Los dolores del mundo | por Arthur Schopenhauer ~ Bloghemia Los dolores del mundo | por Arthur Schopenhauer

Los dolores del mundo | por Arthur Schopenhauer






" Si nuestra existencia no tiene por fin inmediato el dolor, puede afirmarse que no tiene ninguna razón de ser en el mundo. Porque es absurdo admitir que el dolor sin término que nace de la miseria inherente a la vida y que llena el mundo, no sea más que un puro accidente y no su misma finalidad. Cierto es que cada desdicha particular parece una excepción, pero la desdicha general es la regla." -Arthur Schopenhauer-
                                    




Ensayo del filósofo alemán Arthur Schopenhauer, catalogado por muchos, como el mejor texto para introducirse al pensamiento del autor. 

Por: Arthur Schopenhauer


Así como un arroyo corre sin remolino mientras no encuentra obstáculos ningunos, de igual modo, en la naturaleza humana, como en la naturaleza animal, la vida se desliza inconsciente y distraída cuando nada se opone a la voluntad. Si la atención está despierta, es que se han puesto trabas a la voluntad y se ha producido algún choque. Todo lo que se alza frente a nuestra voluntad, todo lo que atraviesa o se le resiste, es decir, todo lo que hay desagradable o doloroso, lo sentimos en seguida con suma claridad.

No advertimos la salud general de nuestro cuerpo, sino tan sólo el ligero sitio donde nos hace daño el calzado; no apreciamos el conjunto próspero de nuestros negocios, pues sólo nos preocupa alguna insignificante pequeñez que nos apesadumbra. Así, pues, el bienestar y la dicha son enteramente negativos; sólo el dolor es positivo. 

No conozco nada más absurdo que la mayoría de los sistemas metafísicos que explican el mal como algo negativo. Por el contrario, sólo el mal es positivo, puesto que se hace sentir… Todo bien, toda felicidad, toda satisfacción son cosas negativas, porque no hacen más que suprimir un deseo y terminar una pena. 

Añádase a esto que, en general, encontramos las alegrías muy por debajo de nuestra esperanza, al paso que los dolores la superan con mucho.

Si queréis en un abrir y cerrar de ojos ilustraros acerca de este asunto y saber si el placer puede más que la pena, o solamente si son iguales, comparad la impresión del animal que devora a otro con la impresión del que es devorado.

El consuelo más eficaz en toda desgracia, en todo sufrimiento, es volver los ojos hacia los que son más desventurados que nosotros. Este remedio está al alcance de cada uno. Pero ¿qué resulta de ello para el conjunto? 

Semejantes a los carneros que triscan en la pradera mientras el matarife hace su elección con la mirada en medio del rebaño, no sabemos en nuestros días felices que desastre nos prepara el destino precisamente en aquella hora: la enfermedad, persecución, ruina, mutilación, ceguera, locura, etc. 

Todo lo que apetecemos coger se nos resiste; todo tiene una voluntad hostil, que es preciso vencer. En la vida de los pueblos no nos muestra la historia sino guerras y sediciones: los años de paz sólo parecen cortas pausas, entreactos que surgen una vez por casualidad. Y asimismo, la vida del hombre es un perpetuo combate, no sólo contra males abstractos, la miseria o el hastío, sino contra los demás hombres. En todas partes se encuentra un adversario. La vida es una guerra sin tregua, y se muere con las armas en la mano.

Al tormento de la existencia viene a agregarse también la rapidez del tiempo, que nos apremia, que no nos deja tomar aliento, y se mantiene en pie detrás de cada uno de nosotros como un capataz de la chusma con el látigo. Sólo perdona a los que se han entregado al tedio.

No obstante, así como nuestro cuerpo estallaría si se le sustrajese de la presión de la atmósfera, así también si se quitase en la vida el peso de la miseria, de la pena, de los reveses y de los vanos esfuerzos, sería tan desmedido en el hombre el exceso de su arrogancia que le destrozaría, o por lo menos le impelería a la insensatez más desordenada y hasta a la locura furiosa.

En todo tiempo necesita cada cual cierta cantidad de cuidados, de dolores o de miseria, como necesita lastre el buque para tenerse a plomo y navegar derecho. 

Trabajo, tormento, pena y miseria; tal es durante la vida entera el lote de casi todos los hombres. Pero si todos los deseos se viesen colmados apenas se formulan, ¿con qué se llenaría la vida humana? ¿en qué se emplearía el tiempo? Poned a la humanidad en el país de Jauja, donde todo creciera por sí mismo, donde volasen asadas las alondras al alcance de las bocas, donde cada uno encontrara al momento a su amada y la consiguiese sin dificultad, y entonces se vería a los hombres morir de aburrimiento o ahorcarse; a otros reñir, degollarse, asesinarse y causarse mayores sufrimientos de los que ahora les impone la Naturaleza. Así, no puede convenir a los hombres ningún otro teatro, ninguna otra existencia…

En la primera juventud nos vemos colocados ante el destino que va a abrírsenos, como los niños delante del telón de un teatro, con la espera alegre e impaciente de las cosas que van a pasar en el escenario. 

Es una dicha que nada podamos saber de antemano. Para aquel que sabe lo que ha de pasar en realidad, los niños son inocentes condenados, no a muerte, sino a la vida, y que, sin embargo, no conocen aún el contenido de su sentencia. Pero no por eso desea menos cada cual una edad avanzada para sí, es decir, un estado que pudiera expresarse de este modo: «El día de hoy es malo, y cada día será más malo, hasta que llegue el peor».

Cuando se representa uno (en cuanto es posible hacerlo de una manera aproximada) la suma de miseria, de dolor y sufrimientos de todas clases que alumbra el sol en su carrera, se está conforme en que valiera mucho más que este astro no tuviese otro poder sobre la tierra que el de hacer surgir el fenómeno de vida que tiene en la luna. Sería preferible que la superficie de la tierra, como la de la luna, se encontrase ya en el estado de cristal cuajado y frío.

Puede también considerarse nuestra vida como un episodio que turba inútilmente la beatitud y el sosiego de la nada. Sea como fuere, todo hombre para quien apenas es soportable la existencia, a medida que avanza en edad, tiene una conciencia cada vez más clara de que la vida es en todas las cosas una gran mixtificación, por no decir engaño… 

Cualquiera que ha sobrevivido a dos o tres generaciones se encuentra, en idéntica situación de ánimo que un espectador sentado dentro de una barraca de titiriteros en la feria, cuando ve las mismas farsas repetidas dos o tres veces sin interrupción. Es que las cosas no estaban calculadas más que para una representación, y una vez desvanecidas la ilusión y la novedad, ya no producen ningún efecto. 

Hay para perderla cabeza observando la prodigalidad de las disposiciones tomadas; esas estrellas fijas que brillan innumerables en el espacio infinito y no tienen otra cosa que hacer sino iluminar mundos que sólo producen hastío en los casos más felices, al menos a juzgar por este mundo que conocemos. 

Nada hay verdaderamente digno de envidia, ¡y cuántos merecen lástima! La vida es una tarea que hay que ir realizando con trabajo, y en este sentido, la palabra defunctus es una magnífica expresión. Imaginad por un instante que el acto genésico no fuese una necesidad ni una voluptuosidad, sino un asunto de reflexión pura y de razón. ¿Podría subsistir aún la humanidad? ¿No hubiera tenido cada cual bastante lástima de la generación futura, para ahorrarle el peso de la existencia, o por lo menos no hubiera vacilado en imponérselo a sangre fría? 

El mundo es el infierno, y los hombres se dividen en almas atormentadas y diablos atormentadores. 

Me dirán una vez más que mi filosofía no tiene consuelo, y eso sencillamente porque digo la verdad, mientras que las gentes prefieren oír decir: «Dios nuestro señor ha hecho bien todo lo que ha hecho». Id a la iglesia, y dejad en paz a los filósofos. A lo menos, no exijáis que ajusten sus doctrinas a vuestro catecismo. Eso lo hacen los tunantes, los filosofastros. A éstos podéis pedirles de encargo doctrinas a vuestro antojo. Turbar el optimismo obligado de los profesores de filosofía es tan fácil como agradable.

Brahma produce el mundo por una especie de pecado o de extravío, y se queda él mismo en el mundo para expiar ese pecado hasta que esté redimido. ¡Muy bien! En el budismo, el mundo nace a consecuencia de un trastorno inexplicable, produciéndose después de un largo reposo en la claridad del cielo, en la serena beatitud llamada Nirvana, que se reconquistará con la penitencia. Es como una especie de fatalidad, que es preciso considerar en el fondo como en un sentido moral, aun cuando esta explicación tiene una analogía y una imagen exactamente correspondiente en la Naturaleza por la formación inexplicable del mundo primitivo, vasta nebulosa de donde saldrá un sol. Pero los mismos errores morales hacen el mundo físico gradualmente más malo, y cada vez peor, hasta que toma su triste forma actual. ¡Perfectamente!

Para los griegos, el mundo y los dioses eran obra de una necesidad insondable. Esta explicación es soportable en el sentido de que nos satisface provisionalmente. 

Ormuzd vive en guerra con Ahrimán: también esto puede admitirse. Pero un dios como ese Jehová, que por su capricho y con ánimo alegre produce este mundo de miseria y de lamentaciones, y que aun se felicita y aplaude por ello, ¡esto es demasiado! Consideremos, pues, desde este punto de vista a la religión de los judíos como la más inferior entre las doctrinas religiosas de los pueblos civilizados, lo cual concuerda perfectamente con el hecho de que también es la única que, en absoluto, no tiene ninguna huella de inmortalidad. 

Aun cuando la demostración de Leibnitz fuese verdadera, aun cuando se admitiese que entre los mundos posibles éste es siempre el mejor, aquella demostración no daría aún ninguna teodicea. Porque el Creador no sólo ha creado el mundo, sino también la posibilidad misma; por consiguiente, hubiera debido hacer posible un mundo mejor. 

La miseria que llena este mundo protesta a gritos contra la hipótesis de una obra perfecta debida a un ser infinitamente sabio, bueno y poderoso. Por otra parte, la imperfección evidente y hasta la caricatura burlesca del más acabado de los fenómenos de la creación, el hombre, es de una evidencia demasiado visible. Hay en esto una antinomia que no se puede resolver. Por el contrario, dolores y miserias son otras tantas pruebas en pro, cuando consideramos el mundo como obra de nuestra propia falta, y por consiguiente, como una cosa que no podría ser mejor. 

Al paso que en la primera hipótesis la miseria del mundo se trueca en una acusación amarga contra el Creador y da margen a sarcasmos, en el segundo caso aparece como una acusación contra nuestro ser y nuestra voluntad misma, muy propia para humillarnos. Nos conduce al pensamiento profundo de que hemos venido al mundo viciados ya como hijos de padres gastados por el libertinaje, y que si nuestra existencia es tan mísera y tiene la muerte por desenlace, es porque continuamente tenemos que expiar esta falta. 

De un modo general, nada hay más cierto: la abrumadora falta del mundo es lo que trae los grandes e innumerables sufrimientos del mundo, y entendemos esta relación en el sentido metafísico, y no en el físico y empírico. Por eso la historia del pecado original me reconcilia con el Antiguo Testamento; a mis ojos es la única verdad metafísica de todo el libro, aun cuando se presenta allí bajo el velo de la alegoría. Porque nuestra existencia a nada se parece tanto como a la consecuencia de una falta y de un deseo culpable.

Si queréis tener siempre a mano una brújula segura a fin de orientaros en la vida y considerarla sin cesar en su verdadero aspecto, habituaos a considerar este mundo como un lugar de penitencia, como una colonia penitenciaria. Así lo habían llamado ya los más antiguos filósofos y ciertos Padres de la Iglesia. La sabiduría de todos los tiempos, el brahmanismo, el budismo, Empédocles y Pitágoras, confirman esta manera de ver. Cicerón refiere que los antiguos sabios enseñaban en la iniciación en los misterios: nos ob aliqua seelera suscepta in vita superiore, pœnarum luendarum causa natos esse. Vanini expresa esta idea del modo más enérgico (Vanini, a quien se encontró más cómodo quemar que refutar) cuando dice: Tot, tantisque homo repletus miseriis, ut si christianœ religioni non repugnaret, dicere auderem: si dœmones dantur, ipsi, in hominum corpora transmigrantes, sceleris pœnas luunt. (De admirandis naturœ arcanis, diálogo L, pág. 353). Pero hasta en el puro cristianismo bien comprendido se considera nuestra existencia como efecto de una falta, de una caída. 

Si nos familiarizamos con esta idea, no se esperará de la vida sino lo que puede dar, y lejos de considerar como algo inesperado y contrario a las reglas sus contradicciones, sufrimientos, suplicios y miserias grandes y pequeñas, se hallarán muy en el orden, sabiendo, en efecto, que aquí abajo cada cual lleva la pena de su existencia y cada uno a su modo. 

Entre los males de un establecimiento penitenciario, no es el menor la sociedad que en él se encuentra. Sin que necesite y o decirlo, saben lo que vale la sociedad de los hombres los que merecerían otra mejor. Un alma grande, un genio, experimenta en el mundo los mismos sentimientos de un noble prisionero por razones de Estado que se viera en presidio con vulgares malhechores en torno suyo. A semejanza de éste, hay que aislarse. Pero en general, esta idea acerca del mundo nos hace capaces de ver sin sorpresa, y con mayor motivo sin indignación, lo que se llama imperfecciones, es decir, la mísera constitución intelectual y moral de la mayor parte de los hombres, miseria que hasta su misma fisonomía nos revela… 

El convencimiento de que el mundo, y por consiguiente, el hombre, son tales que no debieran existir, es de naturaleza a propósito para llenarnos de indulgencia unos para otros. ¿Qué puede esperarse, en efecto, de tal especie de seres? A veces paréceme que la manera conveniente de saludarse de hombre a hombre, en vez de decir señor, sir, etc., pudiera ser: «Compañero de sufrimientos o compañero de miserias». Por extraño que parezca esto, la expresión es justa y recuerda la necesidad de la tolerancia, de la paciencia, de la indulgencia, del amor al prójimo, sin el cual ninguno podría pasar, y del que, por consiguiente, cada uno es deudor de algo.

Al paso que la primera mitad de la vida no es más que una infatigable aspiración hacia la felicidad, la segunda mitad, por el contrario, está dominada por un doloroso sentimiento de temor, porque entonces se acaba por darse cuenta más o menos clara de que toda felicidad no es más que una quimera, y sólo el sufrimiento es real. Por eso los espíritus sensatos más que a los vivos goces aspiran a una ausencia de penas, a un estado invulnerable en cierto modo. En los años de mi juventud, un campanillazo en mi puerta me llenaba de júbilo, porque pensaba: «¡Bueno! Va a suceder alguna cosa». Más tarde, maduro por la vida, ese mismo ruido despertaba un sentimiento próximo al espanto, y decía para mis adentros: «¡Ay! ¿Qué sucederá?»

En la vejez extínguense las pasiones y los deseos unos tras otros. A medida que se nos hacen indiferentes los objetos de esas pasiones, embótase la sensibilidad, la fuerza de la imaginación se forma cada vez más débil, palidecen las imágenes, las impresiones no se adhieren ya, pasan sin dejar huellas, los días ruedan cada vez más rápidos, los acontecimientos pierden importancia y todo se decolora. El hombre, abrumado de días, se pasea tambaleándose o descansa en un rincón, no siendo ya más que una sombra, un fantasma de su ser pasado. Viene la muerte: ¿qué le queda aún por destruir? Un día la somnolencia se convierte en el último sueño.

Todo hombre que se ha despertado de los primeros ensueños de la juventud, que tiene en cuenta su propia experiencia y la de los demás, que ha estudiado la historia del pasado y la de su época, si es que indesarraigables preocupaciones no le trastornan la razón, concluirá por llegar a reconocer que este mundo de los hombres es el reino del azar y del error, los cuales lo dominan y gobiernan a su antojo sin piedad ninguna, ayudados por la locura y la malicia, que no cesan de blandir su látigo.

Por eso, lo mejor que hay entre los hombres no se abre paso sino a través de mil penalidades. Toda aspiración noble y cuerda difícilmente halla ocasión de manifestarse, de obrar, de dejarse oír, al paso que lo absurdo y lo falso en el dominio de las ideas, la chabacanería y la vulgaridad en las regiones del arte, la malicia y la astucia en la vida práctica, reinan sin mezcla y casi sin discontinuidad. No hay pensamiento ni obra excelentes que no sean una excepción, un caso previsto, extraño, inaudito; enteramente aislado, como un aerolito producido por otro orden de cosas del que nos rige. Por lo que atañe a cada uno en particular, la historia de una vida es siempre la historia de un sufrimiento, porque toda carrera recorrida no es más que una serie no interrumpida de reveses y desgracias, que cada cual se esfuerza en ocultar porque sabe que, lejos de inspirar a los demás simpatía o lástima, les colma por eso mismo de satisfacción. ¡Tanto les regocija representarse el fastidio del prójimo, del cual están libres por el momento! Es raro que un hombre al final de su vida, si es a la vez sincero y reflexivo, desee volver a comenzar el camino y no prefiera infinitamente más la nada absoluta.

Nada hay fijo en esta vida fugaz: ¡ni dolor infinito; ni alegría eterna; ni impresión permanente; ni entusiasmo duradero; ni resolución elevada que pueda persistir la vida entera! Todo se disuelve en el torrente de los años. Los minutos, los innumerables átomos de pequeñas cosas, fragmentos de cada una de nuestras acciones, con los gusanos roedores que devastan todo lo que hay grande y atrevido… Nada se toma en serio en la vida humana: el polvo no merece la pena.

Debemos considerar la vida cual un embuste continuo, lo mismo en las cosas pequeñas como en las grandes. ¿Ha prometido? No cumple nada, a menos que no sea para demostrar cuan poco apetecible era lo apetecido: tan pronto es la esperanza quien nos engaña como la cosa esperada. ¿Nos ha dado? No era más que para recogérnoslo. La magia de la lontananza nos muestra paraísos, que desaparecen como visiones en cuanto nos hemos dejado seducir. La felicidad está siempre en lo futuro o en lo pasado, y lo presente es cual una nubecilla obscura que el viento pasea sobre un llano alumbrado por el sol. Delante y detrás de ella todo es luminoso, sólo ella proyecta siempre una sombra.

El hombre no vive más que en el presente, que huye sin remisión hacia el pasado y se abisma en la muerte. Salvo las consecuencias que pueden refluir en lo presente, y que son obra de sus actos y de su voluntad, su vida de ayer está por completo muerta, extinta. Por eso debiera ser indiferente para su razón que ese pasado estuviese hecho de goces o de penas. El presente se escapa de su abrazo y se transforma sin cesar en pasado; el porvenir es por completo incierto y sin duración… Lo mismo que desde el punto de vista físico la marcha no es más que una caída siempre impedida, así también la vida del cuerpo no es más que una muerte siempre suspensa, una muerte aplazada, y la actividad de nuestro espíritu sólo es un tedio siempre combatido… A la postre es menester que triunfe la muerte, porque le pertenecemos por el hecho mismo de nuestro nacimiento, y no hace sino jugar con su presa antes de devorarla. Así es como seguimos el curso de nuestra vida con extraordinario interés, con mil cuidados y precauciones mil, todo el mayor tiempo posible, como se sopla una pompa de jabón, empeñándose en inflarla lo más que se pueda y durante el más largo tiempo, a pesar de la certidumbre de que ha de concluir por estallar.

La vida no se presenta en manera alguna como un regalo que debemos disfrutar, sino como un deber, una tarea, que tenemos que cumplir a fuerza de trabajo. De aquí, en las grandes y en las pequeñas cosas, una miseria general, una labor sin descanso, una competencia sin tregua, un combate sin término, una actividad impuesta con una extremada tensión de todas las fuerzas del cuerpo y del espíritu.

Millones de hombres reunidos en naciones concurren al bien público, obrando cada individuo en interés de su propio bien, pero millares de víctimas sucumben en pro de la salud común. Unas veces las preocupaciones insensatas, otras una política sutil, excitan a los pueblos a la guerra. Es preciso que el sudor y la sangre de la inmensa multitud corran en abundancia para llevar a feliz término los caprichos de algunos o expiar sus faltas. En tiempo de paz prosperan la industria y el comercio, las invenciones hacen maravillas, los buques surcan los mares, traen cosas de todos los rincones del mundo, y las olas se tragan millares de hombres. Todo está en movimiento: unos meditan, otros obran; es indescriptible el tumulto. Pero ¿cuál es el fin último de tantos esfuerzos? Mantener durante un breve espacio de tiempo seres efímeros y atormentados; mantenerlos, en el caso más favorable, en una miseria resistible y en una relativa ausencia de dolor, que es acechada al momento por el hastío. Después, la reproducción de esta raza y la continua renovación de su modo habitual de vivir.

Los esfuerzos sin tregua para desterrar el sufrimiento no dan más resultado que cambiar su figura. En su origen aparece bajo la forma del menester, de la necesidad, del cuidado por las cosas materiales de la vida. Si a fuerza de trabajo se logra expulsar el dolor bajo este aspecto, al punto se transforma y adquiere otras mil fisonomías, según las edades y las circunstancias, que son el instinto sexual, el amor apasionado, los celos, la envidia, el odio, la ambición, el miedo, la avaricia, la enfermedad, etcétera. Si no encuentra otro modo de entrar en nosotros, lo hace bajo el manto triste y gris del tedio y la saciedad, y entonces hay que forjar armas para combatirlo. Si se logra expulsarlo, no sin combate, vuelve a sus antiguas metamorfosis, y vuelta el baile a continuar…

Lo que ocupa a todos los vivos y los tiene sin aliento, es la necesidad de asegurar la existencia. Una vez hecho esto, ya no se sabe qué hacer. Por eso, el segundo esfuerzo de los hombres es aligerar la carga de la vida, hacerla insensible, matar el tiempo; es decir, huir del hastío. Una vez libertados de toda miseria material y moral, una vez que han soltado de la espalda cualquiera otra carga, los vemos convertirse ellos mismos en su propia carga y considerar como una ganancia toda hora que consiguen pasar, aun cuando en el fondo esa hora se reste de una existencia que con tanto celo se esfuerzan en prolongar. El hastío no es un mal despreciable; ¡qué desesperación concluye por pintar en el rostro! Él es quien hace que los hombres, que se aman tan poco entre sí, se busquen sin embargo unos a otros tan locamente: es la fuente del instinto social. El Estado lo considera como una calamidad pública, y por prudencia toma medidas para combatirlo. Este azote, lo mismo que el hambre, que es su extremo opuesto, pueden impeler a los hombres a todos los desbordamientos; el pueblo necesita panem et circenses. El rudo sistema penitenciario de Filadelfia, fundado en la soledad y la inacción, hace del tedio un instrumento de suplicio tan terrible, que para librarse de él más de un condenado ha recurrido al suicidio. Si la miseria es el aguijón perpetuo para el pueblo, el hastío lo es para las personas acomodadas. En la vida civil, el domingo representa el aburrimiento y los seis días de la semana la miseria.

La vida del hombre oscila como un péndulo entre el dolor y el hastío. Tales son, en realidad, sus dos últimos elementos. Los hombres han expresado esto de una manera muy extraña. Después de haber hecho del infierno la morada de todos los tormentos y de todos los sufrimientos, ¿qué ha quedado para el cielo? El aburrimiento precisamente.

El hombre es el más desnudo de todos los seres. No es nada más que voluntad, deseos encarnados, un compuesto de mil necesidades. Y he ahí que vive sobre la tierra, abandonado a sí mismo, inseguro de todo, excepto de su miseria y de la necesidad que le oprime. A través de las imperiosas exigencias renovadas a diario, los cuidados de la existencia llenan la vida humana. Al mismo tiempo le atormenta un segundo instinto, el de perpetuar su raza. Amenazado por todas partes por los peligros más diversos, no basta para librarse de ellos una prudencia siempre despierta. Con paso inquieto, echando en torno suyo miradas de angustia, sigue su camino, en lucha con el azar y con enemigos sin número. Así iba a través de las soledades salvajes; así va ahora en plena vida civilizada. No hay para él seguridad ninguna.

La vida es un mar lleno de escollos y remolinos, que el hombre sólo evita a fuerza de prudencia y de cuidados, por más que sabe que si consigue librarse de ellos con su habilidad y sus esfuerzos, a medida que avanza, no puede, sin embargo, retardar el grande, el total, el inevitable, el irremediable naufragio, la muerte, que parece correr delante de él. Ese es el fin supremo de esta laboriosa navegación, peor para el hombre infinitamente que todos los escollos de que se ha librado. 

Sentimos el dolor, pero no la ausencia de dolor; sentimos el cuidado, pero no la falta de cuidados; el temor, pero no la seguridad. Sentimos el deseo y el anhelo, como sentimos el hambre y la sed: pero apenas se ven colmados, todo se acabó, como una vez que se traga el bocado cesa de existir para nuestra sensación. Todo el tiempo que poseemos estos tres grandes bienes de la vida, que son salud, juventud y libertad, no tenemos conciencia de ellos. No los apreciamos sino después de haberlos perdido, porque también son bienes negativos. No nos percatamos de los días felices de nuestra vida pasada hasta que los han sustituido días de dolor… A medida que crecen nuestros goces, nos hacemos más insensibles a ellos: el hábito ya no es placer. Por eso mismo crece nuestra facultad de sufrir: todo hábito suprimido causa una sensación penosa. Las horas transcurren tanto más veloces cuanto más agradables son; tanto más lentas cuanto más tristes, porque no es el goce lo positivo, sino el dolor, y por eso se deja sentir la presencia de éste. El aburrimiento nos da la noción del tiempo y la distracción nos la quita. Esto prueba que nuestra existencia es tanto más feliz cuanto menos lo sentimos, de donde se deduce que mejor valdría verse libre de ella. No podría imaginarse en absoluto un gran regocijo interno si no viniese tras una gran miseria, porque nadie puede alcanzar un estado de júbilo sereno y duradero; a lo sumo se llega a distraerse, a satisfacer la vanidad propia. Por eso los poetas se ven obligados a colocar a sus héroes en situaciones llenas de ansiedades y tormentos, a fin de poderles librar de ellos de nuevo. Drama y poesía épica no nos muestran sino hombres que luchan, que sufren mil suplicios, y cada novela nos da en espectáculo los espasmos y las convulsiones del corazón humano. Voltaire, el feliz Voltaire, a pesar de lo favorecido que fue por la Naturaleza, piensa como yo cuando dice: «La felicidad no es más que un sueño; sólo el dolor es real». Y añade: «Hace ochenta años que lo experimento. No sé hacer otra cosa más que resignarme y decir en mi interior que las moscas han nacido para ser devoradas por las arañas y los hombres para ser devorados por los pesares».

La vida de cada hombre, vista de lejos y desde arriba, en su conjunto y en sus rasgos más salientes, nos presenta siempre un espectáculo trágico; pero si se recorre en detalle, tiene el carácter de una comedia. El modo de vivir, el tormento del día, el incesante arrumaco del momento, los deseos y los temores de la semana, las desgracias de cada hora, bajo el azar que trata siempre de chasquearnos, son otras tantas escenas de comedia. Pero los anhelos siempre burlados, los vanos esfuerzos, las esperanzas que pisotea la suerte implacable, los funestos errores de la vida entera, con los sufrimientos que se acumulan y la muerte en el último acto: he aquí la eterna tragedia. Parece que el destino ha querido añadir la burla a la desesperación de nuestra existencia, cuando ha llenado nuestra vida con todos los infortunios de la tragedia, sin que ni aun siquiera podamos sostener la dignidad de los personajes trágicos. Lejos de esto, en el amplio detalle de la vida representamos inevitablemente el ruin papel de bufones.

Es en verdad increíble cuan insignificante y desprovista de interés, viéndola desde afuera, y cuan sorda y obscura, sentida en los adentros, transcurre la vida de la mayor parte de los hombres. No es más que un conjunto de tormentos, de aspiraciones impotentes, la marcha vacilante de un hombre que sueña a través de las cuatro edades de la vida hasta la muerte, con un cortejo de ideas triviales. Los hombres se parecen a esos relojes a los cuales se les ha dado cuerda y andan sin saber por qué. Cada vez que se engendra un hombre y se le hace venir al mundo, se da cuerda de nuevo al reloj de la vida humana, para que repita una vez más su rancio sonsonete gastado de eterna caja de música, frase por frase, tiempo por tiempo, con variaciones apenas perceptibles.

Cada individuo, cada faz humana, cada vida, no es sino un ensueño más, un efímero ensueño del espíritu infinito de la Naturaleza, de la voluntad de vivir persistente y obstinada. No es sino una imagen fugitiva más, que dibuja al desgaire en su infinita página del espacio y del tiempo, que deja subsistir algunos instantes de una brevedad vertiginosa, y borra en seguida para dejar sitio a otras. Sin embargo (y esto es el aspecto de la vida que más da que pensar y meditar), es preciso que la voluntad de vivir, violenta e impetuosa, pague cada una de esas imágenes fugaces, cada uno de esos vanos caprichos, al precio de profundos dolores sin cuento y de una amarga muerte, largo tiempo temida y que llega al fin. He aquí por qué nos deja de pronto graves el aspecto de un cadáver. 

¿Dónde hubiera ido Dante a buscar el modelo y el asunto de su Infierno sino en nuestro mundo real? Por eso nos ha pintado un gran infierno de verdad. Por el contrario, cuando trató de describir el cielo y sus goces, tropezaba con una dificultad insuperable, precisamente porque nuestro mudo no ofrece nada análogo. En lugar de los goces del Paraíso, viose reducido a notificarnos las instrucciones que allí le dieron sus antepasados, su Beatriz y diversos santos. Por donde se ve con harta claridad qué clase de mundo es el nuestro.

El infierno del mundo supera al Infierno del Dante en que cada cual es diablo para su prójimo. Hay también un archidiablo, superior a todos los demás, y es el conquistador que pone centenares de miles de hombres unos frente a otros, y les grita: «Sufrid: morir es vuestro destino; así, pues, ¡fusilaos, cañoneaos los unos a los otros!». Y lo hacen. 

Si se pusiesen delante de los ojos de cada hombre los dolores y los tormentos espantosos a los cuales está continuamente expuesta su vida, ante esta vista quedaría yerto de espanto. Y si se condujese al optimista más entusiasta a través de los hospitales, lazaretos, cámaras de tormento quirúrgico, prisiones y lugares de suplicio; de las ergástulas de esclavos, de los campos de batalla o de los tribunales de justicia; si se le abriesen todas las obscuras guaridas donde se oculta la miseria huyendo de las miradas de una curiosidad fría, y en fin, si se le dejase mirar dentro de la torre del hambriento Ugolino, entonces de seguro que acabaría por reconocer de que clase es este mundo al que llaman el mejor de los mundos posibles.

Este mundo es campo de matanza donde seres ansiosos y atormentados no pueden subsistir más que devorándose los unos a los otros. Donde todo animal de rapiña es tumba viva de otros mil, y no sostiene su vida sino a expensas de una larga serie de martirios; donde la capacidad de sufrir crece en proporción de la inteligencia, y alcanza, por consiguiente, en el hombre su grado más alto. Este mundo lo han querido ajustar los optimistas a su sistema y demostrárnoslo a priori como el mejor de los mundos posibles. El absurdo es lastimoso. Me dicen que abra los ojos y contemple las bellezas del mundo que el sol alumbra; que admire sus montañas, sus valles, sus torrentes, sus plantas, sus animales, y no sé cuántas cosas más. Pero entonces, ¿el mundo no es más que una linterna mágica? Ciertamente, el espectáculo es espléndido a la vista, pero en cuanto a representar allí algún papel, eso es otra cosa. Después del optimista viene el hombre de las causas finales. Éste me pondera el sabio ordenamiento que prohíbe a los planetas chocar de frente en su carrera; que impide a la tierra y al mar contundirse formando una inmensa papilla, los tiene claramente separados; que hace que todo no se cuaje en un hielo eterno o se consuma por el calor, el cual, gracias a la inclinación de la eclíptica, no permite que sea eterna la primavera, etc… Pero estas no son más que simples conditiones sine quibus non. Porque si existe un mundo, y han de durar sus planetas, aunque sólo sea un tiempo igual al que el rayo luminoso de una remota estrella fija emplea en llegar hasta ellos, y si no desaparecen como el hijo de Lessing inmediatamente después de nacer, era preciso que las cosas no estuviesen tan torpemente armadas que amenazasen perecer desde el primer momento.

Lleguemos ahora a los resultados de esta obra tan ponderada y consideremos los actores que se mueven en este escenario de tan sólida tramoya. Vemos aparecer el dolor al mismo tiempo que la sensibilidad, y crecer a medida que ésta se hace inteligente. Vemos el deseo y el sufrimiento andar al mismo paso, desarrollarse sin límites, hasta que al cabo la vida humana no ofrece más que un argumento de tragedias o de comedias. Desde entonces, si se es sincero, se estará poco dispuesto a entonar el aleluya de los optimistas. 

Si un Dios ha hecho ese mundo, yo no quisiera ser ese Dios. La miseria del mundo me desgarraría el corazón.

Si nos imaginamos la existencia de un demonio creador, hay derecho a gritarle, enseñándole su creación: «¿Cómo te has atrevido a interrumpir el sacro reposo de la nada, para hacer surgir tal masa de desdichas y de angustias?» 

Si se considera la vida bajo el aspecto de su valor objetivo, es dudoso que sea preferible a la nada. Hasta diré que si se pudieran dejar oír la experiencia y la reflexión, alzarían su voz en favor de la nada. Si se golpease en las losas de los sepulcros para preguntar a los muertos si quieren resucitar, moverían la cabeza negativamente. Tal es también la opinión de Sócrates en la apología de Platón. Y hasta el simpático y alegre Voltaire no puede menos de decir: «Gusta la vida, pero la nada no deja de tener algo bueno», y añade: «No sé qué es la vida eterna, pero esta vida es una broma pesada».

Querer es esencialmente sufrir, y como vivir es querer, toda vida es por esencia dolor. Cuanto más elevado es el ser, más sufre… La vida del hombre no es más que una lucha por la existencia, con la certidumbre de resultar vencido… La vida es una cacería incesante, donde los seres, unas veces cazadores y otras cazados, se disputan las piltrafas de una horrible presa. Es una historia natural del dolor, que se resume así: querer sin motivo, sufrir siempre, luchar de continuo y después morir… Y así sucesivamente por los siglos de los siglos, hasta que nuestro planeta se haga trizas.


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