La enajenación, enfermedad del hombre actual | por Erich Fromm ~ Bloghemia La enajenación, enfermedad del hombre actual | por Erich Fromm

La enajenación, enfermedad del hombre actual | por Erich Fromm






Imagen: Steve Cutts 

Por:  Erich Fromm

La abstracción y la enajenación de las cosas

Llegamos al que es hoy el problema esencial de la salud mental. En mi opinión, este problema es el de la propia enajenación, o enajenación de nosotros mismos, de nuestros sentimientos, de las personas y de la naturaleza o, por decirlo de otro modo, el problema de la enajenación entre nosotros mismos y nuestro mundo interior y exterior. 

Explicaré qué se quiere decir con esta palabra, «enajenación». Literalmente significa, desde luego, que no somos ajenos, que somos unos extraños para nosotros mismos, o que el mundo exterior nos es ajeno. Pero seguimos hablando de palabras y, para explicarnos un poco más, tendré que hablar de una característica esencial de la sociedad moderna y de nuestra economía actual, que es el papel del mercado. 

Me preguntarán qué tiene que ver el mercado con la psicología, y les diré desde el principio: yo creo que, en gran medida, el hombre está influido en toda sociedad por las condiciones económicas y sociales en que vive. Éste fue, en mi opinión, uno de los grandes descubrimientos de Karl Marx. Pudo exagerar dogmáticamente esta teoría y subestimar muchos factores humanos, muchos factores que no pertenecen al reino de la economía, pero creo que la suya es una de las contribuciones más importantes a la comprensión de la sociedad. 

(Por eso, me parece bastante necio permitir a los estalinistas afirmar que siguen la teoría de Marx, cuando ello es tan cierto como la pretensión de la Inquisición de que hablaba en nombre de Cristo. No sólo me parece necio porque no sea cierto, sino porque lleva a desconocer uno de los valores sociológicos más grandes, y también porque, si uno creé, como yo, que el régimen estalinista es uno de los más crueles e inhumanos que hayan existido nunca, al apoyar su pretensión de ser los verdaderos seguidores de Marx, sencillamente los estamos apoyando a ellos, no lo contrario, que es procurar aclarar esta teoría. Lo digo porque, viviendo en México desdé hace dos años y medio, tengo la impresión de que en Estados Unidos la palabra «marxismo» quema en los labios, lo que no creo que sea bueno ni para la democracia estadounidense ni para-el pensamiento científico.) 

Hablo de la economía centrada en el mercado. Ahora bien, incluso la mayoría de las sociedades relativamente primitivas se sirven del mercado. Tienen un mercado como el de las pequeñas ciudades de hace muchas generaciones, como el que sigue habiendo en México y en países menos desarrollados, adonde va la gente a vender sus mercancías a los clientes de los alrededores, sabiendo muy bien quiénes acudirán. Disfrutan con el encuentro y la conversación. No se trata sólo del negocio, sino de placer y entretenimiento. Pero, pensando en esta forma más primitiva del mercado, veremos que en él ocurre una cosa muy concreta: se llevan mercancías producidas para un fin detérminado. El vendedor sabe poco más o menos quién acudirá a comprar. Se trata de una situación muy concreta de intercambio. 

Nuestra economía moderna está regulada por el mercado en un sentido totalmente distinto. No se rige por un mercado adonde uno va a vender sentado sus mercancías, sino por lo que podríamos llamar un «mercado nacional de bienes», en el cual los precios están determinados, y la producción está determinada, por la correspondiente demanda. Éste es el factor regulador de la economía moderna. Los precios no están determinados por ningún grupo económico que imponga la cantidad a pagar, lo que sí puede ocurrir excepcionalmente en situaciones de guerra y otras. Los precios y las existencias están determinados por el funcionamiento del mercado, que tiende constantemente a nivelarse y equilibrarse hasta cierto punto. 

Pues bien, ¿qué significado psicológico tiene todo ello? Lo que ocurre en el mercado es que, en él, todas las cosas se presentan como mercancías. ¿Qué diferencia hay entre una cosa y una mercancía? Este vaso es una cosa que ahora me sirve para contener agua. Para mí, es muy útil. No tiene una particular belleza, pero es lo que es. En cambio, como mercancía, es algo que puedo comprar, que tiene cierto precio, y no la entiendo sólo como cosa, como algo que tiene cierto valor de uso, según lo llaman, sino como una mercancía que tiene cierto valor de cambio. En el mercado se presenta como una mercancía, y tiene tal función en el sentido de que puedo llamarla una cosa de 55 o de 25 centavos. O sea, que puedo hablar de esta cosa como de dinero, o como de una abstracción. 

Lo cual nos lleva un paso más allá. Veamos, por ejemplo, una cosa muy simple y bastante paradójica. Pueden decir que un cuadro de Rembrandt, o más bien el valor de un cuadro de Rembrandt, es el quíntuple del valor de un Cadillac. Es una afirmación muy sensata, porque compara el cuadro de Rembrandt y el Cadillac en abstracto, o sea, según su precio en dinero. Pero es una afirmación bastante absurda, porque un cuadro de Rembrandt, hablando concretamente, no tiene nada que ver en absoluto con un Cadillac. Hay una forma de comparar, de componer una frase que ponga ambas cosas en cierto tipo de relación, reduciéndolas a la forma abstracta del dinero. Entonces, podemos compararlas en el sentido de esta relación particular, por la cual puedo decir que el valor de una cosa es el quíntuple del valor de otra. De hecho, pensando en nuestra actitud ante las cosas, creo que si la analizamos un poco descubriremos que nos relacionamos en gran parte con las cosas no en cuanto a cosas concretas, sino como mercancías. Incluso empezamos percibiéndolas ya en su valor abstracto en dinero, en su valor de cambio. Por ejemplo, no vemos este vaso como una cosa no muy bonita, aunque útil, sino como una cosa barata, como una cosa de veinticinco o de cincuenta centavos. 

Veamos también la información periodística, o semejante, que nos dice: «Se ha concluido ya el puente de cinco millones de dólares», o «Se ha terminado de construir el hotel de diez millones de dólares». Ya tenemos el concepto de la cosa, no según su valor de uso, no según su belleza, la que tenga, no según cualquier otra cualidad concreta que posea, sino de acuerdo con el sentido abstracto de tener tal precio por su valor de cambio y poderse comparar, por tanto, con cualquier otra cosa, a condición de referirnos a esta abstracción, a su valor de cambio. 

¿Qué significa esto? Significa que en nuestro sistema hay en marcha un proceso de abstracción, un proceso que no deja las cosas en su concreción. Por nuestra forma de producir, por la forma de funcionar nuestra economía, estamos acostumbrados a experimentar las cosas, en primer lugar, en abstracto, no en concreto. Nos relacionamos con ellas por su valor de cambio, no por su valor de uso. 

Veamos otros ejemplos de hasta dónde podemos llegar. Hace poco se leía en el New York Times: «B. Se. + Ph. D. = $ 40.000». Quedé desconcertado, pero al seguir leyendo me enteré de que si un estudiante consigue el doctorado en filosofía sus ingresos medios serán de cuarenta mil dólares más que si se queda con una licenciatura en ciencias. El New York Times es un periódico muy serio y, ciertamente, no gasta bromas con sus titulares. Creo que ha sido precisamente por casualidad, por la forma tan peculiar en que hoy se perciben las cosas, que la licenciatura en ciencias y el doctorado en filosofía se convierten en mercancías que pueden medirse y reducirse a la fórmula de una ecuación. Y leí otra información en el Newsweek según la cual el gobierno Eisenhovver cree tener tan gran capital de confianza que puede permitirse el lujo de perder un poco tomando unas cuantas medidas impopulares durante unas semanas o más. 

Bueno, pues me parece muy bien, pero no me refiero a la cuestión política, sino a la forma de pensar: entender la confianza como un capital que uno puede permitirse el lujo de perder, suponiendo que tenga bastante. Es lo mismo que en el caso del «B. Se. + Ph. D. = $ 40.000». La cuestión de la confianza, de la relación entre un partido o gobierno y el pueblo, se expresa en la fórmula abstracta de algo mensurable, que puede cuantificarse, que ya no es nada concreto, sino algo abstracto, que puede relacionarse en forma cuantitativa con cualquier otra cosa de este mundo; en una abstracciómpor la que más o menos se pierden todas las cualidades concretas y por la que todo asume la misma cualidad cuantificable de poderse expresar en la forma abstracta de dinero, o en cualquier otra forma de abstracción, como la que citaré ahora mismo. 

¿Cuál es la mayor distancia del mundo? Bien, digamos que, poco más o menos, es la que hay entre Nueva York y Bombay. Yo no sé cuántos kilómetros son en realidad, pero sí sé que son tres días y medio de viaje, y creo que es una distancia de un valor de ochocientos o mil dólares. En efecto, me parece la forma más realista de expresar una distancia, el tiempo que se necesita para salvarla. Y la mayor distancia se ha reducido tanto en el tiempo que no hay dos lugares del mundo separados por más de tres días y medio. Entonces, la única cuestión real es el precio en dinero de esa distancia: y la mayor distancia es de mil dólares. Claro que si queremos regresar, se tratará de una distancia de dos mil dólares. Pues bien, quiero decir que ésta es otra forma, otro terreno en el que pensamos en abstracto, en el que podemos expresar incluso el tiempo y el espacio en dinero y, de hecho, no es tan absurdo. En cierto sentido, es útil. Pero sigue siendo un ejemplo de la falta de concreción en nuestra vida y de nuestra tendencia a ver las cosas abstraídas de sus cualidades concretas.

La enajenación en la consideración de las personas 

Lo mismo ocurre en la consideración de nosotros mismos y de los demás. Así, leemos una noticia en el New York Times, por ejemplo, una necrológica, que dice: «Muere un fabricante de calzado», o «Muere un ingeniero de ferrocarriles». ¿Quién ha muerto? Un fabricante de calzado. El que ha muerto es un hombre, o una mujer, pero si definimos incluso a un fallecido como «fabricante de calzado», estamos haciendo lo mismo, por ejemplo, que al decir que esto es una cosa de cincuenta centavos. Estamos olvidando y desconociendo lo concreto de esa persona, con todas sus particularidades, y también que era, como cualquier otra persona, perfectamente singular. Desconocemos todas sus cualidades concretas y hacemos abstracción de ellas. Lo llamamos «fabricante de calzado», como si eso lo definiese todo, lo que equivale a definir una cosa por su valor de cambio, por su precio. 

Desde luego, sería más razonable decir que Mr. Jones es un fabricante de calzado si estamos informando de una reunión anual de ese gremio en Atlantic City, porque eso al menos sería dar una explicación concreta de qué está haciendo allí. Está allí para discutir de asuntos profesionales sobre la fabricación de calzado. Pero imaginen que, para hablar de la muerte de una persona, uno de los acontecimientos más importantes de nuestra existencia, además del nacimiento, decimos que el sujeto de este acontecimiento es un «fabricante de calzado»: tenemos entonces el cuadro de una abstracción casi total de lo concreto, de las personas. 

Relacionado con éste, hay otro terreno enteramente distinto en el que también se hace abstracción de las personas. He hablado de él en mi libro Ética y psicoanálisis, en el epígrafe «La orientación mercantil» (E. Fromm, 1947, GA II, págs. 47-56) por lo que ahora resumiré sólo lo esencial. Se .trata de que el hombre no sólo vende su fuerza física, su capacidad o su cerebro, cuando se emplea en éste u otro trabajo, sino que en nuestra cultura vende también su personalidad. Es decir, tiene que ser agradable, debe proceder de un medio familiar adecuado y, en lo posible, debe tener hijos para hacerse respetable. Incluso su mujer tiene que ser agradable y debe ajustarse, en general, a cierto modelo. El marido tiene que ser simpático, y tanto más simpático cuanto más quiera ascender. No se siente uno como tal individuo concreto que come, y bebe, y duerme, y ama, y odia, no se siente como un hombre singular y concreto, sino como una mercancía, como una cosa que debe —y lo digo intencionadamente—, que debe venderse bien en el mercado, que debe cultivar las cualidades que se cotizan en el mercado. Si lo cotizan, cree que tiene éxito y, si no lo cotizan, se siente fracasado. 

En efecto, el individuo actual (si es que podemos llamarlo individuo) hace depender enteramente su propia estimación del hecho de poder venderse o no, de si existe o no demanda de su persona. Por este motivo, su sentido de la identidad, su confianza en sí mismo, no dependen de una apreciación de sus verdaderas cualidades concretas, de su inteligencia, sinceridad, integridad, humor, cualesquiera que sean, sino de que su sentimiento de seguridad y de su propia valía dependen del hecho de tener éxito de ventas. Así, naturalmente, siempre está inseguro, siempre persigue el éxito y, cuando el éxito no está a la vista, se vuelve frenéticamente inseguro. 

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Texto de Erich  Fromm, publicado por primera vez en su libro "La patología de la normalidad". 


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