Sobre la disciplina intelectual | por Paulo Freire ~ Bloghemia Sobre la disciplina intelectual | por Paulo Freire

Sobre la disciplina intelectual | por Paulo Freire






"La educación verdadera es praxis, reflexión y acción del hombre sobre el mundo para transformarlo." - Paulo Freire
                                    


Texto del educador y filósofo brasileño, Paulo Freire, sobre el papel de la disciplina intelectual en el aula de clase. Publicado en el  libro "Professora sim; tia não: cartas a quem ousa ensinar" 


Por: Paulo Freire

Ya me he referido a la necesidad de la disciplina intelectual que los educandos deben construir en sí mismos con la colaboración de la educadora. Sin esta disciplina no se crean el trabajo intelectual, la lectura seria de los textos, la escritura cuidada, la observación y el análisis de los hechos ni el establecimiento de las relaciones entre ellos. Y que a todo esto no le falte el gusto por la aventura, por la osadía, pero que igualmente no le falte la noción de límites, para que la aventura y la osadía de crear no se conviertan en irresponsabilidad licenciosa. Es preciso ahuyentar la idea de que existen disciplinas diferentes y separadas: una intelectual y otra del cuerpo, que tiene que ver con horarios y entrenamientos, otra disciplina ético-religiosa, etc. Lo que puede suceder es que determinados objetivos exijan caminos disciplinarios diferentes. Sin embargo, lo principal es que si la disciplina exigida es saludable, lo es también la comprensión de esa disciplina; si es democrática la forma de crearla y de vivirla, si son saludables los sujetos forjadores de la disciplina indispensable, ella siempre implica la experiencia de los límites, el juego contradictorio entre la libertad y la autoridad, y jamás puede prescindir de una sólida base ética. En este sentido, nunca pude comprender que en nombre de ética alguna la autoridad pueda imponer una disciplina absurda simplemente para ejercitar en la libertad, acomodándose a su capacidad de ser leal, la experiencia de una obediencia castradora. 

No hay disciplina en el inmovilismo, en la autoridad indiferente, distante, que entrega sus propios destinos a la libertad, en la autoridad que renuncia en nombre del respeto a esa libertad. Pero esta última tampoco existe en el inmovilismo, en el que la autoridad le impone su voluntad, sus preferencias, como las mejores para ella misma. Inmovilismo al que se somete la libertad, intimidada, o movimiento de la pura sublevación. Al contrario, sólo hay disciplina en el movimiento contradictorio entre la coercibilidad necesaria de la autoridad y la búsqueda despierta de la libertad para asumirse como tal. Es por esto que la autoridad que se hipertrofia en el autoritarismo o se atrofia en libertinaje, perdiendo el sentido del movimiento, se pierde a sí misma y amenaza la libertad. En la hipertrofia de la autoridad, su movimiento se fortalece a tal punto que inmoviliza o distorsiona totalmente el movimiento de la libertad. La libertad inmovilizada por una autoridad arbitraria o chantajista es aquella que, sin haberse asumido como lo que es, se pierde en la falsedad de movimientos no auténticos. 

Para que haya disciplina es preciso que la libertad no sólo tenga el derecho de decir «no», sino que lo ejerza frente a lo que se le propone como la verdad y lo cierto. La libertad precisa aprender a afirmar negando, no por el puro negar sino como criterio de certeza. Es en este movimiento de ida y vuelta como acaba por internalizar la autoridad y se transforma en una libertad con autoridad, única manera de respetarla en cuanto autoridad. 

Es de indiscutible importancia la responsabilidad que tenemos, en cuanto seres sociales e históricos portadores de una subjetividad que desempeña un papel importante en la historia, en el proceso de ese movimiento contradictorio entre la autoridad y la libertad. Responsabilidad política, social, pedagógica, ética, estética, científica. Pero al reconocer la responsabilidad política superemos también la politiquería, al subrayar la responsabilidad social digamos «no» a los intereses puramente individualistas, al reconocer los deberes pedagógicos dejemos de lado las ilusiones pedagogistas, al demandar la práctica ética huyamos de la fealdad del puritanismo y entreguémonos a la invención de la belleza de la pureza. Finalmente, al aceptar la responsabilidad científica, rechazemos la distorsión cientificista. 

Tal vez algún lector o lectora más «existencialmente cansados» e «históricamente anestesiados»  digan que estoy soñando demasiado. Soñando, sí, puesto que como ser histórico si no sueño no puedo estar siendo. Demasiado, no. Hasta creo que soñamos poco al soñar estos sueños tan fundamentalmente indispensables para la vida o para la solidificación de nuestra democracia: la disciplina en el acto de leer, de escribir, de escribir y leer, en el de enseñar y aprender, en el proceso placentero pero difícil de conocer; la disciplina en el respeto y en el trato de la cosa pública; en el respeto mutuo. 

No vale decir que como maestro o como maestra «no importa la profundidad en la que trabaje, poca importancia tendrá lo que haga o deje de hacer, tendrá poca importancia en vista de lo que pueden hacer los poderosos en favor de sí mismos y en contra de los intereses nacionales». Ésta no es una afirmación ética. Simplemente es interesada y acomodada. Lo peor es que acomodándose, mi inmovilidad se convierte en motor de más desvergüenza. Mi inmovilidad, producida o no por motivos fatalistas, funciona como acción eficaz en favor de las injusticias que se perpetúan, de los descalabros que nos afligen, del atraso de las soluciones urgentes. 

No se recibe democracia de regalo. Se lucha por la democracia. No se rompen las amarras que nos impiden ser con una paciencia de buenas maneras sino con el pueblo movilizándose, organizándose, conscientemente crítico. Con las mayorías populares no sólo sintiendo que vienen siendo explotadas desde que se inventó el Brasil, sino uniendo también al sentir el saber que están siendo explotadas, el saber que les da la raison d’être del fenómeno, tal como alcanza preponderantemente el nivel de su sensibilidad. 

Al hablar de sensibilidad del fenómeno y de aprehensión crítica del fenómeno no estoy de ninguna manera sugiriendo algún tipo de ruptura entre sensibilidad, emociones y actividad cognoscitiva. Ya dije que conozco con todo mi cuerpo: con los sentimientos, con las emociones, con la mente crítica. 

Dejemos bien claro que el pueblo que se moviliza, el pueblo que se organiza, el pueblo que conoce en términos críticos, el pueblo que profundiza y afianza la democracia contra cualquier aventura autoritaria, es igualmente un pueblo que forja la disciplina necesaria sin la cual la democracia no funciona. En el Brasil casi siempre oscilamos entre la ausencia de disciplina por la negación de la libertad y la ausencia de disciplina por la ausencia de autoridad. 

Nos falta disciplina en casa, en la escuela, en las calles, en el tránsito. Es asombroso el número de personas que mueren todos los fines de semana por pura indisciplina, o lo que gasta el país en estos accidentes o en los desastres ecológicos. 

Otra falta de respeto evidente hacia los otros, tan nefasta como la manera como venimos siendo indisciplinados, es la licenciosidad, la irresponsabilidad con la que en este país se mata impunemente. 

Dominadas y explotadas en el sistema capitalista, las clases populares necesitan —al mismo tiempo que se comprometen en el proceso de formación de una disciplina intelectual— ir creando una disciplina social cívica, política, absolutamente indispensable para una democracia que vaya más allá de la simple democracia burguesa y liberal. Una democracia que finalmente persiga la superación de los niveles de injusticia y de irresponsabilidad del capitalismo. Ésta es una de las tareas a las que debemos entregarnos, y no a la mera tarea de enseñar en el sentido equívoco de transmitir el saber a los educandos. 

El maestro debe enseñar. Es preciso que lo haga. Sólo que enseñar no es transmitir conocimiento. Para que el acto de enseñar se constituya como tal es preciso que el acto de aprender sea precedido por, o concomitante de, el acto de aprehender el contenido o el objeto cognoscible, con el que el educando también se hace productor del conocimiento que le fue enseñado. 

Sólo en la medida en que el educando se convierta en sujeto cognoscente y se asuma como tal, tanto como el maestro también es un sujeto cognoscente, le será posible transformarse en sujeto productor del significado o del conocimiento del objeto. Es en este movimiento dialéctico en donde enseñar y aprender se van transformando en conocer y reconocer, donde el educando va conociendo lo que aún no conoce y el educador reconociendo lo antes sabido. 

Esta forma de no sólo comprender el proceso de enseñar sino de vivirlo, exige la disciplina de la que vengo hablando, que no puede a su vez dicotomizarse frente a la disciplina política indispensable para la invención de la ciudadanía. Sí, en cambio, frente a la ciudadanía, sobre todo en una sociedad como la nuestra, de tradiciones tan autoritarias y discriminadoras desde el punto de vista del sexo, de la raza y de la clase. La ciudadanía realmente es una invención, una producción política. En este sentido, su pleno ejercicio por quien sufre cualquiera de las discriminaciones, o todas al mismo tiempo, no es algo que se usufructúe como un derecho pacífico y reconocido. Al contrario, es un derecho que tiene que ser alcanzado y cuya conquista hace crecer sustantivamente la democracia. Ésta es la ciudadanía que implica el uso de la libertad —de trabajar, de comer, de vestir, de calzar, de dormir en una casa, de mantenerse a sí mismo y a su familia, de amar, de sentir rabia, de llorar, de protestar, de apoyar, de desplazarse, de participar en tal o cual religión, en tal o cual partido, de educarse a sí mismo y a la familia, la libertad de bañarse en cualquier mar de su país —. La ciudadanía no llega por casualidad: es una construcción que, jamás terminada, exige luchar por ella, exige compromiso, claridad política, coherencia, decisión. Es por esto mismo que una educación democrática no se puede realizar al margen de una educación de y para la ciudadanía. 

Cuanto más respetemos a los alumnos y a las alumnas independientemente de su color, sexo y clase social, cuantos más testimonios de respeto demos en nuestra vida diaria, en la escuela, en las relaciones con nuestros colegas, con los porteros, cocineras, vigilantes, padres y madres de alumnos, cuanto más reduzcamos la distancia entre lo que hacemos y lo que decimos, tanto más estaremos contribuyendo para el fortalecimiento de las experiencias democráticas. Estaremos desafiándonos a nosotros mismos a luchar más en favor de la ciudadanía y de su ampliación. Estaremos forjando en nosotros mismos la disciplina intelectual indispensable sin la cual obstaculizamos nuestra formación así como la no menos necesaria disciplina política, fundamental para la lucha en la invención de la ciudadanía.


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