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Pensar relacionalmente | por Pierre Bourdieu







“La verdad tiene su significado completo solo después de una controversia. No puede haber una primera verdad. Solo hay errores primarios.”
 -Pierre Bourdieu.
                                    


Texto de Pierre Bourdieu, que formó parte de un seminario dictado en la ciudad de Paris., y publicado originalmente en el libro "An Invitation to Reflexive Sociology" en el año 1992.



Por: Pierre Bourdieu

Todo esto no podría ser más verdadero que cuando se aplica a la construcción del objeto, sin duda la operación más crucial de la investigación y aun así la más completamente ignorada, especialmente por la tradición dominante, organizada como está alrededor de la oposición entre «teoría» y «metodología». El paradigma (en el sentido de caso ejemplar) de la teoría «teoricista» es el que ofrece la obra de Parsons, ese melting pot  conceptual producido por la recopilación puramente teórica (esto es, enteramente extraña a cualquier aplicación) de unas pocas grandes oeuvres selectas (Durkheim, Pareto, Weber, Marshall y, curiosamente, no Marx), reducidas a su dimensión «teórica» o profesoral, o bien, más cercano a nosotros, el ofrecido por el «neofuncionalismo» de Jeffrey Alexander.  Nacidas de las necesidades de la enseñanza, este tipo de compilaciones eclécticas y clasificatorias sirven para ser enseñadas, y para nada más. Por otro lado, tenemos la «metodología», ese catálogo de preceptos que no pertenecen propiamente ni a la epistemología, entendida como reflexión dirigida a descubrir los esquemas de la práctica científica aprehendidos en sus fracasos así como en sus éxitos, ni a la teoría científica. Pienso aquí en Paul Lazarsfeld. La pareja formada por Parsons y Lazarsfeld (con Merton y sus teorías de «mediano alcance», a mitad de camino entre los dos) formó cierto holding científico socialmente muy poderoso, que reinó sobre la sociología mundial durante la mayor parte de las tres décadas siguientes a la Segunda Guerra Mundial.  La división entre «teoría» y «metodología» establece como oposición epistemológica una oposición que es constitutiva de la división social del trabajo científico en un momento determinado (expresada por la oposición entre los profesores y el equipo de los departamentos de investigación aplicada). Yo creo que esta división en dos instancias aisladas debe ser totalmente rechazada, pues estoy convencido de que uno no puede volverse hacia lo concreto mediante la combinación de dos abstracciones.

En realidad, las opciones técnicas más «empíricas» no pueden desentenderse de las opciones más «teóricas» que implica la construcción del objeto. Sólo en función de una determinada construcción del objeto tal método de muestreo, tal técnica de recolección o análisis de datos, etc., se vuelven imperativos. De un modo más preciso, sólo en función de un cuerpo de hipótesis derivadas de un conjunto de presupuestos teóricos, cualquier dato empírico puede funcionar como prueba o, como lo plantean los académicos estadounidenses, como evidence. Ahora bien, a menudo procedemos como si fuera evidente qué puede servir de evidencia porque confiamos en una rutina cultural, impuesta e inculcada generalmente a través de la escolaridad (los famosos cursos de «metodología» dictados por las universidades estadounidenses). El fetichismo de la «evidencia» en ocasiones lleva a uno a rechazar trabajos empíricos que no aceptan como autoevidente la definición misma de «evidencia». Todo investigador reconoce el estatuto de dato sólo a una pequeña fracción de lo dado, y no, como debería ser, a la fracción invocada por su problemática, sino a esa fracción concedida y garantizada por la tradición pedagógica de la que el investigador o investigadora forma parte y, con demasiada frecuencia, sólo por esa tradición.

Es un hecho revelador que «escuelas» enteras o tradiciones de investigación hayan podido desarrollarse alrededor de una técnica de recolección y análisis de datos. Por ejemplo, hoy algunos etnometodólogos no quieren reconocer nada excepto el análisis conversacional reducido a la exégesis de un texto, ignorando por completo los datos sobre el contexto inmediato que podríamos llamar etnográfico (lo que tradicionalmente se etiqueta como «situación»), por no mencionar los datos que les permitirían ubicar esta situación dentro de la estructura social. Estos «datos», que son (mal) entendidos por lo concreto en sí, son en realidad producto de una formidable abstracción —es siempre el caso, puesto que los datos son construcciones—, pero en este caso una abstracción que se ignora a sí misma en tanto que tal. Así que encontraremos monomaniacos del modelado lineal, del análisis del discurso, de la observación participante, de la entrevista de final abierto o en profundidad, o de la descripción etnográfica. La adhesión rígida a tal o cual método de recolección de datos determinará la membresía en una «escuela», siendo los interaccionistas simbólicos, por ejemplo, reconocibles por el culto que rinden a la observación participante, los etnometodólogos por su pasión por el análisis conversacional, los investigadores del logro de estatus por su uso sistemático del análisis de la trayectoria, etc. ¡Y el hecho de combinar el análisis del discurso con la descripción etnográfica será tomado como una ruptura y un audaz desafío al monoteísmo metodológico! Necesitaríamos emprender una crítica similar de las técnicas de análisis estadístico, ya sean las de regresión múltiple, de trayectoria, de redes, de factores o el análisis histórico de los acontecimientos. Una vez más, con pocas excepciones, el monoteísmo es soberano.  Cualquier sociología de la sociología, incluso la más rudimentaria, nos enseña que usualmente las acusaciones metodológicas no son sino una manera disfrazada de hacer de la necesidad virtud, de fingir que se desprecia, que se ignora voluntariamente, aquello que en realidad se ignora.

Y necesitaríamos analizar también la retórica de la presentación de datos que, cuando se vuelve un despliegue ostentoso, a menudo sirve para enmascarar errores elementales en la construcción del objeto, mientras que en el extremo opuesto, una exposición rigurosa y económica de lo pertinente incurrirá a menudo, si se la mide con la vara de ese exhibicionismo del datum brutum, en la sospecha a priori de los fetichistas del protocolo (en el doble sentido del término) de cierta forma de «evidencia». ¡Pobre ciencia! ¡Cuántos crímenes científicos se cometen en tu nombre! … Para tratar de convertir todas estas críticas en un precepto positivo, sólo diré que debemos precavernos de todo desprecio sectario que se esconda detrás de profesiones de fe excesivamente exclusivas. Debemos tratar, en todos los casos, de movilizar todas las técnicas que sean relevantes y prácticamente utilizables, dada la definición del objeto y las principales condiciones de la recolección de datos. Uno puede, por ejemplo, utilizar el análisis de correspondencias para emprender un análisis del discurso, como hice recientemente en el caso de las estrategias de propaganda de diversas firmas involucradas en la construcción de viviendas unifamiliares en Francia (Bourdieu 1990c), o combinar el análisis estadístico más estándar con un conjunto de entrevistas en profundidad u observaciones etnográficas, como intenté hacer en La distinción (Bourdieu 1984a). Al fin y al cabo, la investigación social es algo demasiado serio y difícil para nosotros como para permitirnos confundir la rigidez científica, que es la némesis de la inteligencia y de la invención, con el rigor científico y así privarnos de este o aquel recurso disponible entre la panoplia de las tradiciones intelectuales de nuestra disciplina y de las disciplinas hermanas de la antropología, la economía, la historia, etc. Al respecto, yo estaría tentado a decir que sólo se aplica una regla: «está prohibido prohibir», o, ¡cuidado con el perro metodológico! No hace falta decirlo: la extrema libertad por la que abogo aquí (que me parece obviamente sensata y, permítanme agregar, no tiene nada que ver con la clase de laissez faire epistemológico relativista tan de moda en ciertos arrabales) tiene su contrapartida en la extrema vigilancia que debemos aplicar a las condiciones de uso de las técnicas analíticas, y asegurarnos de que se ajusten a la cuestión que tenemos entre manos. Pienso a menudo que nuestra «policía» metodológica (peresla-riguer) demuestra ser bastante poco rigurosa, incluso laxa, en su uso de los mismos métodos de los cuales se manifiesta tan entusiasta.

Tal vez lo que hagamos aquí les parezca insignificante. Pero, en primer lugar, la construcción de un objeto —al menos en mi experiencia personal de investigación— no es algo que se haga de una vez y para siempre, de un solo golpe, por medio de una suerte de acto teórico inaugural. El programa de observación y análisis mediante el cual se efectúa no es una heliografía que uno dibuja de antemano, a la manera de un ingeniero. Es más bien una tarea prolongada y exigente que se completa poco a poco, a través de toda una serie de pequeñas rectificaciones y enmiendas inspiradas por lo que se da en llamar el métier, el «know-how», es decir, el conjunto de principios prácticos que orienta elecciones tan menudas como decisivas. De manera que sólo en relación con una noción algo glorificada y bastante poco realista de la investigación podría sorprender a alguien que discutamos extensamente detalles al parecer tan despreciables como si el investigador debe revelar su estatus de sociólogo, adoptar la cubierta de una identidad menos amenazante (digamos, la del etnógrafo o el historiador) o esconderse completamente, o si es mejor incluir tales preguntas en un instrumento de estudio diseñado para el análisis estadístico o reservarlo para entrevistas cara a cara, en profundidad, con un número selecto de informantes, y así sucesivamente. 

Esta atención constante a los detalles del proceso de investigación, cuya dimensión propiamente social (cómo encontrar informantes confiables y perspicaces, cómo presentarse ante ellos, cómo explicarles el propósito de la investigación y, de modo más general, cómo «entrar» en el mundo estudiado, etc.) no es la menos importante, debiera tener el efecto de ponerlos sobre aviso contra el fetichismo de los conceptos y de la «teoría», nacido de la propensión a considerar a los instrumentos «teóricos» —habitus, campo, capital, etc.— en sí mismos y por sí mismos, en lugar de ponerlos en acción y hacerlos trabajar. Así, la noción de campo funciona como abreviatura conceptual de un modo de construcción del objeto que comanda, u orienta, todas las elecciones prácticas de investigación. Funciona como un pensebête, un ayudamemoria: me dice que debo asegurarme, en cada etapa, de que el objeto que me he dado a mí mismo no esté entrampado en una red de relaciones que le concedan sus propiedades más distintivas. La noción de campo nos recuerda así el primer precepto del método, aquel que exige resistir por todos los medios posibles la inclinación primaria a pensar el mundo social de manera sustancialista. Para decirlo al modo de Cassirer (1923) en Sustancia y función: se debe pensar relacionalmente. Ahora bien, es más fácil pensar en términos de realidades en cierto sentido «tangibles», como grupos o individuos, que en términos de relaciones. Es más fácil, por ejemplo, pensar la diferenciación social en términos de grupos poblacionales, como  hace la noción realista de clase, o incluso de antagonismos entre esos grupos, que en términos de un espacio de relaciones.  Los objetos habituales de investigación son realidades que despiertan la atención del científico en tanto «sobresalen», podría decirse, «como cuestiones problemáticas» (por ejemplo, el caso de las madres solteras adolescentes del ghetto negro de Chicago que dependen de la asistencia social). Casi todo el tiempo, los investigadores eligen como objeto de trabajo problemas del ordenamiento y la domesticación social planteados por poblaciones definidas con una mayor o menor arbitrariedad, producidas a partir de la sucesiva compartimentación de una categoría inicial preconstruida: «ancianos», «jóvenes», «inmigrantes», «pobres», «profesionales», etc. Baste como ejemplo «Los jóvenes del proyecto habitacional oeste de Villeurbanne».  La prioridad científica fundamental y más apremiante, en todo caso, sería la de tomar por objeto de estudio el trabajo social de construcción de ese objeto preconstruido. Allí reside el punto de apoyo de una ruptura genuina.

Sin embargo, para escapar de un modo de pensar realista no basta con utilizar las grandes palabras de la Gran Teoría. Por ejemplo, con relación al poder algunos plantearán cuestiones sustanciales y realistas de localización (como esos antropólogos culturales que vagaban en una interminable búsqueda del «locus de la cultura») y otros preguntarán de dónde viene el poder, si de la cima o de la base («¿quién gobierna?»), como aquellos sociólogos a los que les preocupaba si el locus del cambio lingüístico residía entre los pequeñoburgueses o la burguesía, etc. Es con el propósito de romper con este modo sustancialista de pensar, y no por mero entusiasmo de pegar una etiqueta nueva en viejos odres retóricos, que hablo del «campo del poder» en vez de hablar de la clase dominante, siendo esta última un concepto realista que hace referencia a una población concreta de poseedores de esta realidad tangible que llamamos el poder. Por campo del poder me refiero a las relaciones de fuerzas que prevalecen entre aquellas posiciones sociales que garantizan a sus ocupantes un quantum de fuerza social, o capital, que los habilita a entrar en las contiendas por el monopolio del poder, contiendas entre las cuales las luchas por definir la forma legítima de poder ocupan una dimensión crucial (pienso aquí en la confrontación entre «artistas» y «burgueses» a fines del siglo XIX). 

Dicho esto, una de las dificultades principales de un análisis relacional es que la mayor parte del tiempo los espacios sociales sólo se dan a conocer bajo la forma de propiedades distribuidas entre individuos o instituciones concretas, ya que los datos disponibles están adosados a individuos o instituciones. Así, para comprender el subcampo del poder económico francés y las condiciones socioeconómicas de su reproducción, no quedan demasiadas alternativas aparte de entrevistar a los doscientos ejecutivos de primera línea del país (Bourdieu y de Saint Martin 1978; Bourdieu 1989a: pp. 396-481). Al hacerlo, no obstante, es preciso cuidarse en todo momento de no caer en una regresión a la «realidad» de las unidades sociales preconstruidas. Para evitarlo, les sugiero utilizar un instrumento muy práctico y simple de construcción del objeto: un cuadro de las propiedades pertinentes de un conjunto de agentes o instituciones. Si mi tarea, por ejemplo, es analizar distintos deportes de combate (lucha libre, judo, aikido, boxeo, etc.), instituciones de educación superior o periódicos parisinos, ingresaré cada una de esas instituciones en una línea y crearé una nueva columna cada vez que descubra una nueva propiedad necesaria para caracterizar a una de ellas, poniéndome en la obligación de indagar su ausencia o presencia en todas las demás. Esto puede hacerse en la etapa inicial, puramente inductiva. De allí eliminaré las redundancias y aquellas columnas dedicadas a rasgos estructural o funcionalmente equivalentes, de modo tal de retener todos aquellos —y sólo aquellos— que me permiten diferenciar las instituciones entre sí, es decir, aquellos que resultan analíticamente relevantes. Este instrumento tan sencillo tiene la virtud de obligarnos a un pensamiento relacional tanto de las unidades sociales en consideración como así también de sus propiedades, que pueden ser caracterizadas en términos de presencia y ausencia (sí/no) o de grado (+, 0, -; 1, 2, 3, 4, 5; etcétera.) 

Únicamente a expensas de este trabajo de elaboración, que no se hace de golpe sino por ensayo y error, se llega a construir progresivamente espacios sociales que — si bien sólo se revelan bajo la forma de relaciones objetivas altamente abstractas, imposibles de tocar o de «señalar con el dedo»— conforman la realidad total del mundo social. Los remito al trabajo que publiqué recientemente (Bourdieu 1989a) sobre las Grandes écoles, donde cuento, mediante la crónica muy condensada de un proyecto de investigación que llevó casi veinte años, cómo pasa uno de la monografía a un objeto científico de construcción genuina, en este caso el campo de las instituciones académicas encargadas de la reproducción del campo del poder en Francia. En esa cuestión resulta más difícil evitar la trampa del objeto preconstruido en tanto trato con un objeto en el cual estoy por definición interesado, sin saber claramente cuál es el verdadero motivo de tal «interés». Podría ser, por ejemplo, el hecho de haber sido alumno de la École nomale supérieure.  El conocimiento que de ella tengo de primera mano, de lo más pernicioso en tanto es uno desmitificado y desmitificador, genera toda un serie de preguntas por demás ingenuas que resultarán interesantes para cualquier normalien en tanto son aquellas que inmediatamente «le vendrían a la cabeza» al preguntarse acerca de su escuela, es decir, acerca de sí mismo: por ejemplo ¿el ranking de ingreso a la escuela contribuye a determinar la elección disciplinar entre matemática y física o «filo» y literatura? (La problemática espontánea, que involucra una considerable medida de complacencia narcisista, suele ser incluso mucho más ingenua que ésta. Para comprobarlo, pueden remitirse a la miríada de volúmenes de pretendido estatus científico publicados en los últimos veinte años acerca de ésta o aquélla Grande école.) Uno podría terminar escribiendo un libro voluminoso, colmado de hechos en apariencia perfectamente científicos, que no obstante perdiera de vista el centro de la cuestión si, como yo creo, la École nórmale supérieure, a la que puedo estar unido por lazos afectivos, ya fueran positivos o negativos como producto de mis investigaciones previas, no es otra cosa en realidad que un punto en un espacio de relaciones objetivas (un punto cuyo «peso» en la estructura tendrá que ser determinado); o si, para ser más preciso, la verdad de esta institución reside en la red de relaciones de oposición y competencia que la vinculan con el conjunto total de las instituciones de educación superior francesas, que a su vez vinculan a esta red con el conjunto total de las posiciones del campo del poder al que estas escuelas habilitan el acceso. Si es cierto que lo real es relacional, entonces quien haya escrito ese libro probablemente no sepa nada de una institución acerca de la que cree saberlo todo, en tanto ella misma no es nada fuera de sus relaciones con la totalidad.

De allí los problemas de estrategia que no es posible evitar, y que aparecerán una y otra vez en nuestras discusiones acerca de proyectos de investigación. El primero de ellos puede plantearse de la siguiente manera: ¿es mejor llevar adelante un estudio extensivo de la totalidad de los elementos relevantes del objeto así construido o abocarse a un estudio intensivo de un fragmento limitado de ese conjunto teórico desprovisto de justificación teórica? Usualmente, la alternativa con mayor consenso, en nombre de una concepción ingenuamente positivista de precisión y «seriedad», es la segunda, la que consiste en «estudiar exhaustivamente un objeto muy preciso y bien delimitado», como les gusta decir a los directores de tesis. (Sería muy fácil demostrar el modo en que virtudes típicamente pequeñoburguesas como «prudencia», «seriedad», «honestidad», etc., sin duda muy apropiadas para administrar un pequeño negocio o conducirse en una posición burocrática intermedia, se transmutan aquí en «método científico»; como así también el modo en que una intrascendencia socialmente aprobada —un «estudio de comunidad» o un informe burocrático— puede acceder a la existencia científica reconocida como resultado de un clásico efecto de magia social).

En la práctica, veremos que la cuestión de las fronteras de un campo, en apariencia una cuestión positivista a la que podría darse una respuesta teórica (un agente o una institución pertenece a un campo en tanto produce y padece efectos en él), surge una y otra vez. Por ende, deberán enfrentar casi siempre esta alternativa entre el análisis intensivo del fragmento de un objeto prácticamente accesible o el análisis extensivo del verdadero objeto. La utilidad científica de conocer el espacio del que ustedes han aislado al objeto de estudio (una determinada escuela de élite, por ejemplo) y que deben intentar esbozar con cierta aproximación al menos, con datos secundarios siquiera a falta de mejor información, reside en que al saber qué están haciendo y en qué consiste la realidad de la que el fragmento ha sido abstraído, serán capaces de bosquejar las principales líneas de fuerza que estructuran el espacio cuyas coerciones pesan sobre el punto en consideración (de manera similar a la de aquellos arquitectos del siglo XIX que dibujaban maravillosos croquis al carboncillo de la totalidad del edificio donde estaba la parte que querían representar en detalle). De este modo, no correrán el riesgo de buscar (y «encontrar») en el fragmento estudiado mecanismos o principios que son en realidad externos a él, y que debe a sus relaciones con otros objetos.

Construir un objeto científico exige también que ustedes adopten una postura activa y sistemática frente a los «hechos». Romper con la pasividad empirista, que hace poco más que ratificar las preconstrucciones del sentido común, sin recaer en el discurso vacuo de la gran «teorización» requiere no que propongan construcciones teóricas tan grandes como vacías, sino que aborden un caso empírico muy concreto con el propósito de erigir un modelo (que no necesita adoptar una forma matemática o abstracta para ser riguroso). Deben relacionar los datos pertinentes de manera tal que funcionen como un programa autopropulsado de investigación capaz de generar preguntas sistemáticas pasibles de recibir respuestas sistemáticas, en suma, producir un sistema coherente de relaciones que pueda ser planteado como tal a los demás. El desafío es interrogar sistemáticamente el caso particular constituyéndolo como un «ejemplo particular de lo posible», según expresa Bachelard (1949), con el fin de extraer propiedades generales o invariantes que sólo puedan ser descubiertas por medio de esa interrogación. (Si tal intención falta con demasiada frecuencia en el trabajo de los historiadores, sin duda se debe a que la definición de su tarea inscripta en la definición social de su disciplina es menos ambiciosa, o pretenciosa, pero también menos exigente al respecto que aquella impuesta al sociólogo). 

El razonamiento analógico, basado en la intuición razonada de las homologías (fundada a su vez en el conocimiento de las leyes invariantes de los campos) es un poderoso instrumento de construcción del objeto. Es lo que permite a ustedes sumergirse completamente en la particularidad del caso entre manos sin ahogarse en él, como hace la idiografía empirista, y realizar la intención de generalización, que es la ciencia misma, no por medio de la aplicación artificial y caprichosa de construcciones conceptuales formales y vacías, sino a través de esta manera particular de pensar el caso particular que consiste en pensarlo realmente como tal. Este modo de pensar se cumple plena y lógicamente en y a través del método comparativo que les permite pensar relacionalmente un caso particular constituido como un «ejemplo particular de lo posible», basado en las homologías estructurales que existen entre diferentes campos (por ejemplo, del campo del poder académico al campo del poder religioso, por medio de la homología entre las relaciones profesor/intelectual, obispo/teólogo) o entre distintos estadios del mismo campo (el campo religioso en la Edad Media y hoy, por ejemplo). 

Si este seminario funciona como lo espero, ofrecerá una realización social práctica del método que propongo. En él ustedes escucharán a gente que está trabajando sobre objetos muy distintos y los someterán a un cuestionamiento constantemente guiado por los mismos principios, de manera que el modus operandi de lo que quiero transmitir se transmitirá en cierto sentido prácticamente, a través de su repetida aplicación a diversos casos, sin necesidad de una explicación teórica explícita. Al escuchar a otros, cada uno de ustedes pensará en su propia investigación, y la situación de comparación institucional así creada (como con la ética, este método sólo funciona si puede ser inscripto en los mecanismos del universo social) obligará a cada participante, simultáneamente y sin contradicción, a particularizar su objeto, a percibirlo como un caso particular (esto contra la más común de las falacias de la ciencia social, vale decir la universalización del caso particular), y a generalizarlo, a descubrir, a través de la aplicación de preguntas generales, las propiedades invariantes que oculta bajo la apariencia de su singularidad. (Uno de los efectos más directos de este modo de pensar es prohibir la clase de semigeneralización que lleva a uno a producir conceptos abstracto-concretos nacidos del contrabando, en el interior del universo científico, de palabras o actos indígenas no analizados.) Durante el tiempo en que fui un profesor más directivo, aconsejaba intensamente a los investigadores que estudiaran al menos dos objetos, por ejemplo, en el caso de los historiadores, que tomaran aparte de su objeto principal (un editor bajo el Segundo Imperio, digamos) su equivalente contemporáneo (una editorial parisina). El estudio del presente tiene cuanto menos la virtud de forzar al historiador a objetivar y controlar las prenociones que probablemente proyecte sobre el pasado, aunque sólo sea por el mero hecho de utilizar palabras del presente para nombrar prácticas del pasado, como ocurre con la palabra «artista», que a menudo nos hace olvidar que la noción actual es una invención por demás reciente (Bourdieu 1987d, 1987j, 1988d).

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