Notas de suicidio y cartas de despedidas de grandes escritores de la Literatura Universal.
Alfonsina Storni
Poeta argentina nacida en Suiza, en 1935 es operada de cáncer de mama. Al año siguiente se entera del suicidio del escritor uruguayo Horacio Quiroga, a quien le había unido una relación personal además de profesional. Le dedica versos que anuncian lo que sería su propio final, tres años después: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales/ Y así como en tus cuentos, no está mal;/ Un rayo a tiempo y se acabó la feria…”. En octubre de 1938, agobiada por el cáncer, Storni viaja a Mar del Plata, donde se ahoga por voluntad propia. Tenía 46 años. Deja este poema a manera de despedida, para ser publicado en el periódico La Nación:
“[…] Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera,
una constelación, la que te guste:
todas son buenas; bájala un poquito.
Déjame sola: oyes romper los brotes…
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases
para que olvides. Gracias… Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido…”.
Cesare Pavese
Narrador y poeta italiano, a lo largo de su vida sufre múltiples derrotas sentimentales que le dejan muy marcado, además de enfrentar la cárcel y diversos reveses. En agosto de 1950 toma un puñado de somníferos, se acuesta en la habitación de su hotel en Turín y encuentra la muerte. Había escrito en su diario:
“No más palabras. Un gesto. No escribiré más”.
En pocos días cumpliría 42 años.
Alejandra Pizarnik
Poeta argentina, tras una larga historia de depresiones e intentos de suicidio, en septiembre de 1972 aprovecha unos días de descanso otorgados por el hospital psiquiátrico en el que está internada por depresión e ingiere barbitúricos que la llevan a la muerte. Tenía 36 años. Si bien en este caso no son palabras dejadas a propósito para ser halladas tras su muerte, en una dedicatoria a Julio Cortázar, su gran amigo, había dejado entrever su deseo de morir:
“Julio, fui tan abajo. Pero no hay fondo
Julio, creo que no tolero más las perras palabras
La locura, la muerte. Nadja no escribe. Don Quijote tampoco.
Julio, odio a Artaud (mentira) porque no quisiera entender tan sospechosamente bien sus posibilidades de la imposibilidad.
PS Me excedí, supongo. Y he perdido, viejo amigo de tu vieja Alejandra que tiene miedo de todo salvo (ahora, oh Julio) de la locura y de la muerte. (Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio —que fracasó, hélas*)”.
*Hélas: expresión francesa que puede traducirse “¡qué lástima!”.
Jerzy Kosinski
Autor de origen polaco, acusado de plagio y aquejado por problemas de salud y sequedad creativa, en mayo de 1991 tomó pastillas para dormir, las pasó con un trago de vodka, se metió a la bañera y se puso una bolsa de plástico alrededor de la cabeza. Iba a cumplir 58 años. Su nota póstuma decía:
“Me voy a dormir un rato más largo de lo normal… Llámenlo Eternidad”.
Horacio Quiroga
Las siguientes podrían ser las palabras de Horacio Quiroga, escritas en el Hospital de Clínicas, en Buenos Aires, durante su última estancia y después de haber sido diagnosticado de cáncer (algunas fuentes dicen de próstata, otras gastrointestinal). Quiroga compartía habitación con Vicente Batistessa, enfermo de neurofibromatosis, que había sido recluído en el sótano del hospital, por su aspecto juzgado como monstruoso. El escritor había solicitado la liberación de Batistessa de ese confinamiento:
"Para el hombre elefante que me vio morir, mi último amigo, querido Batistessa:
Verá que la dedicatoria de esta carta está colocada en tiempo pasado, pero lo cierto es que ahora es, mientras escribo, futuro, y, por tanto puedo equivocarme. Al medio quedará, si el curso de las cosas me hace caso, la bisagra que me separará de usted, y del tiempo y la experiencia, de una manera irreversible.
Sabrá usted, le he contado, yo he sido un hombre mordido por la naturaleza: por la vehemencia de la selva, la fuerza del río, el tinte extraño de la tierra. Su veneno se me instaló temprano en el alma, y al tiempo que me esclavizó, ver crecer plantas y árboles, distinguir los peligros en el monte lleno de orejas, leer los signos de un orden que me excede, me ha enseñado en estas décadas bastante sobre la fragilidad del hombre, que no puede nunca doblegar la portentosa furia natural. Quizás hoy esos entendimientos son útiles para entregarme con mayor docilidad al abrazo constrictor del último vaso. No sé si así seré devuelto finalmente a un orden primordial, tampoco me interesa.
Me quedan, como regalo, las imágenes de mi trabajo: la belleza en éxtasis de las floraciones, la paciencia de las plantas, su inteligencia radical, la aparición cada vez celebrada de los frutos. Un hombre no es como una planta, y compararlos siempre puede resultar peligroso. Pero hay que decir que el tiempo obra en nosotros con mayor crueldad, y que nuestro organismo tiende más naturalmente a la putrefacción. La mayor obra de un hombre, además, siempre estará colocada fuera de sí, irremediablemente.
Pero un hombre tampoco es un monstruo, amigo, o depende de qué hombre sea y de qué sea un monstruo. Hay sí una planta que lleva ese nombre: la monstera. El monstruo vegetal, la hija dilecta de la selva, trepa y busca la luz apoyándose en otros árboles. Batistessa, me gustaría regalarle una temporada en las monsteras, su verdor y su alivio en el rocío. No tengo eso para darle, solo puedo compartir esta visión compensatoria.
¿He sido yo un monstruo? A veces, seguramente. Y hay muchos que estarían dispuestos a afirmarlo sin demasiada premeditación. Pero déjeme definirle qué creo yo que es un monstruo. De seguro, no un hombre enfermo. Sí el que sabe cómo ser feliz y no se anima, o el que cuando ya no puede acceder más a esa felicidad, no se apaga. Verá entonces, Batistessa, que ni usted ni yo somos monstruos. Usted es un hombre, aunque le hayan negado esa condición por un lapso cuya extensión desconozco.
En tanto tal, me disculpo por adelantado por exponerlo a esta otra visión: la de la acción del cianuro en mi cuerpo, o lo que queda. No conozco más que por aproximación racional los efectos de esa sustancia: sé que habrá convulsiones, que el oxígeno dejará de entrar a mis células, y así corazón y cerebro, órganos preciados y aún sanos, morirán primero, si es que es posible pensar que uno es así de diseccionable.
Posiblemente también en esto me equivoque. Lo que es seguro es que no seré yo quien vea o cuente el relato de mi contorsión final, sino que estoy entregándole todo ese peso a usted. Un último acto de egoísmo del que no hay conversación ni ficción que puedan redimirme.
Por eso le pido: olvídeme usted rápido, Batistessa, que ese ya no seré yo. "
Leopoldo Lugones
A quien corresponda,
Allá en el pueblo había un hombre que estaba loco. Entre otros disparates, quería convencer a todos de que llevaba muchos años muerto. Se paseaba, a los tumbos y como un pordiosero, por las calles y por entre el rancherío. Recuerdo su barba sucia de tierra, sus pantalones con manchas de orines, el previsible aliento rancio. Con mis hermanos y algunos amigos nos reíamos de él. Cada tanto le tirábamos monedas, a veces la ropa que ya no usábamos, acaso una frazada. No recuerdo su nombre pero tampoco creo que sea importante el nombre de un loco. Los locos, se sabe, se mueven y viven como uno solo. Una sola gran locura que los gobierna y que amenaza siempre con expandirse.
El asunto, lo que después supimos aunque nunca quisimos pronunciar, es que aquel hombre de verdad estaba muerto. Una mañana encontraron su frazada en un galpón, tendida sobre un montoncito de paja. Ya el olor se sintió sospechoso. No un olor necesariamente desagradable, explicaron, sino más bien un agobio del ambiente. Alguien se animó y movió esa frazada mugrosa. Lo que había debajo no era más que un manojo de huesos corroídos por el tiempo, huesos amarillos a los cuales se adhería un pellejo reseco. Como era de esperarse, la historia circuló con fervor por toda la región. Antes, al evocarla, sentía el escalofrío original, la piel erizada de los supersticiosos.
Pero hace tiempo que ya no. Porque igual que el hombre aquel, llevo muchos años de muerto. Debo sonar igual de ridículo al decirlo, pero qué puede importarme eso ahora. No necesito nada, ni monedas ni ropa. Frazada ya tengo.
También tengo un hijo. Le dicen Polo y, aunque él no pueda verlo, lleva muerto muchos más años que yo. Pienso en Polo y lo veo como en verdad lo vi siempre: como a un muerto. O por lo menos la idea que siempre tuve de los muertos. No sabría, por supuesto, ahondar en esa idea. No es algo que me interese, mucho menos ahora, que yo mismo soy parte de esa idea.
Ahí está Polo, veo cómo sodomiza una gallina y veo sus ojos, los de Polo, vacíos de placer, vacíos de sentimiento, vacíos como los ojos de un muerto. Lo veo también electrocutar a un muerto de hambre, aunque Polo está mucho más muerto. Aun así, el hombre muerto que siempre ha sido mi hijo, supo tener una hija. Pirí, le dicen a ella, y Pirí es mi nieta. Como Polo y como yo, Pirí está bien muerta. Ahora pienso en Pirí y, como a Polo, puedo verla, puedo ver cómo la electrocutan. Pero Pirí no es como Polo. Soy Pirí, se presenta mi nieta: nieta del poeta, hija del torturador. Apenas me consuela que me toque lo primero.
El tiempo, desde la muerte, se vive de otra manera.
Ya no puedo escribir.
Quítenme de encima esta frazada y liberen al fin estos huesos.
Ernest Hemingway
Extracto de las 210 últimas palabras que Ernest Hemingway envió por correo por última vez. Iban dirigidas al hijo de un amigo, de 9 años, enfermo del corazón. Fueron escritas 17 antes de su suicidio y según Paul Hendrickson —que desarrolla el tema en su libro Hemingway's Boat: Everything He Loved in Life, and Lost— son una muestra de belleza, coraje y lucidez.
El paísaje es hermoso por aquí y he tenido la oportunidad de ver parte del maravilloso campo a lo largo del Mississippi, donde solían transportan los troncos en los viejos tiempos de la industria maderera, y las rutas por las que llegaron los primeros colonos del norte. (…) No sabía nada del Mississippi superior hasta ahora y realmente es un país maravilloso, que se llena de faisanes y patos cuando llega el otoño.
(…)
Mis mejores deseos para toda la familia. Me encuentro bien y estoy muy contento sobre las cosas en general y con ganas de veros pronto a todos.
Papa
Rimbaud
El autor de Una temporada en el infierno se enfrentaría tres semanas después a la amputación de su pierna enferma, tras llegar a Marsella. Lo de 'cortar por lo sano' no surtió efecto en su caso, porque la infección cancerosa se expandió y murió meses después, en noviembre de 1891. La víspera, en pleno delirio, dejo una nota, dirigida al director del correo marítimo de Marsella, que decía:
Adén, 30 de abril de 1891
Mi querida mamá:
(...)
Estoy postrado, con la pierna vendada, atado, reatado, encadenado de modo que no pueda moverla. Me he convertido en un esqueleto: doy miedo. La cama ha terminado por llagarme la espalda: no consigo dormir ni un solo minuto. Y aquí el calor se ha vuelto muy fuerte. La comida del hospital, a pesar del precio que pago por ella, es muy mala. No sé qué hacer.
(…)
No os asustéis con todo esto. Vendrán días mejores. Es una triste recompensa después de tanto trabajo, privaciones y penas ¡ay, qué miserable es nuestra vida!
César Vallejo
El autor de Trilce, el peruano César Vallejo, dejó una última carta que revela sus estrecheces económicas, tan graves como para tener que pasar por la humillación de pedir prestado a un amigo. Moriría en un abril lluvioso y melancólico, víctima de un rebrote de paludismo, un 15 de abril de 1938, en París.
París, al 15 de Marzo de 1938.
Mi distinguido y recordado amigo:
Un terrible surmenage me tiene postrado en cama desde hace un mes, y los médicos no saben aún cuanto tiempo seguiré así. Necesito una larga curación, y encontrándome sin recursos para continuarla, he pensado en usted, don Luis José, en el gran amigo de siempre, para pedirle su ayuda a mi favor. En nombre de nuestra vieja e inalterable amistad, me permito esperar que el querido amigo de tantos años me tenderá la mano, como una nueva prueba de ese noble y generoso espíritu que le ha animado siempre y que todos conocemos.
Se lo agradece de antemano, con un apretado abrazo, su firme e invariable amigo.
Antes de morir dejó una emotiva carta de despedida a su esposo.
Virginia Woolf
Querido:
Estoy segura de que me vuelvo loca de nuevo. Creo que no puedo pasar por otra de esas espantosas temporadas. Esta vez no voy a recuperarme. Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que estoy haciendo lo que me parece mejor. Me has dado la mayor felicidad posible. Has sido en todos los aspectos todo lo que se puede ser. No creo que dos personas puedan haber sido más felices hasta que esta terrible enfermedad apareció. No puedo luchar más. Sé que estoy destrozando tu vida, que sin mí podrías trabajar. Y sé que lo harás. Verás que ni siquiera puedo escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirte que… Todo el mundo lo sabe. Si alguien pudiera haberme salvado, habrías sido tú. No me queda nada excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo.
No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que lo hemos sido nosotros.
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Alfonsina Storni
Poeta argentina nacida en Suiza, en 1935 es operada de cáncer de mama. Al año siguiente se entera del suicidio del escritor uruguayo Horacio Quiroga, a quien le había unido una relación personal además de profesional. Le dedica versos que anuncian lo que sería su propio final, tres años después: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales/ Y así como en tus cuentos, no está mal;/ Un rayo a tiempo y se acabó la feria…”. En octubre de 1938, agobiada por el cáncer, Storni viaja a Mar del Plata, donde se ahoga por voluntad propia. Tenía 46 años. Deja este poema a manera de despedida, para ser publicado en el periódico La Nación:
“[…] Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera,
una constelación, la que te guste:
todas son buenas; bájala un poquito.
Déjame sola: oyes romper los brotes…
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases
para que olvides. Gracias… Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido…”.
Cesare Pavese
Narrador y poeta italiano, a lo largo de su vida sufre múltiples derrotas sentimentales que le dejan muy marcado, además de enfrentar la cárcel y diversos reveses. En agosto de 1950 toma un puñado de somníferos, se acuesta en la habitación de su hotel en Turín y encuentra la muerte. Había escrito en su diario:
“No más palabras. Un gesto. No escribiré más”.
En pocos días cumpliría 42 años.
Alejandra Pizarnik
Poeta argentina, tras una larga historia de depresiones e intentos de suicidio, en septiembre de 1972 aprovecha unos días de descanso otorgados por el hospital psiquiátrico en el que está internada por depresión e ingiere barbitúricos que la llevan a la muerte. Tenía 36 años. Si bien en este caso no son palabras dejadas a propósito para ser halladas tras su muerte, en una dedicatoria a Julio Cortázar, su gran amigo, había dejado entrever su deseo de morir:
“Julio, fui tan abajo. Pero no hay fondo
Julio, creo que no tolero más las perras palabras
La locura, la muerte. Nadja no escribe. Don Quijote tampoco.
Julio, odio a Artaud (mentira) porque no quisiera entender tan sospechosamente bien sus posibilidades de la imposibilidad.
PS Me excedí, supongo. Y he perdido, viejo amigo de tu vieja Alejandra que tiene miedo de todo salvo (ahora, oh Julio) de la locura y de la muerte. (Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio —que fracasó, hélas*)”.
*Hélas: expresión francesa que puede traducirse “¡qué lástima!”.
Jerzy Kosinski
Autor de origen polaco, acusado de plagio y aquejado por problemas de salud y sequedad creativa, en mayo de 1991 tomó pastillas para dormir, las pasó con un trago de vodka, se metió a la bañera y se puso una bolsa de plástico alrededor de la cabeza. Iba a cumplir 58 años. Su nota póstuma decía:
“Me voy a dormir un rato más largo de lo normal… Llámenlo Eternidad”.
Horacio Quiroga
Las siguientes podrían ser las palabras de Horacio Quiroga, escritas en el Hospital de Clínicas, en Buenos Aires, durante su última estancia y después de haber sido diagnosticado de cáncer (algunas fuentes dicen de próstata, otras gastrointestinal). Quiroga compartía habitación con Vicente Batistessa, enfermo de neurofibromatosis, que había sido recluído en el sótano del hospital, por su aspecto juzgado como monstruoso. El escritor había solicitado la liberación de Batistessa de ese confinamiento:
"Para el hombre elefante que me vio morir, mi último amigo, querido Batistessa:
Verá que la dedicatoria de esta carta está colocada en tiempo pasado, pero lo cierto es que ahora es, mientras escribo, futuro, y, por tanto puedo equivocarme. Al medio quedará, si el curso de las cosas me hace caso, la bisagra que me separará de usted, y del tiempo y la experiencia, de una manera irreversible.
Sabrá usted, le he contado, yo he sido un hombre mordido por la naturaleza: por la vehemencia de la selva, la fuerza del río, el tinte extraño de la tierra. Su veneno se me instaló temprano en el alma, y al tiempo que me esclavizó, ver crecer plantas y árboles, distinguir los peligros en el monte lleno de orejas, leer los signos de un orden que me excede, me ha enseñado en estas décadas bastante sobre la fragilidad del hombre, que no puede nunca doblegar la portentosa furia natural. Quizás hoy esos entendimientos son útiles para entregarme con mayor docilidad al abrazo constrictor del último vaso. No sé si así seré devuelto finalmente a un orden primordial, tampoco me interesa.
Me quedan, como regalo, las imágenes de mi trabajo: la belleza en éxtasis de las floraciones, la paciencia de las plantas, su inteligencia radical, la aparición cada vez celebrada de los frutos. Un hombre no es como una planta, y compararlos siempre puede resultar peligroso. Pero hay que decir que el tiempo obra en nosotros con mayor crueldad, y que nuestro organismo tiende más naturalmente a la putrefacción. La mayor obra de un hombre, además, siempre estará colocada fuera de sí, irremediablemente.
Pero un hombre tampoco es un monstruo, amigo, o depende de qué hombre sea y de qué sea un monstruo. Hay sí una planta que lleva ese nombre: la monstera. El monstruo vegetal, la hija dilecta de la selva, trepa y busca la luz apoyándose en otros árboles. Batistessa, me gustaría regalarle una temporada en las monsteras, su verdor y su alivio en el rocío. No tengo eso para darle, solo puedo compartir esta visión compensatoria.
¿He sido yo un monstruo? A veces, seguramente. Y hay muchos que estarían dispuestos a afirmarlo sin demasiada premeditación. Pero déjeme definirle qué creo yo que es un monstruo. De seguro, no un hombre enfermo. Sí el que sabe cómo ser feliz y no se anima, o el que cuando ya no puede acceder más a esa felicidad, no se apaga. Verá entonces, Batistessa, que ni usted ni yo somos monstruos. Usted es un hombre, aunque le hayan negado esa condición por un lapso cuya extensión desconozco.
En tanto tal, me disculpo por adelantado por exponerlo a esta otra visión: la de la acción del cianuro en mi cuerpo, o lo que queda. No conozco más que por aproximación racional los efectos de esa sustancia: sé que habrá convulsiones, que el oxígeno dejará de entrar a mis células, y así corazón y cerebro, órganos preciados y aún sanos, morirán primero, si es que es posible pensar que uno es así de diseccionable.
Posiblemente también en esto me equivoque. Lo que es seguro es que no seré yo quien vea o cuente el relato de mi contorsión final, sino que estoy entregándole todo ese peso a usted. Un último acto de egoísmo del que no hay conversación ni ficción que puedan redimirme.
Por eso le pido: olvídeme usted rápido, Batistessa, que ese ya no seré yo. "
Leopoldo Lugones
A quien corresponda,
Allá en el pueblo había un hombre que estaba loco. Entre otros disparates, quería convencer a todos de que llevaba muchos años muerto. Se paseaba, a los tumbos y como un pordiosero, por las calles y por entre el rancherío. Recuerdo su barba sucia de tierra, sus pantalones con manchas de orines, el previsible aliento rancio. Con mis hermanos y algunos amigos nos reíamos de él. Cada tanto le tirábamos monedas, a veces la ropa que ya no usábamos, acaso una frazada. No recuerdo su nombre pero tampoco creo que sea importante el nombre de un loco. Los locos, se sabe, se mueven y viven como uno solo. Una sola gran locura que los gobierna y que amenaza siempre con expandirse.
El asunto, lo que después supimos aunque nunca quisimos pronunciar, es que aquel hombre de verdad estaba muerto. Una mañana encontraron su frazada en un galpón, tendida sobre un montoncito de paja. Ya el olor se sintió sospechoso. No un olor necesariamente desagradable, explicaron, sino más bien un agobio del ambiente. Alguien se animó y movió esa frazada mugrosa. Lo que había debajo no era más que un manojo de huesos corroídos por el tiempo, huesos amarillos a los cuales se adhería un pellejo reseco. Como era de esperarse, la historia circuló con fervor por toda la región. Antes, al evocarla, sentía el escalofrío original, la piel erizada de los supersticiosos.
Pero hace tiempo que ya no. Porque igual que el hombre aquel, llevo muchos años de muerto. Debo sonar igual de ridículo al decirlo, pero qué puede importarme eso ahora. No necesito nada, ni monedas ni ropa. Frazada ya tengo.
También tengo un hijo. Le dicen Polo y, aunque él no pueda verlo, lleva muerto muchos más años que yo. Pienso en Polo y lo veo como en verdad lo vi siempre: como a un muerto. O por lo menos la idea que siempre tuve de los muertos. No sabría, por supuesto, ahondar en esa idea. No es algo que me interese, mucho menos ahora, que yo mismo soy parte de esa idea.
Ahí está Polo, veo cómo sodomiza una gallina y veo sus ojos, los de Polo, vacíos de placer, vacíos de sentimiento, vacíos como los ojos de un muerto. Lo veo también electrocutar a un muerto de hambre, aunque Polo está mucho más muerto. Aun así, el hombre muerto que siempre ha sido mi hijo, supo tener una hija. Pirí, le dicen a ella, y Pirí es mi nieta. Como Polo y como yo, Pirí está bien muerta. Ahora pienso en Pirí y, como a Polo, puedo verla, puedo ver cómo la electrocutan. Pero Pirí no es como Polo. Soy Pirí, se presenta mi nieta: nieta del poeta, hija del torturador. Apenas me consuela que me toque lo primero.
El tiempo, desde la muerte, se vive de otra manera.
Ya no puedo escribir.
Quítenme de encima esta frazada y liberen al fin estos huesos.
Ernest Hemingway
Extracto de las 210 últimas palabras que Ernest Hemingway envió por correo por última vez. Iban dirigidas al hijo de un amigo, de 9 años, enfermo del corazón. Fueron escritas 17 antes de su suicidio y según Paul Hendrickson —que desarrolla el tema en su libro Hemingway's Boat: Everything He Loved in Life, and Lost— son una muestra de belleza, coraje y lucidez.
El paísaje es hermoso por aquí y he tenido la oportunidad de ver parte del maravilloso campo a lo largo del Mississippi, donde solían transportan los troncos en los viejos tiempos de la industria maderera, y las rutas por las que llegaron los primeros colonos del norte. (…) No sabía nada del Mississippi superior hasta ahora y realmente es un país maravilloso, que se llena de faisanes y patos cuando llega el otoño.
(…)
Mis mejores deseos para toda la familia. Me encuentro bien y estoy muy contento sobre las cosas en general y con ganas de veros pronto a todos.
Papa
Rimbaud
El autor de Una temporada en el infierno se enfrentaría tres semanas después a la amputación de su pierna enferma, tras llegar a Marsella. Lo de 'cortar por lo sano' no surtió efecto en su caso, porque la infección cancerosa se expandió y murió meses después, en noviembre de 1891. La víspera, en pleno delirio, dejo una nota, dirigida al director del correo marítimo de Marsella, que decía:
Adén, 30 de abril de 1891
Mi querida mamá:
(...)
Estoy postrado, con la pierna vendada, atado, reatado, encadenado de modo que no pueda moverla. Me he convertido en un esqueleto: doy miedo. La cama ha terminado por llagarme la espalda: no consigo dormir ni un solo minuto. Y aquí el calor se ha vuelto muy fuerte. La comida del hospital, a pesar del precio que pago por ella, es muy mala. No sé qué hacer.
(…)
No os asustéis con todo esto. Vendrán días mejores. Es una triste recompensa después de tanto trabajo, privaciones y penas ¡ay, qué miserable es nuestra vida!
César Vallejo
El autor de Trilce, el peruano César Vallejo, dejó una última carta que revela sus estrecheces económicas, tan graves como para tener que pasar por la humillación de pedir prestado a un amigo. Moriría en un abril lluvioso y melancólico, víctima de un rebrote de paludismo, un 15 de abril de 1938, en París.
París, al 15 de Marzo de 1938.
Mi distinguido y recordado amigo:
Un terrible surmenage me tiene postrado en cama desde hace un mes, y los médicos no saben aún cuanto tiempo seguiré así. Necesito una larga curación, y encontrándome sin recursos para continuarla, he pensado en usted, don Luis José, en el gran amigo de siempre, para pedirle su ayuda a mi favor. En nombre de nuestra vieja e inalterable amistad, me permito esperar que el querido amigo de tantos años me tenderá la mano, como una nueva prueba de ese noble y generoso espíritu que le ha animado siempre y que todos conocemos.
Se lo agradece de antemano, con un apretado abrazo, su firme e invariable amigo.
Antes de morir dejó una emotiva carta de despedida a su esposo.
Virginia Woolf
Querido:
Estoy segura de que me vuelvo loca de nuevo. Creo que no puedo pasar por otra de esas espantosas temporadas. Esta vez no voy a recuperarme. Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que estoy haciendo lo que me parece mejor. Me has dado la mayor felicidad posible. Has sido en todos los aspectos todo lo que se puede ser. No creo que dos personas puedan haber sido más felices hasta que esta terrible enfermedad apareció. No puedo luchar más. Sé que estoy destrozando tu vida, que sin mí podrías trabajar. Y sé que lo harás. Verás que ni siquiera puedo escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirte que… Todo el mundo lo sabe. Si alguien pudiera haberme salvado, habrías sido tú. No me queda nada excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo.
No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que lo hemos sido nosotros.
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Arte y Cultura