

—Hay que distinguir. En primer lugar, pienso, efectivamente, que no hay un sujeto soberano, fundador, una forma universal de sujeto que se podría encontrar por todas partes. Soy muy escéptico y muy hostil hacia esta concepción del sujeto. Pienso, por el contario, que el sujeto se constituye a través de prácticas de sujeción [assujettissement, sometimiento], o, de una manera más autónoma, a través de prácticas de liberación, de libertad, como en la Antigüedad, a partir, claro está, de un cierto número de reglas, estilos, convenciones, que se encuentran en el medio cultural. 

—Eso nos lleva a la actualidad política. Los tiempos son difíciles: en el plano internacional está el chantaje de Yalta y el enfrentamiento de los bloques; en el plano interior, está el espectro de la crisis. En relación con todo esto, parece que entre la izquierda y la derecha ya no hay más que una diferencia de estilo. ¿Cómo decidir, entonces, ante esta realidad y sus dictados, si aparentemente no tiene alternativa posible? 

—Me parece que su pregunta es al mismo tiempo atinada y un poco comprimida. Habría que descomponerla en dos órdenes de cuestiones: en primer lugar, ¿hay que aceptar o no aceptar? En segundo lugar, si se acepta, ¿qué se puede hacer? A la primera cuestión se debe responder sin ninguna ambigüedad: no hay que aceptar ni las secuelas de la guerra ni la prolongación de cierta situación estratégica en Europa, ni el hecho de que una mitad de Europa esté sometida. A continuación se plantea la otra cuestión: «¿Qué se puede hacer con un poder como el de la Unión Soviética, en relación con nuestro propio gobierno y con los pueblos que, a los dos lados del telón de acero, escuchan cómo se pone en cuestión la división tal como ha sido establecida?». En relación con la Unión Soviética, no hay gran cosa que hacer, salvo ayudar lo más eficazmente posible a los que luchan allí mismo. En cuanto a los otros dos puntos, hay mucho que hacer, hay mucha leña que cortar. 

—No hay, pues, que asumir una actitud, por así decirlo, hegeliana, consistente en aceptar la realidad tal como es y como se nos la presenta. Queda una última interrogante: «¿Hay una verdad en la política?». 

—Creo demasiado en la verdad para no suponer que hay diferentes verdades y diferentes maneras de decirla. Ciertamente, no se puede pedir a un gobierno que diga la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. En cambio, es posible pedir a los gobiernos una cierta verdad en cuanto a los proyectos finales, a las elecciones generales de su táctica, a un cierto número de puntos particulares de su programa: es la parrêsía (la palabra libre) del gobernado, la que puede, la que debe interpelar al gobierno en nombre del saber, de la experiencia que tiene, del hecho de que es un ciudadano, acerca de lo que hace, sobre el sentido de su acción, sobre las decisiones que ha tomado. Hay, con todo, que evitar una trampa en la que los gobiernos quieren hacer caer a los intelectuales, y en la que estos caen a menudo: «Pónganse en nuestro lugar y dígannos lo que harían ustedes». No es una cuestión a la que haya que responder. Tomar una decisión en una materia cualquiera implica un conocimiento de los dosieres que nos es negado, un análisis de la situación que no se ha tenido la posibilidad de hacer. Eso es una trampa. No queda otra cosa sino que, en tanto que gobernados, se tiene el perfecto derecho de plantear las cuestiones de verdad: «¿Qué es lo que hacen ustedes, por ejemplo, cuando son hostiles a los euromisiles, o cuando, por el contrario, los apoyan, cuando reestructuran el acero de la Lorena, cuando abren el dosier de la enseñanza libre?». 

—En este descenso a los infiernos que es una larga meditación, una larga búsqueda —un descenso en el que se va de algún modo a la búsqueda de una verdad 

— ¿Qué tipo de lector le gustaría encontrar? Es un hecho que, si quizá todavía hay buenos autores, hay cada vez menos buenos lectores. 

—Yo diría simplemente lectores. Es verdad que ya no se nos lee. El primer libro que escribimos se lee, porque no somos conocidos, porque la gente no sabe quiénes somos, y es leído en el desorden y la confusión, lo que para mí va muy bien. No hay razón para que además del libro, se haga también la ley del libro. La única ley son todas las lecturas posibles. No veo inconvenientes mayores si un libro, cuando se lee, es leído de diferentes maneras. Lo que es grave, es que a medida que se escriben libros, no se es leído ya en absoluto, y de deformación en deformación, leyendo los unos sobre las espaldas de los otros, se llega a dar del libro una imagen absolutamente grotesca. Aquí se plantea efectivamente un problema: ¿hay que entrar en la polémica y responder a cada una de estas deformaciones, y, por consiguiente, imponer la ley a los lectores, lo que me repugna, o dejar, lo que me repugna igualmente, que el libro sea deformado hasta convertirse en la caricatura de sí mismo? Habría una solución: la única ley sobre la prensa, la única ley sobre el libro que me gustaría ver instaurada sería la prohibición de utilizar dos veces el nombre del autor, con, además, el derecho al anonimato y al seudónimo, para que cada libro sea leído por sí mismo. Hay libros para los que el conocimiento del autor es una clave de inteligibilidad. Pero fuera de algunos grandes autores, para la mayor parte de los demás este conocimiento no sirve absolutamente para nada. Sirve solo de pantalla. Para alguien como yo, que no soy un gran autor, sino solo alguien que fabrica libros, le gustaría que fueran leídos por sí mismos, con sus imperfecciones y sus posibles cualidades.

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