La soledad del ser | por Emmanuel Lévinas ~ Bloghemia La soledad del ser | por Emmanuel Lévinas

La soledad del ser | por Emmanuel Lévinas





“El yo, no es un ser que permanece siempre el mismo, sino el ser cuyo existir consiste en identificarse, en recobrar su identidad a través de todo lo que le acontece.”
 -Emmanuel Lévinas .
                                    


Entrevista realizada al filósofo y escritor lituano Emmanuel Lévinas, por Philippe Nemo, y publicada originalmente en su libro "Éthique et infini" (Etica e infinito) en el año 1991



Philippe Nemo.— Después de De l’Existence à l’Existant ha escrito Le Temps et l’Autre, volumen que reúne cuatro conferencias dadas en el Colegio de filosofía de Jean Wahl. ¿Qué circunstancias le llevaron a dar esas conferencias? 

Emmanuel Lévinas — Jean Wahl —a quien debo mucho— estaba al acecho de todo lo que tenía un sentido, incluso fuera de las formas tradicionalmente consagradas para su manifestación. Se interesaba de manera especial en la continuidad entre el arte y la filosofía. Pensaba él que era necesario, al margen de la Sorbona, dar la ocasión de hacerse oír a discursos no académicos. Así, había fundado para ello ese Colegio en el Barrio Latino. Era el lugar donde el inconformismo intelectual —incluido el que se creía tal— era tolerado y esperado. 

Ph. N.— Mientras muchas mentes, en 1948, se ocupaban del aspecto social de los problemas, tras esa gran conmoción que había sido la guerra y la Liberación, ¿usted seguía fiel a su proyecto metafísico? 

E. L.— Cierto, pero no olvide usted que era la época en que Jean-Paul Sartre y Maurice Merleau-Ponty dominaban el horizonte filosófico, en la que llegaba a Francia la fenomenología alemana, en la que Heidegger empezaba a ser conocido. No sólo se debatían problemas sociales; existía una suerte de abertura general y una curiosidad por todo. Por lo demás, no creo que la filosofía pura pudiera ser pura sin ir al «problema social». Le Temps et l’Autre es una investigación sobre la relación con el otro en la medida en que su elemento es el tiempo; como si el tiempo fuera la trascendencia, fuera, por excelencia, la abertura al otro y a lo Otro. Esa tesis sobre la trascendencia, pensada como diacronía, donde lo Mismo es no-in-diferente a lo Otro sin investirlo de ningún modo —ni siquiera por la coincidencia más formal con él en una simple simultaneidad—, donde la extrañeza del futuro no se describe de entrada en el interior de su referencia al presente en que tendría que devenir y donde estaría ya anticipado en una protensión, esa tesis (que me preocupa mucho hoy), hace treinta años sólo estaba entrevista. En Le Temps et l’Autre, estaba tratada a partir de una serie de evidencias más inmediatas, que preparaban algunos elementos del problema tal como ahora lo veo. 

Ph. N.— «El objetivo de esas conferencias —escribe usted en la primera página — es mostrar que el tiempo no es el hecho de un sujeto aislado y solo, sino que es la relación misma del sujeto con el otro». Es una manera extraña de empezar: puesto que es suponer que la soledad es en sí un problema. 

E. L.— La soledad era un tema «existencialista». La existencia era descrita, en la época, como la desesperanza de la soledad o como el aislamiento en la angustia. El libro representa una tentativa por salir de ese aislamiento del existir, como el libro precedente significaba una tentativa por salir del «hay». Existen en él dos etapas también. Primero examino una salida hacia el mundo, en el conocimiento. Mi esfuerzo consiste en mostrar que el saber es, en realidad, una inmanencia, y que no existe ruptura del aislamiento del ser en el saber; que, por otra parte, en la comunicación del saber, uno se halla al lado del otro, no confrontado a él, no en la derechura del frente-a-él. Pero estar en relación directa con el otro no es tematizar al otro y considerarlo de la misma manera que consideramos un objeto conocido, ni comunicarle un conocimiento. En realidad, el hecho de ser es lo más privado que hay; la existencia es lo único que no puedo comunicar; yo puedo contarla, pero no puedo dar parte de mi existencia. La soledad, pues, aparece aquí como el aislamiento que marca el acontecimiento mismo de ser. Lo social está más allá de la ontología. 

Ph. N.— Escribe usted: «Es una banalidad decir que jamás existimos en singular. Estamos rodeados de seres y de cosas con los que mantenemos relaciones. Por la vista, por el tacto, por la simpatía, por el trabajo en común, estamos con los otros. Todas esas relaciones son transitivas. Toco un objeto, veo al otro; pero yo no soy el otro». 

E. L.— Lo que aquí está formulado es la eventualidad de discutir ese con como posibilidad de salir de la soledad. ¿Representa «existir con» compartir de verdad la existencia? ¿Cómo realizar ese compartir? O todavía (puesto que la palabra «compartir» significaría que la existencia pertenecería al orden del tener): ¿Hay alguna participación en el ser que nos haga salir de la soledad? 

Ph. N.— ¿Podemos compartir lo que tenemos, no podemos compartir lo que somos? 

E. L.— Además, la relación fundamental del ser, en Heidegger, no es la relación con el otro, sino con la muerte, donde se denuncia todo lo que hay de inauténtico en la relación con el otro, pues uno muere solo. 

Ph. N.— Prosigue usted: «Soy totalmente solo; así, pues, el ser en mí, el hecho de que existo, mi existir, es lo que constituye el elemento absolutamente intransitivo, algo sin intencionalidad ni relación. Todo se puede intercambiar entre los seres, salvo el existir. En ese sentido, ser es aislarse por el existir. Soy mónada en tanto que soy. Por el existir es por lo que soy sin puertas ni ventanas, y no por un contenido cualquiera que en mí fuera incomunicable. Si es incomunicable es que está arraigado en mi ser, que es lo más privado en mí. De tal suerte que todo aumento de mi conocimiento, de mis medios de expresarme, se mantiene sin efecto sobre mi relación con el existir, relación interior por excelencia». 

E. L.— Hay que comprender, sin embargo, que la soledad en sí no es el tema primero de esas reflexiones. Es tan sólo una de las marcas del ser. No se trata de salir de la soledad, sino ante todo de salir del ser. 

Ph. N.— Así, pues, la primera solución es la salida de sí que la relación con el mundo constituye en el conocimiento y en lo que usted llama los «alimentos». 

E. L.— Entiendo por tal todos los alimentos terrestres: los gozos por los cuales el sujeto engaña su soledad. La misma expresión de «engañar su soledad» indica el carácter ilusorio y puramente aparente de esa salida de sí. Por lo que concierne al conocimiento: este es por encima una relación con lo que igualamos y englobamos, con aquello cuya alteridad suspendemos, con aquello que pasa a ser inmanente, porque es a mi medida y a mi escala. Pienso en Descartes, quien decía que el cogito puede darse el sol y el cielo; lo único que no puede él darse es la idea de lo Infinito. El conocimiento es siempre una adecuación entre el pensamiento y lo que este piensa. En el conocimiento hay, al fin y al cabo, una imposibilidad de salir de sí; por tanto, la socialidad no puede tener la misma estructura que el conocimiento. 

Ph. N.— Hay en ello algo paradójico. Para la conciencia ordinaria, por el contrario, el conocimiento es, casi por definición, lo que nos hace salir de nosotros. Mientras que usted sostiene que en el conocimiento, incluido el de los astros, de lo que está más lejos, permanecemos en el elemento de lo «mismo». 

E. L.— El conocimiento siempre ha sido interpretado como asimilación. Incluso los descubrimientos más sorprendentes acaban por ser absorbidos, comprendidos, con todo lo que hay de «prender» en el «comprender». El conocimiento más audaz y lejano no nos pone en comunión con lo verdaderamente otro; no reemplaza a la sociedad; es todavía y siempre una soledad. 

Ph. N.— Por lo que a esto atañe, habla usted del conocimiento como de una luz: lo iluminado es, por ello mismo, poseído. 

E. L.— O poseíble. Hasta las estrellas más lejanas. 

Ph. N.— En cambio, ¿la salida de la soledad va a ser una desposesión o un desprendimiento? 

E. L.— La socialidad será una forma de salir del ser de otra manera que por el conocimiento. La demostración no está llevada hasta el final en ese libro, pero el tiempo se me mostraba entonces como un ensanchamiento de la existencia. Ante todo, el libro hace ver en la relación con el otro unas estructuras que no se reducen a la intencionalidad. Pone en duda la idea husserliana de que la intencionalidad representa la espiritualidad misma del espíritu. Y el libro intenta comprender el papel del tiempo en esa relación: el tiempo no es una simple experiencia de la duración, sino un dinamismo que nos lleva, más que a las cosas que poseemos, a otra parte. Como si, en el seno del tiempo, hubiera un movimiento hacia más allá de lo que es igual que nosotros. El tiempo como relación con la alteridad inalcanzable y, así, interrupción del ritmo y de sus retornos. Los dos análisis principales que sostienen esa tesis en Le Temps et l’Autre conciernen, de una parte, a la relación erótica, relación —sin confusión— con la alteridad de lo femenino y, de otra parte, a la relación de paternidad que va de mí a otro que, en cierto sentido, es todavía yo y sin embargo absolutamente otro; temporalidad aproximada a la concreción y a la paradoja lógica de la fecundidad. Relaciones con la alteridad que contrastan con esas en las que lo Mismo domina o absorbe o engloba a lo Otro y cuyo modelo es el saber.

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