La absurda Libertad | por Albert Camus ~ Bloghemia La absurda Libertad | por Albert Camus

La absurda Libertad | por Albert Camus





Fotografía: por Loomis Dean 

Texto del filosofo y premio nobel de literatura, Albert Camus, publicado por primera vez en su libro "Los mitos Sisifo".  

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Por: Albert Camus 

Lo principal está ya hecho. Tengo algunas evidencias de las que no puedo apartarme. Lo que sé, lo que es seguro, lo que no puedo negar, lo que no puedo rechazar, eso es lo que cuenta. Puedo negar todo de esta parte de mí mismo que vive de nostalgias inciertas, salvo ese deseo de unidad, esa apetencia de solución, esa exigencia de claridad y cohesión. Puedo refutar todo en este mundo que me rodea, me hiere o me transporta, salvo ese caos, ese azar rey y esa divina equivalencia que nace de la anarquía. No sé si este mundo tiene un sentido que lo supera, pero sé que no conozco ese sentido y que por el momento me es imposible conocerlo. ¿Qué significa para mí un significado fuera de mi condición? 


No puedo comprender sino en términos humanos. Lo que toco, lo que me resiste, eso es lo que comprendo. Y sé también que no puedo conciliar estas dos certidumbres: mi apetencia de absoluto y de unidad y la irreductibilidad de este mundo a un principio racional y razonable. ¿Qué otra verdad puedo reconocer sin mentir, sin hacer que intervenga una esperanza que no tengo y que no significa nada dentro de los límites de mi condición? Si yo fuese un árbol entre los árboles, un gato entre los animales, esta vida tendría un sentido o, más bien, este problema no lo tendría, pues yo formaría parte de este mundo. Yo sería este mundo, al que me opongo ahora con toda mi conciencia y con toda mi exigencia de familiaridad. Esta razón tan irrisoria es la que me opone a toda la creación. No puedo negarla de un plumazo. Por lo tanto, debo mantener lo que creo cierto. Debo sostener lo que me parece tan evidente, inclusive contra mí mismo. ¿Y qué es lo que constituye el fondo de este conflicto, de esta fractura entre el mundo y mi espíritu, sino la conciencia que tengo de él? Por lo tanto, si quiero mantenerlo, es mediante una conciencia perpetua, constantemente renovada, constantemente tensa. Esto es lo que debo retener por el momento. En este momento lo absurdo, a la vez tan evidente y tan difícil de conquistar, entra en la vida de un hombre y encuentra su patria. También en este momento el espíritu puede abandonar la vía árida y reseca del esfuerzo lúcido. Ahora desemboca en la vida cotidiana. Vuelve a encontrar el mundo del "se" anónimo, pero el hombre entra en él en adelante con su rebelión y su clarividencia. Ha desaprendido a esperar. Este infierno del presente es por fin su reino. Todos los problemas recuperan su filo. La evidencia abstracta se retira ante el lirismo de las formas y los colores. Los conflictos espirituales se encarnan y vuelven a encontrar el refugio miserable y magnífico del corazón del hombre. Ninguno está resuelto, pero todos se han transfigurado. ¿Se va a morir, a escapar mediante el salto, a reconstruir una casa de ideas y formas a la medida propia? ¿Se va, por el contrario, a mantener la apuesta desgarradora y maravillosa de lo absurdo? Hagamos a este respecto un último esfuerzo y saquemos todas nuestras consecuencias. El cuerpo, la ternura, la creación, la acción, la nobleza humana, volverán entonces a ocupar su lugar en este mundo insensato. El hombre volverá a encontrar en él finalmente el vino de lo absurdo y el pan de la indiferencia con que se nutre su grandeza. 

Insistimos todavía en el método: se trata de obstinarse. En cierto punto de su camino, el hombre absurdo es solicitado. La historia no carece de religiones ni de profetas, inclusive sin dioses. Se le pide que salte. Todo lo que puede responder es que no comprende bien, que eso no es evidente. No quiere hacer, precisamente, sino lo que comprende bien. Le aseguran que eso es pecado de orgullo, pero no entiende la noción de pecado; que quizás el infierno está al final, pero no tiene bastante imaginación para representarse ese extraño porvenir; que pierde la vida inmortal, pero eso le parece fútil. Quisieran hacerle reconocer su culpabilidad. El se siente inocente. Para decir la verdad, sólo siente eso, su inocencia irreparable. Ella es la que le permite todo. Así, lo que se exige a sí mismo es vivir solamente con lo que sabe, arreglárselas con lo que es y no hacer que intervenga nada que no sea cierto. Le responden que nada lo es. Pero eso, por lo menos, es una certidumbre. Con ella es con la que tiene que ver: quiere saber si es posible vivir sin apelación. 

Ahora puedo abordar la noción de suicidio. Se ha advertido ya qué solución es posible darle. En este punto se invierte el problema. Anteriormente se trataba de saber si la vida debía tener un sentido para vivirla. Ahora parece, por el contrario, que se la vivirá tanto mejor si no tiene sentido. Vivir una experiencia, un destino, es aceptarlo plenamente. Ahora bien, no se vivirá ese destino, sabiendo que es absurdo, si no se hace todo para mantener ante uno mismo ese absurdo puesto de manifiesto por la conciencia. Negar uno de los términos de la oposición de que vive es eludirlo. Abolir la rebelión consciente es eludir el problema. El rema de la revolución permanente se ha trasladado así a la experiencia individual. Vivir es hacer que viva lo absurdo. Hacerlo vivir es, ante todo, contemplarlo. Al contrario de Eurídice, lo absurdo no muere sino cuando se le da la espalda. Una de las únicas posiciones filosóficas coherentes es, por lo tanto, la rebelión. Es una confrontación perpetua del hombre con su propia oscuridad. Es exigencia de una transparencia imposible. Vuelve a poner al mundo en duda en cada uno de sus segundos. Así como el peligro proporciona al hombre la irremplazable ocasión de asirlo, también la rebelión metafísica extiende la conciencia a lo largo de la experiencia. Es esa presencia constante del hombre ante sí mismo. No es aspiración, pues carece de esperanza. Esta rebelión es la seguridad de un destino aplastante, menos la resignación que debería acompañarla. 

Aquí se ve hasta qué punto la experiencia absurda se aleja del suicidio. Se puede creer que el suicidio sigue a la rebelión, pero es un error, pues no simboliza su resultado lógico. Es exactamente su contrario, por el consentimiento que supone. El suicidio, como el salto, es la aceptación en su límite. Todo está consumado y el hombre vuelve a entrar en su historia esencial. Discierne su porvenir, su único y terrible porvenir, y se precipita en él. A su manera, el suicidio resuelve lo absurdo. Lo arrastra a la misma muerte. Pero yo sé que para mantenerse, lo absurdo no puede resolverse. Escapa al suicidio en la medida en que es al mismo tiempo conciencia y rechazo de la muerte. Es, en la punta extrema del último pensamiento del condenado a muerte, ese cordón de zapato que a pesar de todo divisa a algunos metros, al borde mismo de su caída vertiginosa. Lo contrario del suicida, precisamente, es el condenado a muerte. 

Esta rebelión da su precio a la vida. Extendida a lo largo de toda una existencia, le restituye su grandeza. Para un hombre sin anteojeras no hay espectáculo más bello que el de la inteligencia en lucha con una realidad que la supera. El espectáculo del orgullo humano es inigualable. Las depreciaciones no servirán de nada. Esta disciplina que el espíritu se dicta a sí mismo, esta voluntad bien armada, este frente a frente tienen algo de poderoso y de singular. Empobrecer esta realidad cuya inhumanidad hace la grandeza del hombre, supone empobrecerle a él al mismo tiempo. Comprendo por qué las doctrinas que me explican todo me debilitan al mismo tiempo. Me libran del peso de mi propia vida y, sin embargo, es necesario que lo lleve yo solo. En esta situación no puedo concebir que una metafísica escéptica pueda aliarse con una moral del renunciamiento. 

Estos rechazos, conciencia y rebelión, son lo contrario del renunciamiento. Contrariamente a su vida, todo lo irreductible y apasionado que hay en un corazón humano los anima. Se trata de morir irreconciliado y no de buena gana. El suicidio es un desconocimiento. El hombre absurdo no puede sino agotarlo todo y agotarse. Lo absurdo es su tensión más extrema, la que mantiene constantemente con un esfuerzo solitario, pues sabe que con esa conciencia y esa rebelión al día testimonia su única verdad, que es el desafío. Esta es una primera consecuencia. 

Si me mantengo en esta posición concertada que consiste en sacar todas las consecuencias (y sólo ellas) que contiene una noción descubierta, me encuentro frente a una segunda paradoja. Para permanecer fiel a este método, no tengo que entendérmelas con el problema de la libertad metafísica. No me interesa saber si el hombre es libre. No puedo experimentar sino mi propia libertad. Sobre ella no puedo tener nociones generales, sino algunas apreciaciones claras. El problema de la "libertad en sí" no tiene sentido, pues está ligado de una manera muy distinta al de Dios. Saber si él hombre es libre exige que se sepa si puede tener un amo. La absurdidad particular de este problema viene del hecho de que la noción misma que hace posible el problema de la libertad le quita al mismo tiempo todo su sentido. Pues ante Dios, más que el problema de la libertad, hay el problema del mal. Se conoce la alternativa; o bien no somos libres y Dios todopoderoso es responsable del mal, o bien somos libres y responsables, pero Dios no es todopoderoso. Todas las sutilezas de escuela no han añadido ni quitado nada a lo decisivo de esta paradoja. 

Por eso no puedo perderme en la exaltación o la simple definición de una noción que me escapa y pierde su sentido desde el momento que sobrepasa el marco de mi experiencia individual. No puedo comprender lo que sería una libertad que me fuera dada por un ser superior. He perdido el sentido de la jerarquía. No puedo tener de la libertad sino el concepto del prisionero o del individuo moderno en el seno del Estado. La única que conozco es la libertad de espíritu y de acción. Ahora bien, si lo absurdo aniquila todas mis probabilidades de libertad eterna, me devuelve y exalta, por el contrario, mi libertad de acción. Esta privación de esperanza y de porvenir significa un acrecentamiento en la disponibilidad del hombre. 

Antes de encontrar lo absurdo, el hombre cotidiano vive con finalidades, con un afán de porvenir o de justificación (no importa con respecto a quién o qué). Evalúa sus probabilidades, cuenta con el porvenir, con el retiro o el trabajo de sus hijos. Cree todavía que se puede dirigir algo en su vida. En verdad, obra como si fuese libre, aunque todos los hechos se encarguen de contradecir esa libertad. Pero después de lo absurdo todo se desquicia. La idea de que "existo", mi manera de obrar como si todo tuviera un sentido (incluso si, llegado el caso, dijese que nada lo tiene), todo esto se halla desmentido de una manera vertiginosa por la absurdidad de una muerte posible. Pensar en el mañana, fijarse una finalidad, tener preferencias, todo ello supone la creencia en la libertad, aunque a veces se asegure que no se la siente. 

Pero en ese momento sé muy bien que no existe esa libertad superior, esa libertad de ser que es la única que puede fundamentar una verdad. La muerte aparece como la única realidad. Después de ella ya no hay nada que hacer. Ya no tengo la libertad de perpetuarme, sino que soy esclavo, y sobre todo, esclavo sin esperanza de revolución eterna, sin que pueda recurrir al desprecio. ¿Y quién puede seguir siendo esclavo sin revolución y sin desprecio? ¿Qué libertad en su pleno sentido puede existir sin seguridad de eternidad? Pero al mismo tiempo el hombre absurdo comprende que hasta entonces estaba ligado a ese postulado de libertad, con cuya ilusión vivía. En cierto sentido, eso lo trababa. En la medida en que imaginaba una finalidad en su vida, se supeditaba a las exigencias de un propósito que había de alcanzar y se convertía en esclavo de su libertad. Así, ya no podré obrar sino como el padre de familia (o el ingeniero, o el conductor de pueblos, o el supernumerario de correos) que me dispongo a ser. Creo que puedo elegir ser esto en vez de otra cosa. Lo creo inconscientemente, es cierto. Pero sostengo, al mismo tiempo que mi postulado, las creencias de quienes me rodean, los prejuicios de mi medio humano (¡los otros están tan seguros de ser libres y este buen humor es tan contagioso!). Por muy apartado que uno se pueda mantener de todo prejuicio, moral o social, se sufren en parte y hasta uno ajusta la vida a los mejores de ellos (pues hay prejuicios buenos y malos). Así el hombre absurdo comprende que no era. realmente libre. Para hablar claramente, en la medida en que espero o me preocupa una verdad que me sea propia, una manera de ser o de crear, en la medida, en fin, en que ordeno mi vida y pruebo con ello que admito que tiene un sentido, me creo unas barreras entre las que encierro mi vida. Hago como tantos funcionarios del espíritu y del corazón que sólo me inspiran aversión y que no hacen otra cosa, lo veo bien ahora, que tomarse en serio la libertad del hombre. 

Lo absurdo me aclara este punto: no hay mañana. Esta es en adelante la razón de mi libertad profunda. Haré a este respecto dos comparaciones. Ante todo están los místicos, quienes encuentran una libertad que darse. Al abismarse en su dios, al aceptar sus reglas se hacen secretamente libres a su vez. En la esclavitud espontáneamente consentida vuelven a encontrar una independencia profunda. ¿Pero qué significa esa libertad? Puede decirse, sobre todo, que se sienten libres frente a sí mismos y menos libres que liberados. Del mismo modo, completamente vuelto hacia la muerte (tomada aquí como la absurdidad más evidente), el hombre absurdo se siente desligado de todo lo que no es esa atención apasionada que cristaliza en él. Disfruta de una libertad con respecto a las reglas comunes. Se ve en esto que los temas de partida de la filosofía existencialista conservan todo su valor. La vuelta a la conciencia, la evasión del sueño cotidiano son los primeros pasos de la libertad absurda. Pero a lo que se tiende es a la predicación existencial y con ella a ese salto espiritual que en el fondo escapa a la conciencia. De la misma manera (esta es mi segunda comparación) los esclavos de la antigüedad no se pertenecían. Pero conocían esa libertad que consiste en no sentirse responsable . También la muerte tiene manos patricias que aplastan pero liberan. 

Abismarse en esta certidumbre sin fondo, sentirse en adelante lo bastante extraño a la propia vida para aumentarla y recorrerla sin la miopía del amante es el principio de una liberación. Esta independencia nueva tiene un plazo, como toda libertad de acción. No extiende un cheque sobre la eternidad. Pero reemplaza a las ilusiones de la libertad, todas las cuales terminaban con la muerte. La divina disponibilidad del condenado a muerte ante el que se abren las puertas de la prisión cierta madrugada, ese increíble desinterés por todo, salvo por la llama pura de la vida, ponen de manifiesto que la muerte y lo absurdo son los principios de la única libertad razonable: la que un corazón humano puede sentir y vivir. Esta es una segunda consecuencia. El hombre absurdo entrevé así un universo ardiente y helado, transparente y limitado en el que nada es posible pero donde todo está dado, y más allá del cual sólo están el hundimiento y la nada. Entonces puede decidirse a aceptar la vida en semejante universo y sacar de él sus fuerzas, su negación a esperar y el testimonio obstinado de una vida sin consuelo. 

¿Pero qué significa la vida en semejante universo? Por el momento nada más que la indiferencia por el porvenir y el ansia de agotar todo lo dado. La creencia en el sentido de la vida supone siempre una escala de valores, una elección, nuestras preferencias. La creencia en lo absurdo, según nuestras definiciones, enseña lo contrario. Pero merece la pena que nos detengamos en esto. 

Saber si se puede vivir sin apelación es todo lo que me interesa. No quiero salir de este terreno. Se me ha dado este rostro de la vida; ¿puedo acomodarme a él? Ahora bien, frente a esta preocupación particular, la creencia en lo absurdo equivale a reemplazar la calidad de las experiencias por la cantidad. Si me convenzo de que esta vida no tiene otra faz que la de lo absurdo, si siento que todo su equilibrio se debe a la perpetua oposición entre mi rebelión consciente y la oscuridad en que forcejeo, si admito que mi libertad no tiene sentido sino con relación a su destino limitado, entonces debo decir que lo que cuenta no es vivir lo mejor posible, sino vivir lo más posible. No tengo por qué preguntarme si esto es vulgar o repugnante, elegante o lamentable. De una vez por todas, los juicios de valor quedan descartados aquí en beneficio de los juicios de hecho. Sólo tengo que sacar las conclusiones de lo que puedo ver y no aventurar nada que sea una hipótesis. Si supusiera que vivir así no sería honesto, la verdadera honestidad me ordenaría que fuese deshonesto. 

Vivir lo más posible, en su sentido amplio, es una regla de vida que nada significa. Hay que precisarla. Parece, ante todo, que no se ha ahondado suficientemente esta noción de cantidad, pues puede dar cuenta de una gran parte de la experiencia humana. La moral de un nombre, su escala de valores no tienen sentido sino por la cantidad y variedad de experiencias que ha podido acumular. Ahora bien, las condiciones de la vida moderna imponen a la mayoría de los hombres la misma cantidad de experiencias y, por lo tanto, la misma experiencia profunda. Ciertamente, hay que tener en cuenta también la aportación espontánea del individuo, lo que en él está "dado". Pero no puedo juzgar esto y una vez más mi regla consiste en arreglarme con la evidencia inmediata. Veo entonces que la característica propia de una moral común reside menos en la importancia ideal de los principios que la animan que en la norma de una experiencia que es posible calibrar. Forzando un poco las cosas, los griegos tenían la moral de sus ocios como nosotros tenemos la de nuestras jornadas de ocho horas. Pero ya muchos hombres, y entre ellos los más trágicos, nos hacen presentir que una experiencia más larga cambia este cuadro de valores. Nos hacen imaginar a ese aventurero de lo cotidiano que mediante la simple cantidad de las experiencias batiese todos los récords (empleo a propósito esta expresión deportiva) y ganara así su propia moral . Alejémonos, no obstante, del romanticismo y preguntémonos solamente qué puede significar esta actitud para un hombre decidido a mantener su apuesta y a observar estrictamente lo que él cree que es la regla del juego. 

Batir todos los récords es, ante todo y únicamente, estar frente al mundo con la mayor frecuencia posible. ¿Cómo se puede hacer esto sin contradicciones y sin juegos de palabras? Pues, por una parte, lo absurdo enseña que todas las experiencias son indiferentes y, por la otra, impulsa a la mayor cantidad de experiencias. ¿Cómo no hacer entonces lo que han hecho tantos de esos hombres de los que hablaba más arriba: elegir la forma de vida que nos aporte la mayor cantidad posible de esa materia humana, introducir con ello una escala de valores que por otro lado se pretende rechazar? Pero sigue siendo lo absurdo y su vida contradictoria lo que nos enseña. Pues el error consiste en pensar que esta cantidad de experiencias depende de las circunstancias de nuestra vida, cuando sólo depende de nosotros. A este respecto hay que ser simplista. A dos hombres que viven el mismo número de años, el mundo les proporciona siempre la misma cantidad de experiencias. A nosotros nos corresponde tener conciencia de ellas. Sentir la propia vida, su rebelión, su libertad, y lo más posible, es vivir lo más posible. Donde reina la lucidez se hace inútil la escala de valores. 

Seamos todavía más simplistas. Digamos que el único obstáculo, la única pérdida "por falta de ganancia" lo constituye la muerte prematura. El universo aquí sugerido no vive sino por oposición a esa excepción constante que es la muerte. Por eso ninguna profundidad, ninguna emoción, ninguna pasión ni ningún sacrificio podrían hacer iguales a los ojos del nombre absurdo (aunque lo desease) una vida consciente de cuarenta años y una lucidez que abarca sesenta años. La locura y la muerte son sus elementos irremediables. El hombre no elige. Lo absurdo y el aumento de vida que implica no dependen, por lo tanto, de la voluntad del hombre, sino de su contrario, que es la muerte. Si se pesan bien las palabras, se trata únicamente de una cuestión de suerte. Hay que saber consentir en ella. Veinte años de vida y de experiencias no se reemplazarán ya nunca. Por una extraña inconsecuencia, en una raza tan avisada, los griegos pretendían que los hombres que morían jóvenes fueran amados por los dioses. Y esto no es cierto, salvo si se quiere creer que entrar en el mundo irrisorio de los dioses es perder para siempre el más puro de los goces, que es el de sentir, y sentir en esta tierra. El presente y la sucesión de los presentes ante un alma sin cesar consciente, tal es el ideal del hombre absurdo. Pero aquí la palabra ideal tiene un sonido falso. No es ni siquiera su vocación, sino sólo la tercera consecuencia de su razonamiento. 

Habiendo partido de una conciencia angustiada de lo inhumano, la meditación sobre lo absurdo vuelve al final de su itinerario al seno mismo de las llamas apasionadas de la rebelión humana. Así saco de lo absurdo tres consecuencias, que son mi rebelión, mi libertad y mi pasión. Con el solo juego de la conciencia transformo en regla de vida lo que era invitación a la muerte, y rechazo el suicidio. Conozco, sin duda, la sorda resonancia que corre a lo largo de estas jornadas. Pero sólo tengo que decir que es' necesaria. Cuando Nietzsche escribe: "Parece claramente que lo principal en el cielo y en la tierra es obedecer largo tiempo y en una misma dirección: a la larga resulta de ello algo por lo que vale la pena vivir en esta tierra, como por ejemplo la virtud, el arte, la música, la danza, la razón, el espíritu, algo que transfigura, algo refinado, loco o divino", ilustra la regla de una moral de gran porte. Pero muestra también el camino del hombre absurdo. Obedecer a la llama es a la vez lo más fácil y más difícil. Es bueno, sin embargo, que el hombre, al medirse con la dificultad, se juzgue de vez en cuando. Es el único que puede hacerlo. "La plegaria —dice Alain— se hace cuando la noche desciende sobre el pensamiento". "Pero es necesario que el espíritu se encuentre con la noche", contestan los místicos y los existencialistas. Ciertamente, pero no esa noche que nace bajo los ojos cerrados y por la sola voluntad del hombre, noche sombría y cerrada que el espíritu suscita para perderse en ella. Si debe encontrarse con una noche, ésta debe ser más bien la de la desesperación, que sigue siendo lúcida, noche polar, vigilia del espíritu, de la que surgirá, quizás, esa claridad blanca e intacta que dibuja cada objeto en la luz de la inteligencia. A esta altura, la equivalencia coincide con la comprensión apasionada. Entonces ni siquiera se trata de juzgar el salto existencial. 

Vuelve a ocupar su fila en medio del fresco secular de las actitudes humanas. Para el espectador, si es consciente, ese salto sigue siendo absurdo. En la medida en que cree resolver la paradoja, la restituye por completo. A este título, es conmovedor. A este título, todo vuelve a ocupar su lugar y el mundo absurdo renace con su esplendor y su diversidad. Pero es malo detenerse, difícil contentarse con una sola manera de ver, privarse de la contradicción, la más sutil, quizá, de todas las formas espirituales. Lo que precede define solamente una manera de pensar. Ahora se trata de vivir.


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