¿Felicidad? No gracias! por Slavoj Zizek ~ Bloghemia ¿Felicidad? No gracias! por Slavoj Zizek

¿Felicidad? No gracias! por Slavoj Zizek


Texto del escritor esloveno Slavoj Zizek, publicado originalmente en The Philosophical Salon





Por: Slavoj Zizek 

Si hay una figura que sobresale como el héroe de nuestro tiempo, es Christopher Wylie, un vegano gay canadiense que a los veinticuatro años se le ocurrió una idea que condujo a la creación de Cambridge Analytica, una firma de análisis de datos que asegura haber tenido un papel importante en la campaña por el Fuera en el referéndum británico sobre la membresía a la Unión Europea; más tarde se convirtió en una figura clave de las operaciones digitales de la campaña electoral de Donald Trump al crear la herramienta para la guerra psicológica de Steve Bannon. El plan de Wylie era meterse a Facebook y recolectar perfiles de millones de personas en Estados Unidos y usar su información privada y personal para crear perfiles psicológicos y políticos sofisticados, y después elegirlos como blanco de anuncios políticos diseñados para incidir en composiciones psicológicas particulares. Hasta que, en cierto punto, Wylie estaba genuinamente asustado: «Es una locura. La compañía ha creado perfiles psicológicos de 230 millones de estadounidenses. ¿Y ahora quieren trabajar con el Pentágono? Es como Nixon en esteroides».

Lo que hace tan fascinante a esta historia es que combina elementos que usualmente percibimos como opuestos. La ‘alt-right‘ (derecha alternativa) se presenta a sí misma como un movimiento que atiende las preocupaciones de los trabajadores blancos y profundamente religiosos que defienden valores simples y tradicionales, y que aborrecen a excéntricos corrompidos como los homosexuales y los veganos, pero también a los nerds digitales –y ahora descubrimos que sus triunfos electorales fueron orquestados precisamente por uno de esos nerds que defiende todo a lo que ellos se oponen…–. Hay más que valor anecdótico en este hecho: señala claramente la vacuidad del populismo ‘alt-right‘, que debe depender de los últimos avances tecnológicos para mantener su atracción popular ‘redneck‘. Además desvanece la ilusión de que ser un nerd marginal de computadora automáticamente supone una posición ‘progresista’ y antisistema. En un nivel más básico, una mirada cercana a Cambridge Analytica clarifica que la manipulación y la preocupación por el amor y el bienestar de la humanidad son dos caras de una misma moneda. En «El nuevo complejo militar industrial de la operaciones psicológica de Big Data» que apareció en The New York Review of Books, Tamsin Shaw despliega «las compañías parcialmente privadas participan en el desarrollo y despliegue de tecnologías de comportamiento financiadas por gobiernos»; el caso ejemplar es, por supuesto, Cambridge Analytica:

«Dos jóvenes psicólogos son centrales para la historia de Cambridge Analytica. Uno es Michal Kosinski, quien ideó una app con su colega de la Universidad de Cambridge, David Stillwell, para medir rasgos de personalidad analizando ‘likes‘ de Facebook. Después fue usada en colaboración con el Proyecto de Bienestar Mundial, un grupo del Centro de Psicología Positiva de la Universidad de Pensilvania que se especializa en el uso de datos masivos para medir la salud y la felicidad, y así aumentar el bienestar. El otro es Aleksandr Kogan, que también trabaja en el campo de la psicología positiva y ha escrito artículos académicos acerca de la felicidad, la bondad y el amor (de acuerdo con su currículum, uno de sus artículos tempranos se titulaba ‘Por el agujero del conejo: una teoría unificada del amor’). Dirigió el Laboratorio Prosocial y de Bienestar bajo el auspicio del Instituto del Bienestar de la Universidad de Cambridge».

Lo que aquí debe llamar nuestra atención es la «extrañísima intersección de temas como el amor y la bondad con intereses de defensa e inteligencia»: ¿por qué ese tipo de investigación obtiene tanto interés por parte de las agencias de inteligencia británicas y estadounidenses, y de contratistas de defensa, con el ominoso DARPA (la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa del gobierno de Estados Unidos) siempre acechando en segundo plano? El investigador que personifica esta intersección es Martin Seligman: en 1998 «fundó el movimiento de psicología positiva, dedicado al estudio de los rasgos psicológicos y hábitos que fomentan la felicidad auténtica y el bienestar, extendiéndose a lo largo de una enorme industria de libros de autoayuda. Al mismo tiempo, su trabajo obtuvo el interés y financiamiento del ejército como parte central de su iniciativa de resiliencia de los soldados».

Así, esta intersección no es impuesta externamente en las ciencias del comportamiento por políticos manipuladores ‘malos’, sino que está implícita en su orientación inmanente: «El objetivo de estos programas no es simplemente analizar nuestros estados mentales subjetivos, sino descubrir formas en las que podemos ser ‘empujados’ en la dirección de nuestro verdadero bienestar, tal y como lo entienden los psicólogos positivos, incluyendo atributos como la resiliencia y el optimismo». El problema, por supuesto, es que este ‘empujar’ no impacta a los individuos en el sentido de hacerlos superar las ‘irracionalidades’ que perciben las investigaciones científicas: en lugar de eso, las ciencias del comportamiento contemporáneas:

«buscan explotar nuestras irracionalidades más que superarlas. Una ciencia que está orientada hacia el desarrollo de tecnología del comportamiento está destinada a vernos como sujetos restringidamente manipulables en lugar de como agentes racionales. Si estas tecnologías están volviéndose el núcleo de las operaciones de ciberinteligencia de Estados Unidos, parece que tendremos que trabajar más duro para impedir que esas tendencias afecten a nuestra vida diaria o nuestra sociedad democrática».

Tras el estallido del escándalo de Cambridge Analytica, todos estos eventos y tendencias fueron cubiertos por los medios masivos liberales, y la imagen que emerge del conjunto, combinada con lo que también sabemos acerca del vínculo entre los últimos avances en biogenética (conexiones del cerebro humano, etcétera), proveen una imagen adecuada y terrorífica de las nuevas formas de control social que hacen que el viejo y buen «totalitarismo» del siglo XX luzca como una máquina de control torpe y bastante primitiva. Para comprender el ámbito completo de este control uno debe ir más allá del vínculo entre corporaciones privadas y partidos políticos (como en el caso de Cambridge Analytica), hacia la compenetración entre las compañías de procesamiento de datos como Google y Facebook y agencias de seguridad nacional –Assange tenía razón en su libro sobre Google extrañamente ignorado–: para entender cómo están reguladas hoy nuestras vidas, y cómo esta regulación es experimentada como libertad, debemos enfocarnos en la relación sombría entre las corporaciones privadas que controlan nuestras comunidades y nuestras agencias estatales de inteligencia. No deberíamos asombrarnos de China sino de nosotros mismos que aceptamos la misma regulación mientras creemos que mantenemos toda nuestra libertad, y que los medios solo nos ayudan a conocer nuestras metas (mientras en China la gente está totalmente al tanto de estar siendo regulada). El mayor logro del nuevo complejo cognitivo-militar es que la opresión directa y obvia ya no es necesaria: los individuos están mucho más controlados y ‘empujados’ en la dirección deseada cuando se sienten agentes libres y autónomos de sus propias vidas… Pero todos estos son datos bien conocidos, y tenemos que dar un paso adelante.

La crítica predominante se desarrolla en forma de desmitificación: bajo el nombre inocente de una investigación en torno a la felicidad y el bienestar, se percibe un complejo de control social y manipulación gigante, oscuro y escondido que es movido por las fuerzas combinadas de las corporaciones privadas y las agencias estatales. Pero lo que también se necesita urgentemente es el movimiento opuesto: en lugar de solo preguntar qué contenido oscuro se esconde bajo la forma de investigación científica respecto a la felicidad, debemos enfocarnos en la forma misma. ¿Es el tema de la investigación científica sobre el bienestar y la felicidad humana (al menos del modo que se practica hoy en día) realmente tan inocente, o ya está en sí mismo permeado por la postura del control y la manipulación? ¿Qué tal si en este caso las ciencias no solo están mal usadas, qué tal si en esto tienen su uso adecuado? Deberíamos cuestionar el surgimiento de una nueva disciplina, ‘estudios de la felicidad’ –¿cómo es que en nuestra era de hedonismo espiritualizado, cuando la meta en la vida se define exactamente como la felicidad, están a la alza la ansiedad y la depresión? –. Es el enigma de este autosabotaje de la felicidad y el placer lo que hacen más actual que nunca el mensaje de Freud.

Como suele ser el caso, Bután, un país en desarrollo del tercer mundo, presagió con ingenuidad las absurdas consecuencias sociopolíticas de esta noción de felicidad: hace dos décadas, el reino de Bután decidió enfocarse en la Felicidad Interna Bruta (FIB) en lugar del Producto Interno Bruto (PIB); fue una idea original del exrey Jigme Singye Wangchuck, quien buscaba conducir a Bután al mundo moderno, mientras preservaba su identidad única. Entonces, con las presiones crecientes de la globalización y el materialismo, y mientras el pequeño país se preparaba para sus primeras elecciones, el inmensamente popular nuevo rey educado en Oxford, Jigme Khesar Namgyel Wangchuck, de veintisiete años, ordenó a una agencia estatal que calculara cuán felices eran las seisientos setenta mil personas del reino. Funcionarios le dijeron que ya habían hecho una encuesta de alrededor de mil personas y habían establecido una lista de parámetros para alcanzar la felicidad –similar al índice de desarrollo que sigue la ONU–. Las principales preocupaciones identificadas fueron el bienestar psicológico, la salud, la educación, el buen gobierno, el nivel de vida, la fortaleza comunitaria y la diversidad ecológica… esto es imperialismo cultural en su máxima expresión.

Aquí deberíamos arriesgarnos a dar otro paso y aventurarnos en la parte oculta de la noción misma de felicidad –¿cuándo, exactamente, puede una persona decir que es feliz? –. En un país como Checoslovaquia, a finales de los setenta y en los ochenta, de algún modo la gente efectivamente ERA feliz: tres condiciones para la felicidad se cumplían entonces.  Sus necesidades materiales estaban básicamente satisfechas – no MUY satisfechas, debido a que el exceso en el consumo en sí mismo puede generar infelicidad–. Es bueno experimentar un poco de escasez en el mercado de vez en cuando (que no haya café un par de días, luego que falte la carne, luego televisiones): estos breves periodos de escasez funcionaban como excepciones que le recordaban a la gente que debían estar contentos de que los bienes estuvieran generalmente disponibles –si todo está disponible todo el tiempo, la gente toma esta disponibilidad como un evidente hecho de la vida y ya no aprecia su buena suerte–. Así la vida iba por un camino regular y predecible, sin grandes esfuerzos ni sorpresas, y uno tenía permitido retirarse a su nicho privado. Una segunda característica extremadamente importante: tenían al Otro (el Partido) a quien culpar por todo lo que salía mal, así que uno no se sentía realmente responsable –si ocurría la escasez temporal de algunos bienes, incluso si el clima tormentoso causaba un gran daño, era ‘su’ culpa–. Y, no menos importante: existía Otro Lugar (el Occidente consumista) sobre el que uno tenía permitido soñar, e incluso visitar en ocasiones –este lugar estaba a la distancia correcta, no muy lejos, no muy cerca–. Este frágil balance se vio perturbado, ¿por quién?, por el deseo, precisamente. El deseo fue la fuerza que convenció a las personas de ir más allá –y acabó en un sistema en el que las grandes mayorías son definitivamente menos felices…–.

Por lo tanto la felicidad es en sí misma (en su preciso concepto, como habría dicho Hegel) confusa, indeterminada, inconsistente –recuerda el respuesta proverbial de un migrante alemán en los Estados Unidos al que, cuando le preguntaron «¿Es usted feliz?», respondió «Sí, sí, estoy muy feliz, aber gluecklich bin ich nicht… (pero feliz no soy)» –. Es una categoría pagana: para los paganos la meta en la vida era tener una vida feliz (la idea de «ser felices para siempre» es ya una versión cristianizada del paganismo), y la experiencia religiosa o la actividad política en sí mismas están consideradas las formas más altas de la felicidad (ver Aristóteles) –no es una sorpresa que el Dalai Lama tenga tanto éxito recientemente recitando el evangelio de la felicidad, y tampoco es una sorpresa que precisamente sea en Estados Unidos donde haya obtenido más atención este último imperio de (la búsqueda de) la felicidad…–. La felicidad depende de la falta de habilidad y preparación del sujeto para confrontar las consecuencias de su deseo: el precio de la felicidad es que el sujeto permanezca atrapado en la inconsistencia de su deseo. En nuestras vidas diarias deseamos (pretendemos hacerlo) cosas que realmente no deseamos, así que, finalmente, lo peor que puede suceder es que Obtengamos lo que «oficialmente» deseamos. Por ello, la felicidad es inherentemente hipócrita: es la felicidad de soñar con cosas que en realidad no queremos.

¿No encontramos un gesto similar en muchas políticas de izquierda? Cuando un partido de izquierda radical pierde por poco las elecciones y la oportunidad de hacerse con el poder, uno puede detectar un suspiro de alivio escondido: gracias a Dios perdimos, quién sabe qué clase de problemas habríamos tenido si hubiésemos ganado… En el Reino Unido muchos izquierdistas admiten que la cercanía de la victoria del Partido Laborista en las pasadas elecciones fue lo mejor que pudo suceder, mucho mejor que la incertidumbre sobre lo que habría pasado si los laboristas hubieran intentado implementar su programa. Lo mismo puede decirse de la perspectiva de una eventual victoria de Bernie Sanders: ¿cuál habría sido su fortaleza ante los embates del gran capital? La madre de todos esos gestos fue la intervención de la Unión Soviética en Checoslovaquia, que aplastó a la Primavera de Praga y su esperanza de un socialismo democrático. Imaginemos la situación en Checoslovaquia sin la intervención soviética: muy pronto los ‘reformistas’ habrían tenido que enfrentarse al hecho de que en ese momento histórico no era posible el socialismo democrático, entonces habrían tenido que escoger entre reafirmar el control del partido –i.e. poner un límite claro a las libertades– o dejar que Checoslovaquia se convirtiera en una democracia liberal capitalista. De cierto modo, la intervención soviética rescató a la Primavera de Praga –rescató a la Primavera de Praga como sueño, como una esperanza que, sin su intervención, podría haberse convertido en una nueva forma de socialismo democrático…–. ¿Y no ocurrió algo similar en Grecia cuando el gobierno de Syriza organizó el referéndum contra las presiones de Bruselas para aceptar las políticas de austeridad? Muchas fuentes internas confirman que el gobierno secretamente tenía esperanzas de perder el referéndum, en cuyo caso habría tenido que abandonar el poder y dejar a otros encargarse del trabajo sucio de la austeridad. Como ganaron, la tarea recayó en ellos mismos, y el resultado fue la autodestrucción de la izquierda radical de Grecia… Sin duda alguna Syriza habría sido mucho más feliz si hubiera perdido el referéndum.


Así que, de vuelta al punto de inicio, no solo estamos controlados y manipulados, la gente «feliz», secreta e hipócritamente, exige ser manipulada por su propio bien. La verdad y la felicidad no van de la mano –la verdad duele, trae consigo inestabilidad, arruina el transcurso tranquilo de nuestras vidas–. La elección es nuestra: ¿queremos ser felizmente manipulados o exponernos a los riesgos de la creatividad auténtica?


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